Las miradas de todos iban alternativamente de la costa al Sea Sprite, que cabalgaba las olas como un pato cebado a unos pocos centenares de metros.
Cubierto de pies a cabeza con un chubasquero amarillo, Barnum soportaba el aguacero y el viento junto a la grúa instalada en popa. Miraba el lugar de la cubierta donde había estado el gran cabrestante y pensó en lo útil que habría sido en esos momentos. Pero tendría que apañarse con lo que había. No podían hacer otra cosa que sujetar los cables manualmente.
Protegido parcialmente por el armazón de la grúa, Barnum hizo caso omiso del viento y miró a través de los prismáticos la base del Ocean Wanderer. Él y cuatro miembros de la tripulación habían enganchado los arneses de seguridad a la barandilla, para evitar que alguna ola los arrojara por encima de la borda. Vio a Pitt y Giordino en el momento en que saltaban al agua y desaparecían debajo de la superficie. Apenas si veía a los hombres que permanecían junto a las puertas, azotadas por las olas, y se encargaban de soltar la soga Falcron roja que arrastraban los buceadores por debajo de las olas.
– Lanzad un par de boyas -ordenó, sin apartar los prismáticos- y preparad los bicheros.
El capitán rogó para sus adentros no tener que llegar al extremo de emplear los bicheros si se daba el caso de que los buceadores perdieran el conocimiento. Habían acoplado unos tubos de aluminio suplementarios para que los ástiles alcanzaran una longitud de diez metros.
Permanecieron expectantes aunque sin mucha fe, sin poder ver a Pitt o Giordino bajo el mar revuelto ni seguir el rastro de las burbujas, dado que el respirador de circuito cerrado no expulsaba al exterior la respiración del submarinista.
– Paren máquinas -ordenó.
– ¿Ha dicho paren máquinas, capitán? -replicó el jefe de máquinas desde las entrañas de la nave.
– Sí, hay unos buceadores que traen las sogas. Tenemos que dejar que el mar nos lleve hacia la orilla y acortar la distancia para que ellos puedan llegar con las sogas.
Volvió a mirar a través de los prismáticos la costa asesina, que parecía estar acercándose con una tremenda rapidez.
Después de nadar unos treinta metros desde el hotel, Pitt emergió durante unos segundos para orientarse. La mole del Ocean Wanderer, empujada inexorablemente por el viento y las olas hacia la costa, se levantaba en la superficie como un rascacielos en Manhattan. Alcanzó a ver al Sea Sprite cuando lo levantó una ola. Se balanceaba en el mar a lo que parecía una distancia de más de un kilómetro, pero en realidad estaba a menos de cien metros. Fijó la posición en la brújula antes de sumergirse a una profundidad donde las olas no lo afectaran.
Cada vez le resultaba más difícil avanzar con la soga, porque la resistencia aumentaba con cada palmo que soltaban. Agradeció que la soga de Falcron no fuera pesada o voluminosa, cosa que la habría hecho imposible de manejar. Para moverse con la menor resistencia aerodinámica posible, mantenía la cabeza gacha y las manos unidas detrás de la espalda por debajo del aparato respirador.
Intentaba mantenerse a la profundidad justa para evitar que los senos de las olas perturbaran su avance. Se desorientó en más de una ocasión, pero una rápida mirada a la brújula lo volvió a situar en el rumbo correcto. Movía las aletas con toda la fuerza de las piernas para arrastrar la soga que se le clavaba en el hombro, pero por cada par de metros que avanzaba perdía uno por culpa de la corriente.
Comenzaron a dolerle los músculos de las piernas y su avance perdió impulso. Notaba una cierta confusión mental provocada por el elevado consumo de oxígeno. El corazón le latía cada vez más rápido debido al esfuerzo y se le hacía difícil respirar. No se atrevía a hacer una pausa ante el riesgo de que la corriente le hiciera perder todo lo ganado. No había tiempo para un descanso. Todos los minutos contaban mientras el Ocean Wanderer se veía arrastrado hacia el desastre por un mar implacable.
Tras otros diez minutos de esfuerzo máximo, sus fuerzas empezaron a disminuir. Notó que su cuerpo estaba a punto de rendirse. La mente lo urgía a echar el resto, pero había un límite al esfuerzo de los músculos. Impulsado por la desesperación comenzó a bracear en un intento por aliviar la tarea de las piernas, que notaba cada vez más entumecidas.
Se preguntó si Giordino estaría pasando por el mismo trance, pero sabía que Al preferiría morir antes que renunciar, cuando estaban en juego las vidas de tantas mujeres y niños. Además, su amigo era fuerte como un toro. Si había alguien capaz de nadar a través de un mar arbolado con una mano atada a la espalda, ese era Al.
Pitt no desperdició el aliento en comunicarse con su amigo para saber cómo estaba. Hubo momentos en que lo dominó la angustia al pensar que no lo conseguiría, pero fue capaz de apartar el derrotismo y apeló a sus reservas interiores para seguir adelante.
Casi no podía respirar. El peso cada vez mayor de la soga semejaba una manada de elefantes que intentara arrastrarlo en la dirección opuesta. Comenzó a recordar los viejos anuncios de Charles Atlas, el hombre más fuerte del mundo, que arrastraba una locomotora. Ante la posibilidad de que se estuviera desviando de su objetivo, miró de nuevo la brújula. Milagrosamente, había conseguido nadar en línea recta hacia el Sea Sprite.
La nube negra del agotamiento total comenzaba a asomar en su visión periférica, cuando escuchó una voz que decía su nombre.
– Sigue, Dirk -gritó Barnum en su auricular-. Te vemos debajo del agua. ¡Sube!
Pitt obedeció la orden y salió a la superficie.
– ¡Mira a tu izquierda!
Pitt se volvió. A menos de tres metros había una boya sujeta a un cabo que llevaba hasta el Sea Sprite. No se molestó en responder. Le quedaban fuerzas para cinco brazadas, y las entregó a la causa. Con un alivio físico que nunca había experimentado antes, cogió el cabo, se lo pasó por debajo del brazo y tiró para que la boya quedara bien sujeta contra la espalda.
Se relajó mientras Barnum y sus hombres lo subían por la popa. Cuando estaba a media altura, engancharon el cabo con el bichero a un metro por detrás de Pitt y acabaron de subirlo con mucho cuidado hasta la cubierta.
Pitt levantó las manos y Barnum le quitó rápidamente el lazo del hombro y lo enganchó en el cabrestrante, junto con la soga que había llevado Giordino. Dos tripulantes se encargaron de quitarle la máscara y el respirador. Absorbió afanosamente el aire salobre con los ojos cerrados y cuando los abrió se encontró mirando el rostro sonriente de Al.
– Lentorro -murmuró Giordino, que también estaba al límite del agotamiento-. He subido a bordo casi dos minutos antes que tú.
– Tengo suerte de estar aquí -respondió Pitt entre jadeos.
Ahora que eran simples espectadores, se sentaron en la cubierta con la espalda contra la borda, que los protegía del agua que barría la cubierta, y esperaron a que les disminuyeran los latidos y la respiración volviera al ritmo normal. Observaron mientras Barnum le daba la señal a Brown, y los bidones que sostenían los cables de amarre invisibles debajo de la superficie comenzaban a asomar. El cabrestante se puso en marcha, se tensó la delgada soga de Falcron y los bidones se movieron. Los cables colgados de los flotadores de acero se agitaban al impulso de la corriente como serpientes rabiosas. Al cabo de diez minutos, los primeros bidones golpearon contra el casco.
La grúa los levantó hasta la cubierta de popa junto con los extremos de los cables. La tripulación se apresuró a unirlos con los grilletes, que pasaron por los ojetes colocados por Brown. Luego, con la ayuda de Pitt y Giordino, que ya se habían recuperado del esfuerzo, los engancharon en la gran bita montada delante de la grúa.