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El Ocean Wanderer también ofrecía lo más selecto de la cocina internacional. Había cinco restaurantes, dirigidos por cinco cocineros de fama mundial. Exóticos platos de pescados acabados de pescar presentados con la mayor exquisitez. También se ofrecía una cena a bordo de un catamarán que partía con la puesta de sol, para aquellos que desearan disfrutar de una cena romántica.

En tres de los pisos había dos salas de fiestas -donde actuaban artistas de renombre-, una opulenta sala de baile con música en vivo, y una zona de compras con tiendas de diseño en las que se ofrecían productos difíciles de encontrar en los centros comerciales, y, como si fuese poco, libres de impuestos.

Había un cine con cómodas butacas, donde se proyectaban las últimas novedades recibidas vía satélite. El casino, aunque no era muy grande, sobrepasaba a cualquiera de Las Vegas. Los peces nadaban en acuarios que serpenteaban entre las mesas de juego y las máquinas tragaperras. También el techo era un gigantesco acuario con una gran variedad de especies marinas, que nadaban perezosamente por encima de las cabezas de los jugadores.

En los pisos intermedios funcionaba un balneario de la máxima categoría, atendido por profesionales. Los huéspedes podían escoger todo tipo de masajes y tratamientos especiales, y además había saunas y baños turcos en salas que reproducían jardines tropicales, con plantas y flores exóticas. Para los más activos, encima del techo del balneario había pistas de tenis, un minigolf que recorría la cubierta, y un campo de prácticas donde los aficionados podían lanzar bolas a las plataformas flotantes, separadas por una cuarentena de metros.

Aquellos que buscaban aventuras más fuertes, tenían a su disposición varios toboganes de agua a cuál más espectacular, con entradas a diferentes niveles a los que se llegaba en ascensor. Había uno que comenzaba en el techo del hotel y bajaba los quince pisos hasta el mar. No se habían descuidado los deportes acuáticos y se podía practicar el windsurf, el esquí y las carreras con motos de agua, y por supuesto había una multitud de actividades subacuáticas, siempre dirigidas por instructores profesionales. Los huéspedes también podían disfrutar de las excursiones submarinas a los arrecifes de coral y los primeros niveles de la zona profunda, y de la visión de la vida marina en los niveles sumergidos del hotel. Las conferencias y las clases sobre peces estaban a cargo de profesores universitarios licenciados en ciencias oceánicas.

Todo era extraordinario, pero de lo que más disfrutaba la clientela era de la aventura que vivían en la gigantesca estructura en forma de vaina ubicada debajo de la superficie. Como si se tratara de un iceberg hecho por el hombre, el Ocean Wanderer no tenía habitaciones; tenía nada menos que cuatrocientas diez suites, todas debajo de la superficie, con una pared que era una gigantesca ventana de cristal blindado que permitía ver las maravillas de la vida submarina. Las suites estaban pintadas con tonos azules y verdes, y la iluminación también era de colores para aumentar la sensación de que los huéspedes estaban viviendo de verdad debajo del agua.

En aquel fantástico espectáculo visual, los ocupantes veían a los grandes depredadores, los tiburones y las barracudas, que nadaban en su entorno natural. Los multicolores ángeles de mar, los peces loros y los graciosos delfines se amontonaban al otro lado de las ventanas. Las mantarrayas y los enormes meros nadaban entre las hermosas medusas, que eran empujadas por las corrientes entre el bosque de coral. Por la noche, los huéspedes veían desde la cama el interminable ballet que ejecutaban los peces iluminados con las luces de colores.

A diferencia de la lujosa flota de barcos de crucero que recorrían los siete mares, el Ocean Wanderer no tenía motores. Era una isla flotante, amarrada a unos gigantescos pilotes de acero enterrados en el fondo marino. A estos pilotes se enganchaban los gruesos cables de acero que sujetaban toda la estructura.

De todas maneras, no era un amarre permanente. Consciente de que los viajeros ricos pocas veces repetían el lugar de vacaciones, la empresa propietaria del Ocean Wanderer había instalado amarres en más de una docena de exóticos lugares por todo el mundo. Cinco veces al año, dos remolcadores de cuarenta metros de eslora acudirían a su cita con el hotel flotante. Tras vaciar los tanques de lastre hasta que sólo quedaran dos niveles debajo del agua, se soltarían las amarras y los remolcadores -dotado cada uno con motores diesel Hunewell de tres mil caballos de potencia- arrastrarían el hotel flotante hasta un nuevo escenario tropical, donde quedaría sujeto nuevamente. Los huéspedes podrían escoger entre regresar a sus casas o permanecer a bordo durante el viaje.

Cada cuatro días se realizaban prácticas de evacuación, en las que participaban los huéspedes y la tripulación. Unos ascensores con su propio suministro de energía -para el caso de que no hubiera electricidad- podían evacuar rápidamente a todos hasta el segundo nivel, donde estaban los botes salvavidas capaces de mantenerse a flote en las condiciones más extremas.

No es necesario decir que el Ocean Wanderer tenía todas las suites reservadas para los siguientes dos años. Ese día, sin embargo, era una ocasión especial. El hombre que había sido la fuerza decisiva en su creación, llegaba para una visita de cuatro días al fabuloso hotel flotante que había sido inaugurado el mes anterior. Se trataba de un hombre misterioso como el mismo mar. Un hombre a quien sólo fotografiaban de lejos, y que nunca mostraba los labios y la barbilla por debajo de la nariz mientras que los ojos quedaban ocultos detrás de unas gafas de sol. No se conocía su nacionalidad. Era un hombre sin nombre, enigmático como un espectro, y era Specter el nombre que le habían dado los periodistas.

Los reporteros de los periódicos y la televisión no habían encontrado ni el más mínimo rastro para acabar con su anonimato. Su edad y sus antecedentes aún estaban por descubrir. Lo único que se sabía a ciencia cierta era que había fundado y dirigido Odyssey, un gigantesco imperio dedicado a la investigación científica y la construcción con presencia en treinta países, que lo había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo civilizado.

Odyssey no tenía accionistas. No había informes anuales, ni balances que presentar en asamblea. El imperio Odyssey y el hombre que lo controlaba permanecían envueltos en el secretismo más absoluto.

A las cuatro de la tarde el silencio del mar turquesa y el cielo azul se vio roto por el rugido de un reactor. Un gran avión de pasajeros pintado con el color lavanda, que era la marca de fábrica de Odyssey, apareció por el oeste. Los huéspedes miraron con curiosidad el aparato cuando el piloto hizo un giro alrededor del Ocean Wanderer para ofrecer a los pasajeros una visión aérea de la maravilla flotante.

El aparato no se parecía a ninguno de los aviones que se veían habitualmente. El Beriev Be200 de fabricación rusa había sido diseñado como hidroavión para la lucha contra incendios. Éste, en cambio, lo habían construido para llevar dieciocho pasajeros y cuatro tripulantes con todos los lujos. Lo impulsaban dos motores BMW-Rolls Royce montados sobre el ala. Capaz de alcanzar velocidades superiores a los seiscientos cuarenta kilómetros por hora, el Be200 estaba preparado para amerizar y despegar hasta con olas de un metro veinte de altura.