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Pitt y Giordino se vistieron esta vez con trajes enteros, reforzados en las rodillas, los codos y los hombros para protegerlos del filo del coral. También habían decidido utilizar botellas en lugar del respirador de circuito cerrado. Antes de colocarse las máscaras verificaron el funcionamiento de los equipos de comunicación. Luego, con las aletas en una mano, descendieron por la rampa y subieron a la lancha con sus equipos. Mientras se acomodaban, el marinero se encargó de mantener la lancha contra la rampa. Pitt se sentó en el puesto de mando y aceleró los motores en cuanto el marinero soltó las amarras.

Pitt había introducido en el aparato GPS las últimas coordenadas conocidas del Pisces y se dirigió directamente al lugar, que estaba a menos de cuatrocientos metros. Ansioso por llegar hasta allí y asustado por lo que pudiera encontrar, Pitt aceleró al máximo y la embarcación comenzó a planear sobre las olas a una velocidad de casi setenta kilómetros. Cuando los números en la pantalla del GPS le indicaron que estaba cerca, redujo la velocidad al mínimo y dejó que el impulso los llevara hasta el lugar exacto.

– Tendríamos que estar en la vertical -anunció.

No había acabado de decirlo cuando Lelasi se dejó caer por la borda con un suave chapoteo y desapareció en las profundidades. Al cabo de tres minutos salió a la superficie. Se sujetó con una mano del cabo que rodeaba la borda y de un solo envión se subió a la lancha, sin quitarse las botellas de aire.

Giordino observó la hazaña con una expresión divertida.

– Me pregunto si aún podría hacerlo.

– Yo seguro que no -afirmó Pitt.

Se arrodilló junto a Lelasi, que sacudió la cabeza y le respondió a través de la radio.

– Lo siento, signore -dijo con un fuerte acento italiano-. El habitáculo no está. Solo he visto unos pocos bidones y objetos pequeños.

– No hay manera de saber cuál es la posición exacta -comentó Giordino con tono sobrio-. Las olas han podido arrastrarlo más de un kilómetro.

– Entonces lo seguiremos -afirmó Cristiano animosamente-. Tenía razón, señor Pitt. El coral se ve aplastado en un rastro que va hacia el este.

– Para ahorrar tiempo, buscaremos desde la superficie. Asomad la cabeza por encima de la borda. Al, tú a estribor. Cristiano, a babor. Guiadme oralmente y señalad el rastro del coral roto. Yo pilotaré de acuerdo con vuestras indicaciones.

Colgados por encima de las bordas de la neumática, Giordino y Lelasi miraron a través del cristal de sus máscaras y siguieron el camino del habitáculo arrastrado por la tormenta. Pitt pilotaba como un hombre en trance. Mantenía mecánicamente la proa en el rumbo que le indicaban Giordino y Lelasi, mientras su mente repasaba los últimos dos años, cuando sus hijos habían entrado en su aventurera existencia, algunas veces solitaria.

Recordó el momento en que había conocido a la mujer que sería su madre en el viejo hotel Ala Moana en la playa de Waikiki. Estaba sentado en el bar del hotel en compañía del almirante Sandecker cuando ella apareció como una visión, con los largos cabellos rojos que le caían sobre los hombros. Cubría su cuerpo escultural con un ajustado vestido chino de seda verde, con un corte a cada lado que llegaba hasta los muslos. El contraste cortaba el hipo. A pesar de ser un solterón recalcitrante que nunca había creído en el amor a primera vista, comprendió en el acto que se había enamorado perdidamente. Por desgracia, creyó que ella se había ahogado cuando la vivienda submarina de su padre en la costa norte de Hawai se había desmoronado como consecuencia de un terremoto. Había nadado con él hasta la superficie, pero después, antes de que pudiera detenerla, había vuelto a sumergirse en un intento por rescatar a su padre.

No la había vuelto a ver nunca más.

– El rastro en el coral se acaba dentro de quince metros -gritó Giordino, que sacó la cabeza fuera del agua.

– ¿Has visto el habitáculo? -preguntó Pitt.

– No se ve por ninguna parte.

Pitt se negó a creerlo.

– No puede haber desaparecido. Tiene que estar allí.

Un minuto más tarde, fue Lelasi quien levantó la cabeza.

– ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!

– Ahora lo veo yo también -dijo Giordino-. Está metido en un cañón. Calculo que está a una profundidad de aproximadamente cuarenta metros.

Pitt apagó los motores. Le hizo un gesto a Lelasi.

– Lanza una boya para marcar la posición, y ocúpate de la lancha. Al y yo bajaremos.

Solo tenía que ponerse las aletas. Se las calzó y se dejó caer por la borda sin perder un segundo. Con un poderoso impulso atravesó la nube de burbujas provocada por su entrada en el agua.

Las paredes del cañón estaban tan próximas que le sorprendió que el habitáculo hubiese caído hasta el fondo sin quedarse encajonado. Notó un cosquilleo en la boca del estómago y se detuvo durante un momento para respirar profundamente. Se preparaba para aquello que esperaba no encontrar, pero fue incapaz de alejar de su mente el pensamiento de que quizá llegaría demasiado tarde para salvarlos.

Visto desde arriba, el habitáculo parecía intacto. Era lógico, a la vista de la solidez de su construcción. Giordino se le adelantó y le señaló la escotilla, aplastada contra la pared de coral. Pitt le respondió con un gesto. Luego contuvo el aliento y el corazón aceleró los latidos cuando vio que estaban rotos los tanques que suministraban aire al interior.

Oh no, Dios mío, pensó mientras nadaba para acercarse a la ventana. Que no se hayan quedado sin aire…

Con la espantosa sensación de que era demasiado tarde, apretó el cristal de la máscara contra el plástico de la ventana, en un esfuerzo por ver en la penumbra interior. Había una extraña media luz que se filtraba en el cañón desde la superficie y era como mirar en una caverna llena de niebla.

Vio la silueta de Summer tendida sobre unas mantas en lo que ahora era el suelo del habitáculo. Le pareció que Dirk estaba a su lado, pero apoyado en los codos e inclinado sobre su hermana. Pitt casi gritó de alegría al ver que Dirk se movía. Le pasaba la boquilla del regulador. Feliz a más no poder al comprobar que sus hijos estaban vivos, golpeó la ventana con el mango de su cuchillo.

El medidor de presión marcaba la zona roja. Solo quedaban unos minutos para el final.

Dirk y Summer respiraban metódicamente para alargar al máximo la reserva de aire. El agua en el exterior del habitáculo había pasado de un color azul verdoso a un gris verdoso a medida que se apagaba la luz del sol. Dirk miró su reloj sumergible SUB 300T Doxa de esfera naranja que le había regalado su padre. Macaba las 19:45. Llevaban casi dieciséis horas encerrados en el habitáculo, sin comunicación con el mundo exterior.

Summer yacía medio dormida. Soló abría los ojos cuando era su turno para respirar un par de bocanadas del aire de la botella a través del regulador, mientras Dirk contenía la respiración para aprovechar hasta la última molécula de oxígeno. Le pareció ver un movimiento en la ventana. En un primer momento la confusa mente de Summer creyó que solo se trataba de un pez de gran tamaño, pero después escuchó unos golpes en la superficie de plástico transparente. Se sentó bruscamente para mirar por encima del hombro de su hermano.

Se trataba de un buceador, que apretaba la máscara contra la ventana al tiempo que agitaba los brazos. Unos segundos más tarde, apareció otro buceador que también comenzó a gesticular animadamente al ver que los ocupantes del habitáculo seguían con vida.

Summer creyó que estaba experimentando la borrachera típica de las profundidades, pero después tomó conciencia de que los buceadores eran reales.

– ¡Dirk! -gritó-. ¡Están aquí, nos han encontrado!

El muchacho se volvió hacia la ventana, sin acabar de creer el anuncio de su hermana. Su incredulidad desapareció en cuanto identificó a los buceadores.