– No lo vas a creer -respondió con su acento de Georgia-, pero la última sonda que lancé para obtener un perfil marcó vientos horizontales de una velocidad de trescientos cincuenta kilómetros mientras caía a través de la tormenta hasta el mar.
– No me extraña que la pobre Gertie esté recibiendo una paliza de cuidado.
Boozer no acababa de decirlo cuando el avión entró en una zona calma y el sol se reflejó en el fuselaje y las alas de aluminio. Acababan de entrar en el ojo de Lizzie. Abajo, el mar revuelto reflejaba el azul del cielo. Era como volar en un cilindro gigantesco limitado por una masa de nubes que giraban a gran velocidad. Boozer tenía la sensación de estar volando en un enorme remolino que llegaba hasta el infierno.
Barrett comenzó a volar en círculo dentro del ojo para que los meteorólogos recogieran los datos que necesitaban. Después de casi diez minutos, varió el rumbo y el Orion volvió a dirigirse al terrible muro gris. Una vez más, el avión comenzó a sacudirse como si lo atacara la furia de los dioses.
De pronto el avión se inclinó sobre una de las alas como si el puño de un gigante lo hubiese golpeado por estribor. Todo lo que no estaba sujeto -papeles, carpetas, tazas de café- salió disparado y fue a estrellarse contra el mamparo de la cabina. La tremenda ráfaga no había acabado de pasar cuando otra todavía más fuerte hizo que el avión brincara como si fuese un planeador de madera atado a un ventilador, y de nuevo los objetos se estrellaron, esta vez contra el otro lado de la cabina.
El doble golpe fue como el rebote de una pelota de tenis contra una pared. Barrett y Boozer se quedaron casi paralizados por el asombro. Ninguno de los dos se había encontrado nunca con una ráfaga de viento de semejante magnitud, y menos con dos, en un margen de una fracción de segundo. Era algo imposible de creer.
El Orion comenzó a caer sin control hacia babor. Barrett notó una súbita pérdida de potencia y su mirada buscó inmediatamente en el panel de instrumentos la indicación de un fallo mientras luchaba para nivelar el aparato.
– No hay lectura del motor número cuatro. ¿Alcanzas a ver si la hélice funciona?
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Boozer, que miraba por la ventanilla-. ¡Hemos perdido el motor número cuatro!
– ¡Entonces apágalo! -replicó Barrett.
– No podemos apagarlo. Se ha caído.
Con la mente y el cuerpo concentrados en la tarea de nivelar al Orion, Barrett no tomó la información de Boozer en su sentido literal. Notaba que había algo absolutamente anormal en la aerodinámica. El avión no respondía a los movimientos de la palanca ni de los pedales, y si había alguna respuesta era muy lenta. Era como si hubiesen colgado un enorme peso en el ala derecha y tuvieran que arrastrarlo.
Por fin consiguió nivelar a Gertie. Solo entonces captó el verdadero significado de las palabras de su copiloto. Era la pérdida del motor, arrancado de sus soportes por la fuerza de la tormenta, la causa de que perdiera el control y de que existiera el tirón por estribor. Se inclinó para mirar a través de la ventanilla de Boozer.
En el lugar donde había estado el motor en el ala había ahora un hueco donde asomaban los soportes retorcidos, las tuberías hidráulicas, de aceite y combustible cortadas, las bombas aplastadas y los cables eléctricos. No podía ser cierto, pensó Barrett, incrédulo. Los motores no se desprendían de los aviones, ni siquiera en la peor de las turbulencias. Entonces contó casi treinta agujeros pequeños donde habían saltado los remaches. Su inquietud creció al ver varias grietas en el revestimiento de aluminio.
Una voz desde el compartimiento principal sonó en sus auriculares.
– Aquí tenemos a unos cuantos heridos y la mayor parte del equipo está averiado o apenas si funciona.
– Aquellos que estén ilesos, que atiendan a los heridos. Regresamos a casa.
– Si lo conseguimos -opinó Boozer con tono lúgubre. Señaló a través de la ventanilla de Barrett-. Se ha incendiado el número tres.
– ¡Apágalo!
– Proceso de apagado en marcha -respondió Boozer.
Barrett se sintió tentado de llamar a su esposa para decirle adiós, pero no estaba dispuesto a rendirse. Haría falta un milagro para sacar a la maltrecha Gertie y su tripulación fuera de la tormenta y aterrizar. Comenzó a musitar una plegaria mientras utilizaba toda su experiencia para pilotar al Orion a través del vórtice y llegar a una zona más calmada. Si conseguían escapar de lo peor del caos, el resto se solucionaría solo.
Al cabo de veinte minutos el viento y la lluvia disminuyeron y comenzó a clarear. Entonces, cuando ya creía que faltaba muy poco para salir de la tormenta, Lizzie descargó otro golpe y envió una ráfaga de viento que golpeó en el timón del aparato y prácticamente hizo imposible pilotar el Orion.
Acababan de esfumarse todas las posibilidades de regresar sanos y salvos.
8
Los océanos parecen estar en calma la mayor parte del tiempo. Las olas que no sobrepasan la altura de la cabeza de un perro pastor alemán dan la imagen de un gigante dormido, cuyo pecho sube y baja con cada respiración. Esto no es más que una ilusión que engaña al desprevenido. Los marineros pueden echarse a dormir en las literas con el cielo despejado y el mar en calma y despertarse en medio de una tremenda tempestad que amenaza hundir a todas las embarcaciones que encuentre en su camino.
El huracán Lizzie tenía todos los ingredientes para causar una catástrofe sin límites. Si por la mañana había parecido desagradable, al mediodía ya era abominable, y para el atardecer se había convertido en un demonio desatado. Los vientos de trescientos cincuenta kilómetros no tardaron en superar los cuatrocientos kilómetros. Azotaban y encrespaban el agua hasta generar unas olas de treinta metros de altura entre cresta y seno mientras el huracán avanzaba implacable hacia el banco de la Natividad y la República Dominicana, donde tocaría tierra por primera vez.
Acababan de izar el ancla y el Sea Sprite había comenzado a navegar, cuando Paul Barnum se volvió por enésima vez para mirar hacia el este. Antes no había notado ningún cambio. Pero ahora el horizonte, donde el agua de un color azul oscuro se encontraba con el azul zafiro del cielo, aparecía manchado por una cinta gris oscura que semejaba una lejana nube de polvo levantada por un viento cálido a su paso por la pradera.
Barnum miró la pesadilla que avanzaba, asombrado por la rapidez con que crecía y tapaba el cielo. Nunca había visto ni vivido la experiencia de enfrentarse a una tormenta que parecía moverse con la velocidad de un tren expreso. Incluso antes de que pudiera programar la velocidad y el rumbo en el ordenador que controlaba al piloto automático, la tormenta cubría el sol con una mortaja al tiempo que teñía el cielo con el mismo color gris plomo del fondo de una sartén muy usada.
Durante las ocho horas siguientes, el Sea Sprite navegó a toda máquina, mientras Barnum se empeñaba en poner el máximo de distancia posible entre su casco y los afilados corales del banco de la Natividad. Sin embargo, cuando quedó claro que se le venía encima lo peor de la tormenta, comprendió que la mejor manera de capearla era salir a su encuentro y confiar en que el Sea Sprite fuera capaz de abrirse paso. Le dio una afectuosa palmadita al timón, como si fuese algo vivo en lugar de acero. Era un barco valiente, que había resistido todos los embates del mar en los años que había navegado en las condiciones extremas de la región polar. Quizá recibiera un tremendo vapuleo, pero Barnum no tenía dudas de que saldría bien parado.
Se volvió hacia su primer oficial, Sam Maverick, que tenía todo el aspecto de un gamberro con la larga cabellera roja, la barba descuidada y un pendiente de oro en la oreja izquierda.