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– ¿Preparado para el remolque, Ocean Wanderer? -preguntó Barnum, con la respiración agitada.

– Todo lo que se puede estar -respondió Brown.

Barnum llamó al jefe de máquinas.

– ¿Todo preparado en la sala de máquinas?

– Sí, capitán -contestó una voz con un fuerte acento escocés.

A continuación llamó al primer oficial en el puente:

– Señor Maverick, controlaré la maniobra desde aquí.

– Recibido, capitán. Es todo suyo.

Barnum se acercó a la consola de control montada delante de la grúa. Separó las piernas para mantener el equilibro, sujetó las palancas cromadas de los aceleradores y los movió suavemente hacia delante, al tiempo que giraba un poco la cabeza para mirar el hotel, que con su tamaño hacía que el Sea Sprite pareciera un barco de juguete.

Pitt y Giordino permanecían uno a cada lado de Barnum. Todos los miembros de la tripulación y el equipo de científicos estaban en una de las alas del puente sin preocuparse de la lluvia, en el más absoluto silencio y con las miradas fijas en el Ocean Wanderer. Los dos grandes motores magnetohidrodinámicos no transmitían su potencia a unos ejes conectados a las hélices; generaban una energía que bombeaba el agua a través de unas turbinas para propulsar el barco. En lugar de la típica masa de agua verde batida por las palas de las hélices a popa, en la superficie solo se veían dos chorros que parecían tornados horizontales.

La popa del Sea Sprite se hundió un poco y todo el barco se sacudió por el esfuerzo del remolque, la fuerza del viento y el embate de las olas. Comenzó a colear, pero Barnum ajustó rápidamente el ángulo de los propulsores, y el barco se enderezó. Durante unos minutos que se hicieron eternos no se apreció ningún cambio. El hotel parecía empeñado en continuar su viaje hacia una muerte segura.

Bajo cubierta, las máquinas no sonaban como motores dieseclass="underline" las bombas que suministraban la potencia para las turbinas aullaban como endemoniadas. Barnum observó con preocupación los instrumentos que registraban el funcionamiento de los motores.

Pitt se acercó a Barnum, que tenía las manos blancas por la fuerza que hacía en las palancas mientras las empujaba hasta los topes, como si quisiera llevarlas todavía más allá.

– No sé hasta cuándo aguantarán los motores -gritó Barnum para hacerse escuchar por encima del ruido del viento y el aullido que llegaba desde la sala de máquinas.

– Exprímelos al máximo -dijo Pitt con un tono glacial-. Si revientan, asumo la responsabilidad.

Barnum era el capitán del barco, pero Pitt estaba muy por encima de él en la jerarquía de la NUMA.

– Vaya consuelo que me das -replicó Barnun-. Si revientan, acabaremos destrozados contra las rocas.

Pitt lo miró con una sonrisa que era dura como el granito.

– Ya nos preocuparemos cuando llegue el momento.

Para aquellos que estaban a bordo del Sea Sprite, el empeño parecía cada vez inútil con el paso de los minutos. Parecía como si una mano lo tuviese inmovilizado en el agua.

– ¡Vamos, hazlo! -le suplicó Pitt al Sprite-. ¡Tú puedes hacerlo!

En el hotel, la angustia de los pasajeros comenzó a dar paso al pánico a medida que contemplaban horrorizados la furia de las olas contra las rocas más cercanas, en una catastrófica exhibición de surtidores de agua y espuma. El terror se multiplicó cuando un súbito temblor indicó que la parte más baja del edificio había golpeado contra el fondo. Nadie corrió hacia las salidas, como en el caso de un incendio o un terremoto. No había lugar alguno al que huir. Saltar al agua era algo más que un simple acto de suicidio: significaba una muerte lenta y dolorosa, ya fuera por ahogamiento o descuartizado contra las afiladas piedras de lava volcánica.

Morton recorría las salas, en un intento por calmar y dar ánimos a los huéspedes y el personal, pero eran muy pocos quienes le prestaban atención. Se sentía dominado por un profundo sentimiento de frustración. Una mirada a través de las ventanas era más que suficiente para acabar con el coraje de cualquiera. Los niños lloraban al ver el miedo reflejado en los rostros de los padres. Algunas mujeres lloraban, otras gemían y había quienes mantenían una expresión pétrea. La mayoría de los hombres se tragaban el miedo y abrazaban a sus seres queridos, al tiempo que procuraban mostrarse valientes.

El batir de las olas contra las rocas sonaba como una descarga de artillería, pero para muchos era el redoble de los tambores en un desfile fúnebre.

En el puente de mando del Sprite, Maverick vigilaba el indicador de velocidad digital. Los números rojos marcaban cero. Vio los cables fueran del agua con los bidones colgados como las escamas de un monstruo marino. No era el único que rezaba para sus adentros que el barco se moviera. Miró las lecturas del GPS, que marcaban la posición exacta de la unidad con un margen de error mínimo. Los números permanecían estáticos.

Luego miró a través de la ventana hacia popa, donde Barnum estaba rígido como una estatua con las manos en los mandos de la consola, y después al Ocean Wanderer, castigado por las olas. Echó una ojeada al anemómetro digital y vio que la velocidad del viento se había reducido considerablemente en la última media hora. Ya es algo, murmuró para sí. Entonces, cuando miró de nuevo el GPS, vio que los números habían cambiado.

Se frotó los ojos para asegurarse de que no se había imaginado el cambio. No había ninguna duda con respecto al mismo. A continuación miró el indicador de velocidad. El último dígito de la derecha oscilaba entre cero y un nudo.

Permaneció como aturdido, dominado por el deseo de creer lo que estaba viendo sin tener muy claro que aquello no era el producto del deseo de que ocurriera un milagro. Pero el indicador de velocidad no mentía. Había un movimiento hacia delante, por minúsculo que fuese. Maverick cogió un megáfono y salió al exterior del puente.

– ¡Se mueve! -gritó, con entusiasmo rabioso-. ¡Se mueve!

Nadie respondió a su anuncio; era demasiado pronto para cantar victoria. El movimiento a través de las grandes olas era inapreciable para el ojo desnudo, tan mínimo que no se podía apreciar. Solo tenían la palabra de Maverick. Transcurrieron unos minutos de angustia mientras se esperaba la confirmación. Entonces Maverick volvió a gritar:

– ¡Un nudo! ¡Nos estamos moviendo a un nudo!

No era una ilusión. Con la lentitud de un caracol, se hizo evidente que la distancia entre el Ocean Wanderer y las rompientes se iba ampliando poco a poco.

Ese día no habría desastre ni muerte en las rocas.

13

El Sea Sprite tiraba de los cables de amarre y avanzaba con los motores funcionando a una velocidad de rotación que superaba todos los límites imaginados por sus diseñadores. Ninguno de los que se encontraban en la cubierta de popa miraba la costa asesina o el hotel. Todas las miradas estaban fijas en la bita y en los grandes cables que crujían, sometidos a la máxima tensión. Si se partían, se habría acabado el espectáculo. No habría manera de salvar al Ocean Wanderer y todos aquellos que estaban detrás de las paredes de cristal.

Pero, por inconcebible que resultara para todos, los grandes cables aguantaban, tal como había calculado Pitt.

Muy lentamente, de forma casi inapreciable, el barco de la NUMA alcanzó una velocidad de dos nudos, con las cubiertas barridas de proa a popa por grandes nubes de espuma. Solo después de remolcar el hotel a algo más de tres kilómetros de distancia de la costa, Barnum redujo la aceleración para dar un respiro a los recalentados motores. El peligro fue disminuyendo con cada palmo que ganaban, hasta que los escollos y el mar se quedaron sin la catástrofe que hasta entonces parecía inevitable.