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Ya se disponía a dar la orden de llenar los tanques de lastre al máximo, cuando el viento empezó a amainar bruscamente. Al cabo de media hora casi había desaparecido del todo y el sol iluminó el hotel con toda su fuerza. Las personas que se encontraban en la sala de baile y el cine prorrumpieron en vítores, convencidos de que lo peor ya había pasado.

Morton no se engañaba. Había disminuido el viento pero el mar seguía revuelto. Miró a través de las ventanas manchadas de sal y vio la pared gris del huracán que se elevaba hasta perderse en el cielo. La tormenta pasaba directamente sobre ellos y ahora mismo acababan de entrar en el ojo. Lo peor aún estaba por llegar.

Dispuesto a aprovechar las pocas horas de calma antes de que acabara de pasar el ojo, Morton llamó a todo el personal de mantenimiento y todos los hombres aptos. Los organizó en grupos de trabajo y los envió a reparar los daños y a reforzar las ventanas de los niveles inferiores, que amenazaban con ceder en cualquier momento. Trabajaron heroicamente y muy pronto sus esfuerzos dieron resultado: bajó el nivel del agua y las bombas comenzaron a ganarle la carrera a las filtraciones.

Morton tenía claro que sólo habían conseguido un alivio que se mantendría mientras estuvieran dentro del ojo, pero era vital mantener la moral y asegurarles a todos que tenían una oportunidad de salvar la vida, aunque él mismo no lo creyera.

Regresó a su despacho y se puso a mirar las cartas marinas de la costa de la República Dominicana, en un intento por adivinar dónde podía tocar tierra el Ocean Wanderer. Con un poco de suerte podrían acabar en alguna de las numerosas playas, pero la mayoría eran demasiado pequeñas, e incluso había algunas que las habían hecho volando la roca con dinamita para construir hoteles. Sus cálculos más optimistas señalaban que tenían un noventa por ciento de probabilidades de chocar contra las rocas, formadas a partir de la lava volcánica millones de años atrás.

Tampoco se le ocurría la manera de sacar a más de mil personas de un hotel encallado y transportarlas sanas y salvas hasta tierra firme mientras eran castigados por unas olas gigantescas.

No parecía haber ninguna manera de evitar un terrible destino. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan impotente. Se frotaba los ojos inyectados en sangre cuando el encargado de comunicaciones entró como una tromba en el despacho.

– ¡Señor Morton, vienen a ayudarnos! -gritó.

Morton lo miró, desconcertado por la sorpresa.

– ¿Un barco de rescate?

El hombre sacudió la cabeza.

– No, señor, un helicóptero.

El optimismo de Morton se apagó en el acto.

– ¿De qué nos sirve un helicóptero?

– Han avisado por radio que bajarán a dos hombres en la azotea.

– Imposible.

Entonces se dio cuenta de que sería posible mientras estuvieran en el ojo del huracán. Pasó junto al encargado de comunicaciones, entró en su ascensor privado y subió hasta la terraza. En cuanto se abrieron las puertas y salió a la terraza, se quedó boquiabierto al ver que no quedaba nada de todo el complejo deportivo, excepto la piscina. Pero el golpe más duro fue comprobar que habían desaparecido los botes salvavidas.

Ahora que tenía una visión completa del ojo del huracán, contempló impresionado la malévola belleza de aquel monstruo de la naturaleza. Después miró directamente hacia arriba y vio un helicóptero color turquesa con la palabra NUMA pintada en el fuselaje que descendía. El aparato se detuvo a unos seis metros de la terraza para bajar con sendos cables a dos hombres vestidos con monos turquesas y cascos a juego. En cuanto se desengancharon, uno de los tripulantes del helicóptero bajó dos grandes bultos envueltos en plástico naranja. Los hombres desengancharon los bultos y señalaron que estaba todo despejado.

El tripulante recogió los cables y se despidió levantando el pulgar mientras el helicóptero comenzaba a subir. Al ver a Morton, los dos visitantes se le acercaron cargados con los voluminosos bultos, que no parecían pesarles.

El más alto de los dos se quitó el casco. Tenía los cabellos negros, con unas pocas canas en las sienes. Su rostro mostraba las huellas de una vida en los elementos y sus ojos, de un color verde opalino, con las típicas arrugas de la risa en las comisuras, parecieron taladrar el cerebro de Morton.

– Por favor, llévenos con el señor Hobson Morton -dijo, con una voz tranquila que sonó extraña dadas las circunstancias.

– Yo soy Morton. ¿Quién es usted y por qué está aquí?

– Me llamo Dirk Pitt. -Se quitó el guante y le tendió la mano-. Soy el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency. -Señaló al hombre bajo con los cabellos rizados y grandes cejas, que parecía ser un descendiente de un gladiador romano-. Éste es mi segundo, Al Giordino. Hemos venido para preparar el remolque del hotel.

– Me avisaron que los remolcadores de la compañía no podían salir del puerto.

– No se trata de los remolcadores de la Odyssey, sino de un barco de investigación científica de la NUMA capaz de remolcar una nave del tamaño de su hotel.

Dispuesto a cogerse de un clavo ardiente, Morton invitó a Pitt y Giordino a entrar en el ascensor y los escoltó hasta su despacho.

– Les pido disculpas por el recibimiento -dijo. Los invitó a sentarse-. No me avisaron que vendrían.

– No tuvimos mucho tiempo para prepararnos -respondió Pitt, sin darle importancia-. ¿Cuál es la situación actual?

– Bastante mala. -Morton sacudió la cabeza-. Las bombas apenas si consiguen achicar el agua, la estructura amenaza con ceder en cualquier momento, y en cuanto choquemos contra las rocas en la costa dominicana… -hizo una pausa y se estremeció-… morirán unas mil personas, incluidos ustedes dos.

El rostro de Pitt se convirtió en un trozo de granito.

– No vamos a chocar contra las rocas.

– Necesitaremos la ayuda de su personal de mantenimiento para enganchar el hotel a nuestro barco -manifestó Giordino.

– ¿Dónde está ese barco? -preguntó Morton, con un tono que reflejó sus dudas.

– El radar de nuestro helicóptero lo ha situado a menos de cincuenta kilómetros de aquí.

Morton miró a través de la ventana la terrible pared que encerraba el ojo del huracán.

– Su barco no tendrá tiempo de llegar hasta aquí antes de que nos vuelva a pillar la tormenta.

– El Centro de Huracanes de la NUMA dice que el ojo tiene un diámetro de noventa kilómetros y que se mueve a una velocidad de treinta kilómetros por hora. Con un poco de suerte, conseguirá llegar aquí a tiempo.

– Dos horas para encontrarse con nosotros y una para la maniobra de enganche -dijo Giordino, que consultó su reloj.

– Si no me equivoco -manifestó Morton con tono grave-, hay que discutir el tema del salvamento marítimo.

– No hay nada que discutir -replicó Pitt, irritado ante la demora-. La NUMA es un organismo del gobierno norteamericano dedicado a la investigación oceánica. No somos una compañía de salvamento. Aquí no se trata de que, si no paga, no hay servicio. Si tenemos éxito, nuestro jefe, el almirante James Sandecker, no le cobrará a su jefe, el señor Specter, ni un puñetero centavo.

– Si me permite un añadido -dijo Giordino con una amplia sonrisa-, al almirante le encantan los puros.

Morton miró a Giordino. No sabía cómo tratar con estos hombres que habían caído del cielo sin más y le habían informado tranquilamente que iban a salvar el hotel y a todos los ocupantes. No tenían pinta de ser sus salvadores, pero cedió.

– Por favor, caballeros, díganme qué necesitan.