Los tripulantes del Sea Sprite agitaban los brazos en respuesta a los huéspedes del Ocean Wanderer, que saludaban y vitoreaban detrás de los cristales. Desaparecido el peligro, el pánico dio paso a una alegría desbordante. Morton ordenó abrir las bodegas y el champán corrió a raudales por todo el hotel. Para los huéspedes y el personal, él era el héroe del día. Todos lo rodeaban y le agradecían sus esfuerzos por salvarlos de una muerte horrible, aunque no fuera exactamente la verdad.
Se escabulló discretamente del jolgorio para volver a su despacho y sentarse a su mesa, agotado y feliz. Mientras se relajaba, su mente se centró en su futuro. Aunque detestaba abandonar su posición como director general del Ocean Wanderer, sabía que cualquier relación con Specter era cosa del pasado. No podía volver a trabajar para un misterioso personaje que había abandonado a su suerte a tantas personas que eran fundamentalmente su responsabilidad.
Morton pensó a fondo en los pasos que daría. No habría ninguna cadena de hoteles de lujo en todo el mundo que no quisiera contratarlo en cuanto se conociera su papel a la hora de evitar la tragedia. El problema radicaba en cómo dar a conocer sus logros.
No hacía falta ser un Nostradamus para saber que, en cuanto Specter se enterara de que el hotel se había salvado, ordenaría a sus departamentos de publicidad y relaciones públicas que prepararan comunicados para los medios, organizaran conferencias de prensa y entrevistas en la televisión para narrar cómo él, Specter, había dirigido el rescate convirtiéndose en el salvador del hotel y de todos sus ocupantes.
Decidió que debía aprovechar la ventaja y atacar primero. Llamó a un viejo compañero de la universidad que tenía una empresa de relaciones públicas en Washington, y le ofreció su versión de la aventura, sin ocultar los méritos de la NUMA y los hombres que habían realizado el remolque, ni olvidarse tampoco de mencionar el heroísmo de Emlyn Brown y el personal de mantenimiento. Así y todo, la descripción que hizo de cómo había manejado la crisis no fue precisamente modesta.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, colgó el teléfono, entrelazó las manos detrás de la nuca y sonrió como el famoso gato de Cheshire. Estaba seguro de que Specter intentaría rebatir su versión, pero en cuanto los medios publicaran la historia junto con las entrevistas a los huéspedes, cualquier réplica serviría de muy poco.
Se bebió otra copa de champán y no tardó en dormirse.
– Dios, nos hemos librado por los pelos -dijo Barnum en voz baja.
– Buen trabajo, Paul -lo felicitó Pitt, que acompañó sus palabras con una palmada en la espalda.
– La velocidad es de dos nudos -gritó Maverick desde la galería del puente a la multitud que vitoreaba en la cubierta.
Había dejado de llover y las olas no llegaban a una altura de tres metros. El huracán Lizzie, al parecer aburrido de amenazar y hundir a las embarcaciones que había encontrado a su paso, descargaba en ese momento su furia en las ciudades y pueblos de la República Dominicana y la vecina Haití. La mayor parte de la población dominicana había sobrevivido a los terribles vientos huyendo al interior del país, y refugiándose en los bosques. El número de muertos no llegaba a los trescientos.
Pero los haitianos, cuyo país es el más pobre de todo el hemisferio occidental, habían talado los árboles para construir sus míseras viviendas y tener leña. Las endebles casuchas no podían protegerlos, y la consecuencia fue que habían muerto casi tres mil antes de que el huracán Lizzie acabara de cruzar la isla y volviera a mar abierto.
– Tendría que darte vergüenza, capitán -dijo Pitt, burlón.
Barnum lo miró desconcertado. Estaba tan agotado física y mentalmente que a duras penas consiguió replicar:
– ¿A qué te refieres?
– Eres el único de la tripulación que no lleva el chaleco salvavidas.
El capitán se miró el chubasquero amarillo y sonrió.
– Tenía tantas cosas en la cabeza que se me olvidó. -Se volvió hacia el puente y habló a través del micrófono-: Señor Maverick…
– ¿Señor?
– El barco es suyo. Tiene el mando.
– Sí, capitán, el puente tiene el mando.
– Bien, caballeros, hoy habéis salvado unas cuantas vidas -dijo Barnum a Pitt y Giordino-. Ha sido un acto de auténtico heroísmo traer los cables hasta el Sea Sprite.
Las expresiones de Pitt y Giordino reflejaron el embarazo que les producía la alabanza. Pitt fue el primero en reaccionar.
– En realidad, no fue nada extraordinario -replicó con un tono divertido-. Otra más de nuestras muchas hazañas.
Barnum no se dejó engañar por la réplica. Conocía a los dos hombres lo bastante bien como para saber que preferirían morir antes que vanagloriarse de lo que habían hecho.
– Allá vosotros si queréis quitaros méritos, pero insisto en que habéis hecho un trabajo de primera. Bueno, basta de charla. Vayamos al puente. No me vendría mal una taza de café.
– ¿No tienes algo más fuerte? -preguntó Giordino.
– Creo que te podré complacer. Me hice con una botella de ron de mi cuñado la última vez que estuvimos en puerto.
– ¿Se puede saber cuándo te casaste? -dijo Pitt.
Barnum se limitó a sonreír como única respuesta y caminó hacia la escalerilla que conducía al puente.
Antes de tomarse su bien merecido descanso, Pitt entró en la sala de comunicaciones y le pidió a Jar que llamara a Dirk y Summer. Después de intentarlo varias veces, Jar sacudió la cabeza.
– Lo siento, señor Pitt. No responden.
– Eso no me hace ninguna gracia -dijo Pitt pensativamente.
– Será consecuencia de algún problema de menor importancia -comentó Jar, sin perder el optimismo-. Es probable que la tormenta estropeara las antenas.
– Confiemos en que eso sea todo.
Pitt fue hasta el camarote del capitán. Barnum y Giordino estaban bebiendo una copa de ron Gosling.
– No hay comunicación con el Pisces -les dijo.
Barnum y Giordino intercambiaron una mirada de preocupación. El tono festivo desapareció en el acto. Después Giordino procuró tranquilizar a Pitt.
– El habitáculo está construido como un tanque. Joe Zavala y yo lo diseñamos. Tiene todos los sistemas de seguridad posibles. Es imposible perforar el casco, y mucho menos a una profundidad de quince metros. Lo construimos para que resistiera a una profundidad de ciento cincuenta.
– Te olvidas de las olas de treinta metros -señaló Pitt-. El Pisces quizá quedó al aire con el paso de un seno, y luego pudo verse arrancado de sus pilotes por la siguiente ola y acabar lanzado contra las rocas. Un impacto de esas características podría romper fácilmente la ventana.
– Es posible -admitió Giordino-, pero no probable. Mandé que hicieran la ventana con un plástico reforzado capaz de resistir el impacto directo de un proyectil de mortero.
Sonó el teléfono de Barnum; era Jar, desde la sala de comunicaciones. El capitán escuchó el mensaje y colgó.
– Hemos recibido un mensaje del capitán de uno de los remolcadores del Ocean Wanderer. Acaban de salir del puerto y esperan estar aquí dentro de hora y media.
Pitt se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas. Midió la distancia entre su actual posición y la equis que marcaba en la carta la posición del Pisces.
– Una hora y media para la llegada de los remolcadores -manifestó con un tono pensativo-. Otra media hora para soltar los cables y ponernos en marcha. Después otras dos horas hasta el habitáculo, quizá menos si navegamos a toda máquina. En total poco más de cuatro horas para llegar al sitio. Rezo a Dios por que los chicos estén bien.