Por fin, después de lo que parecieron treinta horas -pero que en realidad había sido poco más de media-, el color del cielo comenzó a cambiar del gris a un blanco sucio y luego a un azul brillante, cuando el maltrecho Orion escapó de los bordes de la tormenta y se encontró con el buen tiempo.
– Es imposible que podamos llegar a Miami -opinó Boozer después de mirar la carta de navegación.
– Está muy lejos para un avión con sólo dos motores, el fuselaje que apenas si se aguanta y el timón averiado -manifestó Barrett con tono grave-. Lo mejor será desviarnos a San Juan.
– Pues a San Juan de Puerto Rico y no se hable más.
– Es todo tuyo -dijo Barrett y apartó las manos de los controles-. Voy a ver cómo están los científicos. No quiero ni pensar en lo que encontraré.
Se desabrochó el arnés de seguridad y salió de la cabina.
El compartimiento principal del Orion era una ruina. Los ordenadores, las pantallas y las estanterías con los instrumentos electrónicos estaban desparramados como si los hubiesen volcado de un camión en el patio de un chatarrero. Los equipos, que habían estado sujetos con soportes capaces de aguantar las peores turbulencias, habían sido arrancados de cuajo como si la mano de un gigante se hubiera ensañado con ellos. La mayoría de los científicos estaban tumbados en el suelo, algunos inconscientes y malheridos. Los pocos que aún se mantenían en pie se ocupaban de atender a los demás dentro de sus posibilidades.
Sin embargo, eso no era lo peor. Barrett vio horrorizado que el fuselaje del Orion aparecía rajado en un centenar de lugares, y que habían saltado los remaches que sujetaban las planchas de aluminio a las costillas. A través de algunas de las grietas se veía el azul del cielo. Era evidente que si hubiesen permanecido cinco minutos más en la tormenta, el avión se hubiera deshecho en pleno vuelo y todos habrían acabado engullidos por el mar.
Steve Miller, uno de los meteorólogos, estaba atendiendo a un técnico en electrónica que tenía una fractura múltiple en el antebrazo.
– ¡Es increíble! -le dijo a Barrett, al tiempo que hacía un gesto en derredor-. Primero nos golpeó una ráfaga de trescientos cuarenta kilómetros por estribor y un par de segundos después otra todavía más violenta nos pegó por babor.
– Nunca había visto nada parecido -respondió Barrett, asombrado.
– Te lo juro. No hay registros de que hubiese ocurrido antes nada así. Dos rachas opuestas que chocan en una misma tormenta es una rareza meteorológica, y sin embargo ha ocurrido. En algún lugar en medio de todo este desastre tenemos todo lo necesario para demostrarlo.
– Galloping Gertie no está como para llegar a Miami -le informó Barrett-. Ya ves cómo quedó el fuselaje. Intentaremos llegar a San Juan; pediré que los vehículos de emergencia estén preparados.
– No te olvides de pedirles que tengan más ambulancias y asistentes sanitarios. Todos tenemos cortes y lesiones menores. Sólo las heridas de Delbert y Morris revisten cierta gravedad. Es una suerte que no tengamos a nadie en estado crítico.
– Tengo que volver a la cabina para ayudar a Boozer. Si hay algo…
– Nos la apañaremos -afirmó Miller-. Tú ocúpate de mantenernos en el aire y llevarnos a casa.
– Ten por seguro que lo estamos intentando.
Dos horas más tarde avistaron el aeropuerto de San Juan. Barret pilotó el avión con un toque exquisito apenas por encima de la velocidad de sustentación, para reducir al máximo el esfuerzo en la maltrecha estructura. Bajó los alerones y comenzó a dar una larga vuelta de aproximación a la pista. Podía hacer un único intento. No tendría una segunda oportunidad si no conseguía aterrizar a la primera.
– Ruedas abajo -ordenó en cuanto enfiló hacia la pista.
Boozer activó el tren de aterrizaje. Afortunadamente, las ruedas bajaron sin problemas. Los camiones de incendio y las ambulancias bordeaban la pista, con las dotaciones atentas al desastre después de escuchar por la radio los daños que había sufrido el avión.
El personal de la torre de control, que observaba al avión por prismáticos desde que había aparecido como un punto en el cielo, no daba crédito a sus ojos. Con un motor parado del que salía una columna de humo y un hueco en el ala donde había estado otro, parecía imposible que el Orion se mantuviera en el aire. Habían desviado todos los vuelos comerciales y los aviones daban vueltas alrededor del aeropuerto a la espera de que el drama llegara a su final. Ahora no podían hacer otra cosa que rezar.
El Orion se acercó muy bajo y con una lentitud desesperante. Boozer se ocupaba de los aceleradores para mantener el aparato en el rumbo correcto mientras Barrett accionaba los controles con gran finura. Posó al aparato con toda la suavidad humanamente posible cuando apenas había recorrido doscientos metros de la pista. Solo se notó un ligero rebote cuando los neumáticos chirriaron contra el cemento. No había posibilidad alguna de invertir el sentido de las dos hélices para que actuaran de freno. Boozer cerró los aceleradores y dejó que los motores funcionaran al ralentí mientras el avión continuaba carreteando por la pista.
Barrett pisó con delicadeza los frenos, atento a la verja que se elevaba un poco más allá del final de la pista. Siempre tenía el último recurso de pisar a fondo el freno izquierdo para desviarse bruscamente hacia la zona de hierba. Pero esta vez lo tenía todo a favor, y Gertie fue aminorando la marcha y se detuvo cuando le quedaban menos de sesenta metros para salirse de la pista.
Barrett y Boozer se reclinaron en los asientos y soltaron el aliento en el preciso momento en que el avión volvió a sacudirse y se escuchó un gran estrépito. Se quitaron los arneses y salieron de la cabina en un santiamén. Más allá del lugar donde estaban tumbados los científicos y se amontaban los instrumentos rotos, vieron la pista a través de un enorme boquete en el fuselaje.
Se había desprendido toda la sección de cola.
El viento descargaba toda su furia contra el lateral del Ocean Wanderer que daba al mar. Los ingenieros habían hecho muy bien su trabajo. Lo habían diseñado para resistir vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros, y sin embargo la estructura con los cristales blindados estaba resistiendo rachas de hasta trescientos veinte kilómetros sin roturas. El único daño sufrido en las primeras horas del huracán había tenido lugar en la terraza, donde el centro de deportes -con las pistas de tenis y de baloncesto, las alfombrillas de golf, las mesas y las sillas del bar- había sido barrido sin piedad y ahora solo quedaba la piscina de agua dulce, que había rebalsado con la lluvia, y el agua caía por los costados del edificio hasta el mar.
Morton se sentía orgulloso de sus subordinados, que se estaban comportando de una manera admirable. Su principal preocupación había sido que se dejaran dominar por el pánico. Pero los directores, los recepcionistas y el personal de servicio habían trabajado unidos para trasladar a los huéspedes desde las habitaciones de los pisos inferiores y acomodarlos en la sala de baile, el gimnasio, el cine y los restaurantes de los pisos altos. Se habían distribuido los chalecos salvavidas y les habían comunicado cuáles eran los botes salvavidas a los que debían acudir si se daba la orden de abandonar el hotel.
Lo que nadie sabía, ni siquiera Morton, porque ninguno de los empleados se había arriesgado a salir a la terraza azotada por el viento, era que los botes salvavidas habían sido barridos con todo lo demás veinte minutos después de que el huracán se hubiera abatido sobre el hotel flotante.
Morton se mantenía en contacto permanente con los empleados de mantenimiento, quienes recorrían el hotel para informar de cualquier daño y organizar las reparaciones. De momento, la fuerte estructura resistía bastante bien. Para los huéspedes fue una experiencia horrible ver cómo una gigantesca ola llegaba a la altura del décimo piso y rompía contra una esquina del hotel… y a continuación escuchar el gemido de los cables de amarre sometidos a la máxima tensión y el crujido de la estructura, que se retorcía en las uniones remachadas.