– Nos harán falta todos los bidones que tenga.
Brown se volvió hacia los cuatro hombres que formaban su grupo de mantenimiento.
– Id a buscar todos los bidones vacíos y vaciad el resto lo más rápido que podáis.
– A medida que usted y sus hombres vayan desenrollando los cables -explicó Pitt-, quiero que aten un bidón cada seis metros. Si conseguimos mantener a flote los cables, entonces los podremos arrastrar hasta el Sea Sprite.
– Eso está hecho -afirmó Brown.
– Si antes se partieron cuatro cables de amarre -interrumpió Morton-, ¿qué le hace pensar que dos bastarán para soportar el esfuerzo?
– Para empezar -respondió Pitt con gran paciencia-, la tormenta ha amainado mucho. En segundo lugar, los cables son más cortos, así que la tensión será menor. Por último, remolcaremos al hotel por la manga más angosta. Cuando estaba amarrado, fue la fachada la que recibió todo el embate de la tormenta. -Sin darle tiempo a Morton para una réplica, se volvió hacia Brown-. Necesito que un buen mecánico se encargue de colocar ojetes en los extremos de los cables, para poder sujetarlos en los norayes del Sea Sprite.
– Yo mismo me encargaré de hacerlo -dijo Brown-. Espero que tenga un plan para transportar los cables hasta el barco. No irán flotando solos, y mucho menos con este mar.
– Ésa es la parte más divertida -contestó Pitt-. Necesitaremos dos o tres centenares de metros de soga de poco diámetro, pero con la resistencia de un cable de acero.
– Tengo dos carretes de ciento cincuenta metros de soga Falcron en el almacén. Es delgada, ligera y con la resistencia suficiente para levantar un tanque Patton.
– Ate un carrete en el extremo de cada cable.
– Me parece lógico utilizar la soga Falcron para llevar los cables hasta el barco, pero… ¿cómo pretenden llegar hasta allí?
Pitt y Giordino intercambiaron una mirada.
– Esa será nuestra tarea -declaró Pitt, con una sonrisa severa.
– Espero que no tarden mucho más -manifestó Morton con un tono lúgubre, al tiempo que señalaba a través de la ventana-. El tiempo es un bien escaso para nosotros.
Como si fuesen espectadores en un partido de tenis, todos se volvieron al mismo tiempo. La línea de la costa estaba a poco más de tres kilómetros, y hasta donde alcanzaban a ver en ambas direcciones, las olas rompían con una fuerza tremenda contra lo que parecía ser una interminable pared de roca.
En la sala de los equipos de aire acondicionado, ubicada en una de las esquinas del edificio, Pitt distribuyó en el suelo el contenido del bulto que había llevado. Primero se vistió con el traje de neopreno, de pantalón y manga corta. Prefería ese traje más sencillo para la tarea que tenía por delante porque la temperatura del agua era alta y no veía la necesidad de un traje más pesado. También disfrutaba con la libertad de movimientos que le daba tener los brazos y las piernas en contacto directo con el agua por debajo de los codos y las rodillas. A continuación se sujetó a la espalda el compensador de flotación, y se colocó la máscara Scuba Pro. Se abrochó el cinto de lastre y verificó el funcionamiento del cierre.
Acabada esta parte, se sentó en el suelo para que uno de los hombres de mantenimiento lo ayudara a colocar en posición el respirador de circuito cerrado. Giordino y él habían decidido que los respiradores de circuito cerrado les darían más libertad de movimiento que las voluminosas botellas de aire. Lo mismo que en los equipos normales, el buceador respira el aire de la botella a través de un regulador, pero el aire exhalado va a un recipiente donde se elimina el dióxido de carbono y se añade oxígeno. La unidad SIVA55 que utilizaban había sido diseñada para las operaciones submarinas secretas de la inteligencia naval.
El último paso fue comprobar el funcionamiento del equipo de comunicación submarina de Ocean Technology Systems. El receptor estaba sujeto a la correa de la máscara.
– Al, ¿me escuchas?
Giordino, que en esos momentos realizaba el mismo procedimiento en la esquina opuesta del hotel, respondió con una voz que parecía estar envuelta en algodones.
– Todas las palabras.
– Vaya, suenas muy coherente.
– Si vas a criticarme, renuncio ahora mismo y me voy al bar.
Pitt sonrió ante el imbatible sentido del humor de su amigo. Si había alguien en quien podía confiar con los ojos cerrados, era Giordino.
– Listo cuando tú digas.
– Di cuándo.
– Señor Brown…
– Emlyn.
– De acuerdo. Emlyn, que sus hombres estén junto a los cabrestantes hasta que les demos la señal de que suelten los cables y los bidones.
Brown le contestó desde la sala donde estaban los enormes cabrestantes con los cables de amarre.
– No tiene más que decirlo.
– Mantenga los dedos cruzados -dijo Pitt, mientras se calzaba las aletas.
– Que Dios los bendiga, y buena suerte -manifestó Brown.
Pitt le hizo un gesto a uno de los hombres de Brown, que estaba junto a uno de los carretes con la soga de Falcron. Era bajo y fornido e insistía en que lo llamaran Critter.
– Suéltela poco a poco. Si nota la más mínima tensión, suelte un poco más rápido o frenará mi avance.
– La soltaré con suavidad -le aseguró Critter.
Luego Pitt llamó al Sea Sprite.
– Paul, ¿estás preparado para recoger las sogas?
– En el momento en que me las entregues.
La voz firme de Barnum sonó con toda claridad en el receptor de Pitt. Sus palabras eran transmitidas por un transductor que había mandado sumergir en la popa de la nave.
– Al y yo sólo podemos arrastrar unos sesenta metros de soga por debajo del agua. Tendrás que acercarte para llegar hasta nosotros.
Barnum y Pitt sabían que cualquiera de las gigantescas olas podía empujar al Sea Sprite contra el hotel y enviarlos a pique. Sin embargo, Barnum no vaciló en jugárselo todo a una carta.
– De acuerdo, allá vamos.
Pitt hizo un lazo con la soga y se lo enganchó como un arnés. Se puso de pie e intentó abrir la puerta que daba a un pequeño balcón a unos seis metros del agua, pero la fuerza del viento la empujaba desde el otro lado. Antes de que pudiera pedir ayuda, Critter apareció a su lado.
Empujaron con todas sus fuerzas. En cuanto consiguieron abrirla un poco, el viento se coló por la grieta y lanzó la puerta contra las bisagras como si la hubiese coceado una mula. El hombre del hotel recibió el embate del viento y acabó lanzado hacia atrás como el proyectil de una catapulta.
Pitt consiguió mantenerse de pie, bien sujeto al marco. Pero en cuanto vio que una enorme ola venía hacia él, saltó por encima de la barandilla y se arrojó al agua.
Lo peor de la furia había pasado. El ojo del huracán estaba muy lejos y el Ocean Wanderer había sobrevivido a los coletazos finales de Lizzie. El viento había amainado hasta los setenta kilómetros y la altura de las olas rondaba los diez metros. Aunque la superficie del mar distaba mucho de estar calmada, al menos ya no mostraba la cólera anterior. El huracán Lizzie se movía hacia el oeste para continuar con su macabra obra de destrucción y muerte en la República Dominicana y Haití antes de entrar en el mar Caribe. En veinticuatro horas el mar recuperaría la calma después de soportar la tormenta más terrible de la historia.
El choque de las olas contra la costa parecía cada vez más cercano con el paso de los minutos. El hotel había derivado hacia la orilla hasta una distancia desde la cual los centenares de huéspedes y empleados veían las enormes nubes de espuma que se levantaban cuando las olas rompían en los rocosos acantilados. Se estrellaban con la misma fuerza de una avalancha. Las nubes de espuma giraban en el aire cuando se encontraban con el reflujo de la ola anterior. La muerte estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia, y la velocidad de deriva del Ocean Wanderer era de aproximadamente un kilómetro y medio por hora.