En la torre de guardia, Sinón asesinó a los dos centinelas que dormían. El aqueo, que no tenía la intención de abrir la puerta por sí mismo -hacían falta ocho hombres fornidos para levantar la gruesa tranca de madera que sujetaba las hojas de la puerta, de veinte codos de altura-, se asomó para hablar con Ulises.
– Los centinelas están muertos y los pobladores están borrachos o dormidos -le informó en voz baja-. No hay mejor momento que éste para echar abajo la puerta.
Ulises ordenó rápidamente a los hombres que cargaban con el inmenso tronco que levantaran un extremo y lo apoyaran en la pequeña rampa que llevaba al interior del caballo. Mientras un equipo empujaba desde atrás, otro grupo de aqueos subió a la estructura y lo levantaron hasta situarlo debajo del techo triangular. En cuanto lo tuvieron dentro, lo izaron con las eslingas hasta que quedó colgado en el aire. Los troyanos no habían sospechado ni por un momento que el caballo, tal como lo había concebido Ulises, no era un caballo sino un ariete.
En el interior de la construcción, los hombres llevaron hacia atrás el tronco hasta donde lo permitían las cuerdas y después lo impulsaron hacia delante.
La punta de bronce sujeta al extremo del tronco golpeó la puerta de madera con un ruido sordo y lo hizo con tanta fuerza que se sacudieron las bisagras, aunque sin conseguir abrirla. Una y otra vez el ariete se estrelló contra la gruesa puerta. Con cada golpe la madera se rajaba un poco más, pero no cedía. Los aqueos tenían miedo de que algún troyano escuchara los golpes, se asomara a la muralla, y al ver al ejército enemigo alertara a los guerreros, que dormían la mona después de la prematura celebración. Sinón, que no había abandonado la torre de guardia, también se mantenía alerta ante la posibilidad de que se acercara alguien atraído por el estruendo, pero aquellos que aún estaban despiertos lo habían atribuido a los truenos de alguna tormenta lejana.
Sin decirlo, ya todos pensaban que no conseguirían sus propósitos cuando de pronto se rompió una de las bisagras. Ulises arengó a su grupo del interior del ariete para que redoblaran los esfuerzos; él mismo sujetó el tronco y unió sus fuerzas al golpe. Los guerreros tomaron ejemplo y lanzaron el ariete contra la puerta con todas sus fuerzas.
Por un momento pareció que el tremendo embate no había hecho mella en la formidable puerta, pero luego los aqueos contuvieron el aliento cuando se inclinó sobre la bisagra restante para después desprenderse con un quejumbroso quejido y caer hacia el interior sobre el pavimento de piedra. El golpe sonó como un trueno.
El ejército aqueo entró en Ilión como una manada de lobos famélicos que aullaran al oler las presas. Los guerreros ocuparon las calles como una marea incontenible. La frustración que ardía en sus pechos después de diez semanas de continuos combates sin haber conseguido otra cosa que ver cómo morían sus camaradas, se transformó en una sanguinaria sed de venganza. Nadie se halló a salvo de sus lanzas y espadas. Entraron en las casas, mataron a los hombres, saquearon todo lo que podía tener algún valor, capturaron a las mujeres y los niños y después incendiaron todo.
La hermosa Casandra se refugió en el templo, en la falsa creencia de que en el recinto sagrado estaría a salvo. Pero Áyax no paró mientes en ello: violó a Casandra tras la estatua de la diosa. Más tarde, en un ataque de remordimiento, se suicidó.
Los guerreros troyanos no fueron rivales para los feroces aqueos. Se levantaron como pudieron de sus camas, todavía borrachos, y fueron muertos antes de que pudieran darse cuenta del todo de lo que estaba pasando. No había nadie que pudiera hacer frente a un ataque de semejante ferocidad. Nadie era capaz de contener aquella ola que lo arrasaba todo. La sangre corría por las calles como un torrente. Los troyanos que consiguieron empuñar las armas murieron sin llegar a utilizarlas. Mientras agonizaban vieron cómo ardían sus casas y cómo los invasores se llevaban a sus familias, escucharon entre estertores los alaridos de sus esposas y los llantos de sus hijos por encima de los aullidos de un millar de perros callejeros.
El rey Príamo, sus cortesanos y guardias fueron asesinados a sangre fría. A su esposa, Hécuba, se la llevaron como esclava. El palacio fue saqueado a conciencia: los aqueos arrancaron las láminas de oro de las columnas y los techos y se llevaron los hermosos tapices y el mobiliario antes de que las llamas arrasaran lo que había sido un magnífico interior.
Ni un solo aqueo empuñaba una lanza o una espada que no estuviese tinta en sangre. Era como si una manada de lobos hubiese entrado en un corral de ovejas. Los ancianos tampoco se salvaron de la matanza: los asesinaron como si fuesen conejos, demasiado aterrorizados para moverse o demasiado enfermos para escapar.
Los héroes de guerra troyanos fueron cayendo uno tras otro hasta que no quedó ninguno para empuñar una lanza contra los aqueos sedientos de sangre. En las casas incendiadas, sus cadáveres se consumían allí donde habían caído cuando luchaban por defender a sus seres queridos y sus posesiones.
Los aliados de los troyanos -los tracios, los licios, los misianos y los cícicos- lucharon con bravura, pero cayeron ante la superioridad numérica. Las amazonas, las orgullosas guerreras que combatían codo a codo con el ejército troyano, hicieron honor a su fama y mataron a un gran número de invasores antes de ser aniquiladas.
Hasta la más pobre de las viviendas era pasto de las llamas, que iluminaban el cielo mientras los aqueos continuaban entregados a su orgía de sangre y fuego. El horrible espectáculo parecía destinado a no acabar mientras quedara alguien vivo.
Por fin los aqueos, consumida su furia y agotados después de tantos excesos, comenzaron a abandonar la ciudad incendiada para dirigirse a sus naves cargados con el botín y con los desgraciados prisioneros, fuertemente vigilados. Las mujeres cautivas, transidas de dolor por la muerte de sus maridos, lloraban con desesperación mientras llevaban a sus hijos hacia la costa, conscientes de que acabarían todos convertidos en esclavos en el país de los aqueos y sus aliados. Era lo establecido en la época brutal en la que vivían y, por aborrecible que fuera, acabarían por aceptar su destino. Algunas se convertirían en esposas de sus captores, les darían hijos y disfrutarían de una vida larga y provechosa. Otras no tardarían en morir como consecuencia de los malos tratos y los abusos. No hay ningún documento que relate lo que les sucedió a los hijos.
El horror no acabó con la marcha de los invasores. Muchos de los que no habían muerto atravesados por una lanza o una espada, morían ahora en las casas incendiadas. Los techos en llamas se hundían y en su caída aplastaban a los desgraciados que no habían conseguido salir. El resplandor del fuego iluminaba las terribles escenas que se vivían en toda la ciudad. Las columnas de chispas y cenizas se mezclaban con las nubes que llegaban desde el mar y que se teñían de rojo y naranja en su paso por encima de la ciudadela. Era una atrocidad que se repetiría infinidad de veces en el transcurso de los siglos.
Varios cientos de personas consiguieron salvarse de la muerte y la destrucción al buscar refugio en los bosques cercanos, donde permanecieron escondidas hasta que la flota aquea desapareció más allá del horizonte, con rumbo al nordeste. Poco a poco los supervivientes troyanos regresaron a lo que había sido una gran ciudad, y se encontraron con que detrás de las enormes murallas no quedaban más que ruinas humeantes que apestaban con el repugnante hedor de la carne quemada.
Incapaces de emprender la tarea de reconstruir sus hogares, emigraron a otras tierras para edificar una nueva ciudad. Pasaron los años, y las cenizas de los escombros fueron arrastradas por la brisa marina a través de la llanura mientras el polvo sepultaba poco a poco las calles adoquinadas y las murallas.
Con el tiempo volvieron a levantar la ciudad, pero nunca más alcanzó la gloria pasada. Después sucumbió de nuevo como consecuencia de los terremotos, las sequías y la peste y permaneció desierta durante dos mil años. Pero su fama volvió a brillar con todo su esplendor cuando, setecientos años más tarde, un escritor llamado Homero escribió los vividos relatos de la guerra de Troya y del viaje de Ulises, el héroe griego.