En los templos, los sacerdotes y sacerdotisas quemaban incienso, cantaban y hacían ofrendas a los dioses y diosas para agradecer el final del terrible conflicto que había costado la vida a tantos guerreros.
Se brindaba por el rey, los héroes del ejército, los veteranos, los heridos y los reverenciados muertos que habían participado en los encarnizados combates.
– Héctor, tú que eras nuestro gran campeón, ¡si solo hubieses vivido para disfrutar de nuestra victoria! -exclamó alguien.
– Los aqueos son estúpidos. Atacaron nuestra magnífica ciudad y se han ido con las manos vacías -proclamó una mujer que bailaba como una enloquecida.
– Han escapado como críos a los que sorprenden robando -afirmó un tercero.
Charlaban, reían y bailaban mientras el vino corría por sus venas, la realeza en su palacio, los ricos en sus grandes casas construidas sobre terrazas, y los pobres en sus covachas pegadas contra la parte interior de las murallas para protegerlas del viento y la lluvia. Por toda Ilión los habitantes bebían y comían, dispuestos a agotar las valiosas reservas de alimentos acumuladas para resistir el asedio, como si el tiempo se hubiera detenido. A medianoche el vino y el cansancio fueron aplacando los ánimos y los súbditos del viejo rey Príamo cayeron en un sueño profundo, y por primera vez durmieron en paz desde que los odiados aqueos habían iniciado el asedio de la ciudad.
Fueron muchos quienes propusieron dejar la gran puerta abierta de par en par como un símbolo de victoria, pero prevalecieron las mentes más sensatas y la puerta se cerró con la tranca.
Habían aparecido diez semanas atrás por el norte y el este, a bordo de centenares de naves, y habían fondeado en la bahía rodeada por la gran llanura de Ilión. Al ver que la mayoría de las tierras bajas eran pantanos, los aqueos habían instalado su campamento en un promontorio y allí desembarcaron hombres y bagajes.
Como tenían las quillas recubiertas de brea, las naves eran negras por debajo de la línea de flotación; pero por encima estaban pintadas con una multitud de colores, de acuerdo con las preferencias de los monarcas que viajaban en la flota. Las naves eran impulsadas a fuerza de remos y gobernadas por un timón muy largo instalado en popa. Como eran simétricas, con la proa y la popa prácticamente iguales, podían moverse adelante y atrás sin necesidad de virar. Incapaces de maniobrar con el viento, solo izaban una gran vela cuadrada cuando la brisa soplaba de popa. Tenían unas plataformas elevadas a proa y popa a modo de puentes, y tallas figurando pájaros, en su mayoría halcones y gavilanes, adornaban la roda. El número de tripulantes variaba desde los ciento veinte guerreros en los transportes de tropa a los veinte en las embarcaciones de carga. La mayoría eran tripuladas por cincuenta y dos marinos, incluidos el capitán y el piloto.
Los reyezuelos de la región formaban una alianza que se dedicaba al saqueo de las poblaciones costeras, de la misma manera que harían los vikingos dos mil años más tarde. Venían de Argos, Pilos, Arcadia, Ítaca y de otra docena más de regiones. Aunque se los consideraba hombres altos para la media de la época, muy pocos medían más de un metro sesenta. Combatían con ferocidad, protegidos con sus corazas de bronce, formadas por planchas que cubrían el pecho y la espalda y atadas con tiras de cuero. Llevaban cascos de bronce, algunos con cuernos, otros con picas, y casi todos adornados con los escudos personales. Los brazos y las piernas se los protegían con grebas.
Eran maestros consumados en el manejo de la lanza, su arma favorita, y solo utilizaban las espadas cortas cuando rompían o perdían la lanza. Los guerreros de la Edad del Bronce casi nunca utilizaban el arco y la flecha porque lo consideraban un arma de cobardes. En la batalla combatían con la protección de grandes escudos hechos con siete u ocho capas de piel de vaca cosidas con cordones de cuero a una estructura de mimbre y los bordes reforzados con bronce. La mayoría eran redondos, aunque también había muchos con la forma de un ocho.
A diferencia de los soldados de otros reinos y culturas, los aqueos no contaban con tropas de caballería, ni tampoco tenían carros de combate. Los caballos los empleaban para tirar de los carros que transportaban hombres y armas al campo de batalla y retiraban a los heridos. Los aqueos preferían combatir a pie, lo mismo que los troyanos. Pero esta no era sencillamente una guerra de conquista para apoderarse de un nuevo territorio. Se trataba de una invasión para conseguir la propiedad de un metal casi tan precioso como el oro.
Antes de atracar sus naves en Ilión, los aqueos habían saqueado una docena de ciudades y pueblos a lo largo de la costa, y se habían apoderado de un considerable botín y muchos esclavos, la mayoría mujeres y niños. Pero solo podían imaginarse la inmensa riqueza guardada detrás de las recias murallas de Ilión y sus valientes defensores.
Los guerreros no las tenían todas consigo mientras miraban la ciudad edificada en lo alto de una pedregosa colina. Se fijaron en las imponentes murallas, las torres de defensa y el palacio del rey, que se elevaba en el centro. Ahora que se encontraban delante de su objetivo se convencieron de que, a diferencia de las otras ciudades y pueblos que habían saqueado, esta no se rendiría sin una larga y sangrienta campaña.
Este convencimiento se vio reforzado cuando los troyanos salieron de la ciudad y atacaron a los aqueos en el momento de desembarcar. A punto estuvieron de acabar con la vanguardia de la flota invasora antes de que llegaran las otras naves y descargaran el grueso del ejército. Los troyanos, al verse rápidamente superados en número, se replegaron a la ciudad después de haberles dado una buena zurra a los aqueos.
Durante las diez semanas siguientes los combates se sucedieron en la llanura. Los troyanos lucharon con extraordinario tesón y valor. Los cadáveres se amontonaban desde el campamento aqueo hasta las murallas troyanas, mientras los héroes y los campeones de ambos bandos morían en los sucesivos duelos. Al final de cada día, sitiadores y sitiados encendían grandes piras para incinerar a los muertos. Más tarde construían túmulos sobre las cenizas, como monumentos a los caídos. Las bajas sumaban miles pero las batallas continuaban con el mismo ardor y ferocidad del primer día.
El valiente Héctor, hijo del rey Príamo y el más grande de los guerreros de Ilión, cayó en el campo, lo mismo que su hermano Paris. El poderoso Aquiles y su amigo Patroclo figuraban entre los numerosos muertos aqueos. Tras la desaparición del más famoso de sus héroes, los reyes Agamenón y Menelao se mostraron dispuestos a abandonar el asedio y emprender el regreso a sus reinos. Las murallas de la ciudadela habían sido un obstáculo formidable, imposible de superar. Comenzaba a escasear la comida y habían recorrido los campos hasta acabar con todos los cultivos, mientras que los troyanos eran abastecidos por sus aliados de fuera del reino, que se habían unido a ellos en la guerra.
Cada vez más convencidos de la derrota, se dispusieron a levantar el campamento y embarcarse, cuando al ingenioso Ulises, rey de Ítaca, se le ocurrió un astuto plan como último recurso.
Mientras Ilión festejaba la victoria, la flota aquea regresó al amparo de la noche. Remaron rápidamente desde la cercana isla de Ténedos, donde se habían ocultado durante el día. Guiados por el fuego que había encendido el traidor Sinón, atracaron las naves, vistieron las armaduras y marcharon en silencio a través de la llanura, cargados con un tronco de dimensiones colosales que sujetaban con eslingas de cuerdas trenzadas.
Ayudados por una noche oscura como boca de lobo, se detuvieron cuando estaban a escasos cien pasos de la puerta sin que nadie diera la voz de alarma. Los exploradores al mando de Ulises rodearon el caballo de madera y se acercaron a la puerta.