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También al contrario de los otros huracanes, que zigzagueaban en su camino hacia el hemisferio occidental, Lizzie se movía en línea recta, como si tuviera un objetivo determinado. Es frecuente que las tormentas viren sin más y cambien por completo de dirección. De nuevo, Lizzie se saltaba las normas. Si había un huracán que iba a la suya, pensó Heidi, era éste.

Heidi nunca supo cómo y en dónde se había acuñado el término, pero huracán era una palabra del idioma de los indios caribes, que significa “gran viento”. Cargada con una energía equiparable a la mayor de las bombas nucleares, Lizzie corría desbocada y se anunciaba con relámpagos, truenos y un tremendo aguacero. Los barcos que navegaban en aquella zona del océano ya habían comenzado a sentir su furia.

Era mediodía, un mediodía enloquecido, salvaje, desquiciado. La superficie del mar había pasado de ser casi una balsa de aceite a formar olas de diez metros de altura en un tiempo que, para el capitán del Mona Lisa, un barco portacontenedores con bandera nicaragüense, había sido un parpadeo. Tenía la sensación de que había abierto la puerta a un desierto y alguien le había arrojado un cubo de agua a la cara. El mar había empeorado en cuestión de minutos y la suave brisa había pasado a ser una galerna en toda la regla. En todos sus años en el mar, nunca había visto que se levantara una tempestad con tanta rapidez.

No había ningún puerto cercano para ir en busca de refugio, así que ordenó virar y llevar el Mona Lisa directamente hacia la tempestad, con la intención de cruzar lo más rápidamente el corazón de la tormenta. Era tal vez su única posibilidad para conseguir salvar la nave y la carga.

Cuarenta y cinco kilómetros al norte del Mona Lisa, casi en la línea del horizonte, el superpetrolero egipcio Ramsés II se vio sorprendido por la turbulencia. El capitán Warren Meade miró horrorizado cómo una ola de treinta metros de altura que se movía a una velocidad increíble aparecía por encima de la popa del barco. La ola arrancó mástiles y grúas y lanzó toneladas de agua que se abrieron paso por las escotillas para inundar los sollados y los almacenes. Los tripulantes que estaban en el puente de mando contemplaron atónitos cómo la ola pasaba por los lados de la superestructura, recorría los doscientos quince metros de longitud de la cubierta -la cual se alzaba veinte metros por encima de la línea de flotación- y destrozaba las tuberías y bombas antes de sobrepasar la proa.

Un yate de veinticinco metros de eslora que era propiedad del fundador de una empresa de informática, con diez pasajeros y cinco tripulantes a bordo, y que navegaba rumbo a Dakar, se vio engullido por las olas sin tener tiempo para lanzar una llamada de socorro.

Antes de que se hiciera de noche, otra docena de barcos serían víctimas de la violencia destructora de Lizzie.

Heidi y sus compañeros meteorólogos se reunieron en el centro de la NUMA para analizar toda la información disponible sobre la evolución del huracán que avanzaba por el este. No se apreciaba disminución alguna en la velocidad de Lizzie cuando pasó por el meridiano 40 oeste en mitad del Atlántico y continuó su rumbo recto como una flecha, algo que contradecía todo lo conocido hasta entonces.

Harley llamó a Heidi a las tres de la tarde.

– ¿Qué tal pinta? -preguntó.

– Nuestro sistema de procesamiento de datos está enviando toda la información a tu centro -respondió Heidi-. A última hora de anoche se comenzó a transmitir el aviso de alerta.

– ¿Cómo es la trayectoria?

– Lo creas o no, Lizzie avanza recto como una flecha.

– Eso es algo poco habitual -manifestó Harley.

– No se ha desviado ni quince kilómetros en las últimas doce horas.

– Tampoco eso entra dentro de los parámetros conocidos -dijo Harley, que parecía tener sus dudas al respecto.

– Ya lo verás cuando recibas la información -replicó Heidi con firmeza-. Lizzie está batiendo todas las marcas. Los barcos comunican que hay olas de treinta metros.

– ¡Dios mío! ¿Qué indican los modelos?

– Los tiramos a la papelera en cuanto salen de la impresora. Lizzie no se comporta de la misma manera que otros huracanes. Nuestros ordenadores no han podido suministrarnos una proyección fiable de la trayectoria y la potencia.

– Por lo visto, nos enfrentamos a una tormenta que aparece una vez cada cien años.

– Mucho me temo que ésta sea de las que aparecen cada mil.

– ¿Puedes facilitarme alguna indicación, cualquier cosa sobre dónde podría tocar tierra, para que el centro comience a transmitir el aviso de emergencia? -El tono de Harley era grave.

– Puede tocar tierra en cualquier punto entre Cuba y Puerto Rico. Ahora mismo, apostaría por la República Dominicana. Pero no hay manera de saberlo a ciencia cierta hasta dentro de veinticuatro horas.

– En ese caso, disponemos de tiempo para enviar un aviso preliminar.

– A la vista de la velocidad de Lizzie, lo mejor será que lo hagas ahora mismo.

– Mis compañeros del servicio meteorológico y yo nos ocuparemos de inmediato.

– Harley…

– Sí, cariño.

– Esta noche no iré a cenar a casa.

Heidi se imaginó la sonrisa jovial de Harley cuando le respondió:

– Yo tampoco, amor mío. Yo tampoco.

Después de colgar el teléfono, Heidi observó pensativamente la carta a gran escala donde aparecía la zona de huracanes correspondiente al Atlántico norte. Mientras miraba las islas del Caribe más próximas al monstruo que se acercaba, algo indefinido surgió del fondo de su mente.

Tecleó la orden para que el ordenador le mostrara una lista de los barcos, con una breve descripción de cada uno y la posición actual en una zona específica del Atlántico norte. Había más de una veintena que podían sufrir el impacto directo de la tormenta. Preocupada por la posibilidad de que algún barco de crucero -con sus miles de pasajeros y centenares de tripulantes a bordo- estuviese navegando en el camino del huracán, repasó de nuevo la lista. No había ningún crucero en la vecindad más inmediata, pero un nombre le llamó la atención. En un primer momento lo confundió con un barco, y después lo recordó. No era una nave.

– ¡Oh, Dios mío! -gimió.

Sam Moore, un meteorólogo con gafas que trabajaba en la mesa vecina, se volvió hacia su compañera.

– ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?

Heidi se hundió en la silla.

– El Ocean Wanderer.

– ¿Es un crucero?

– No, es un hotel flotante que ahora mismo está amarrado en el camino del sistema. -Heidi sacudió la cabeza-. No hay manera de poder apartarlo a tiempo. Es un blanco fijo.

– Un barco informó de olas de treinta metros -dijo Moore-. Si una de esas golpea el hotel… -Su voz se apagó.

– Tenemos que avisar a la dirección para que lo evacúen de inmediato.

Heidi se levantó de un salto y corrió a la sala de comunicaciones. Rogó para sus adentros que la dirección del hotel actuara sin demora. Si no era así, más de un millar de huéspedes y todo el personal estaban condenados a una muerte segura.

5

Nunca se había visto tanta elegancia, tanto lujo, en la superficie del mar. Nunca se había construido nada que pudiera compararse con la extraordinaria creatividad de su diseño. El hotel submarino Ocean Wanderer era una aventura a la espera de ser vivida, una magnífica oportunidad para sus huéspedes de contemplar las maravillas de las profundidades. Se elevaba por encima de las olas con soberbio esplendor a tres kilómetros del cabo Cabrón, en el extremo sudeste de la República Dominicana.

Reconocido por la industria turística como el hotel más extraordinario del mundo entero, había sido construido en Suecia de acuerdo con unas exigencias de calidad que no tenían parangón. El más alto grado de artesanía había empleado lo último en materiales, combinado con una atrevida utilización de lujosas texturas que ilustraban la vida en el mar. Exuberantes tonos de verde, azul y oro se unían para crear un lujosísimo conjunto, magnífico en el exterior y esplendoroso en el interior. En la superficie, la estructura exterior, con una altura de más de sesenta metros, imitaba las suaves y estilizadas líneas de una nube baja. Los cinco pisos superiores albergaban los alojamientos y despachos de los cuatrocientos empleados, los enormes almacenes, las cocinas y los sistemas de aire acondicionado y calefacción.