– Espero que el avión tenga camas, porque será nuestra única oportunidad de dormir un poco -manifestó Giordino.
– ¿Volará usted con nosotros, almirante? -preguntó Summer.
– ¿Yo? -En el rostro de Sandecker apareció una sonrisa zorruna-. No, iré en otro avión. -Señaló a los reporteros-. Alguien tiene que sacrificarse en el altar de los medios.
Giordino sacó del bolsillo un puro que se parecía muy sospechosamente a los de Sandecker. Miró al almirante con expresión socarrona mientras lo encendía.
– Asegúrese de que escriban nuestros nombres correctamente.
Heidi Lisherness miraba sin ver los monitores donde aparecían los últimos coletazos del huracán Lizzie. Después de virar hacia el sudeste y castigar a los barcos que navegaban por el mar de las Antillas, había golpeado la costa este de Nicaragua entre Puerto Cabezas y Punta Gorda. Afortunadamente, ya había perdido la mitad de la fuerza y eran pocos los pobladores que vivían en la zona. Lizzie recorrió otros ochenta kilómetros de marismas antes de desaparecer del todo. En su estela había hundido dieciocho barcos con todas sus tripulaciones, había acabado con las vidas de tres mil personas, y otras diez mil habían sufrido heridas o habían perdido sus casas.
Solo podía imaginarse el número de muertos y las pérdidas que se hubieran producido de no haber avisado del peligro en cuanto Lizzie comenzó a formarse. Continuaba sentada allí, inclinada sobre la mesa cubierta de fotos, informes y un sinfín de vasos de café, cuando su marido Harley entró en el despacho, que parecía haber sufrido también las consecuencias del paso del huracán. Al personal de limpieza le esperaba una dura faena.
– Heidi -dijo, mientras apoyaba cariñosamente una mano en el hombro de su esposa.
Heidi lo miró con los ojos enrojecidos.
– Oh, Harley, me alegra que hayas venido.
– Vamos, chica, has hecho un gran trabajo. Ahora es el momento de dejar que te lleve a casa.
Heidi se levantó lentamente y se apoyó en su marido mientras caminaban por los despachos del Centro de Huracanes. Cuando llegó a la puerta se volvió para echar una última mirada. Se fijó en el cartel que alguien había colgado en la pared:
SI CONOCIERAS A LIZZIE COMO NOSOTROS LA CONOCEMOS, OH, OH, OH, VAYA TORMENTA.
Sonrió para sus adentros y apagó las luces, y la enorme sala del Centro de Huracanes quedó a oscuras.
Parte dos
15
23 de agosto de 2006
Washington
El aire era caliente y húmedo y no soplaba la más mínima brisa. El cielo tenía un color azul cobalto donde desfilaban unas nubes blancas como un rebaño de ovejas. Salvo por los turistas, la ciudad se movía a un ritmo lento en pleno verano. Los congresistas se valían de cualquier excusa para ordenar un receso que les permitiera escapar del calor y la humedad, y sólo celebraban sesiones cuando consideraban que era absolutamente necesario o para dar la imagen de que eran unos trabajadores infatigables a los ojos de los votantes.
Cuando Pitt descendió del reactor Citation de la NUNA, pensó que el tiempo que hacía en la capital se diferenciaba muy poco del que reinaba en el trópico. En el aeropuerto gubernamental privado, a unos pocos kilómetros al norte de la ciudad, no se veían otros aviones. Giordino, Dirk y Summer lo seguían por la escalerilla y pisaban el cemento de la pista, tan caliente que se habrían podido freír huevos.
El único vehículo que esperaba en el aparcamiento era un prodigioso Marmon modelo 1931, con motor de dieciséis cilindros en V. Era un coche fantástico, con estilo y clase, noble y elegante, dotado con la mecánica más avanzada de su época. Sólo se habían fabricado trescientos noventa y era mágicamente suave y silencioso, incluso cuando entregaba toda la potencia de sus ciento noventa y dos caballos. Pintada de un color rosa suave, la carrocería respondía perfectamente a los anuncios de Marmon, que lo presentaron como “el coche más avanzado del mundo”.
La mujer que estaba a su lado rivalizaba en belleza y elegancia con el coche. Alta y cautivadora, los cabellos color canela que le llegaban hasta los hombros resplandecían bajo el sol, y enmarcaban un hermoso rostro con los pómulos altos de las modelos y ojos de un suave color violeta. La congresista Loren Smith esperaba tranquila y radiante. Vestía una blusa blanca de encaje, con un corte que resaltaba sus curvas y un pantalón de corte hindú con los bajos acampanados, que caían ligeramente sobre las zapatillas de lona blanca. Saludó al grupo con un gesto, sonrió y se acercó a Pitt y le dio un rápido beso en los labios antes de apartarse.
– Bienvenido a casa, marinero.
– Ojalá tuviera un dólar por cada vez que me lo has dicho.
– Serías un hombre rico -replicó ella, con una risa encantadora. Después abrazó a Giordino, Summer y Dirk-. Me han dicho que habéis vivido una gran aventura.
– Si no fuera por papá y Al -manifestó Dirk-, Summer y yo llevaríamos alas.
– En cuanto estéis instalados, quiero que me lo contéis todo.
Llevaron las maletas y los macutos hasta el coche, guardaron una parte en el maletero y el resto lo acomodaron en el suelo, en la parte de atrás. Loren se sentó al volante, que estaba al aire libre, y Pitt en el asiento del acompañante. Los demás se acomodaron en el compartimiento cerrado.
– ¿Tenemos que llevar a Al a su casa en Alexandria? -preguntó Loren.
– Sí. Después ya podemos ir al hangar y asearnos un poco. El almirante quiere que estemos en su despacho a mediodía.
Loren miró el reloj en el tablero. Eran las 10:25. Frunció el entrecejo mientras cambiaba de marchas como un profesional del volante y preguntó con un tono cáustico:
– ¿Ni un minuto de descanso antes de volver al trabajo? Después de lo que habéis pasado, ¿no crees que abruma un poco?
– Sabes tan bien como yo que detrás de ese aspecto áspero late el corazón de un hombre bondadoso. No nos metería prisa si no fuese una cosa importante.
– Así y todo -dijo la congresista, mientras el coche salía del aeropuerto después de recibir la autorización de un guardia de seguridad armado-, os podría haber dado veinticuatro horas para recuperaros un poco.
– No tardaremos mucho en saber qué se trae entre manos -murmuró Pitt, que hacía todo lo posible para no dormirse.
Quince minutos más tarde, Loren llegó a la verja que rodeaba el edificio donde vivía Giordino. Todavía soltero, no parecía tener prisa por cambiar de estado y, como solía decir, prefería ir “picoteando”. Loren lo había visto muy pocas veces con la misma acompañante. Le había presentado a sus amigas, a las que les había parecido encantador e interesante, pero al cabo de un tiempo siempre buscaba alguna otra mujer. Pitt lo comparaba con un buscador de oro, que recorre un paraíso tropical pero que nunca lo encuentra en la playa a la sombra de las palmeras. Giordino recogió el macuto y se despidió.
– Hasta pronto… demasiado pronto.
No encontraron coches en el camino hasta el hangar-casa de Pitt, en un extremo desierto del aeropuerto nacional Ronald Reagan. Una vez más, el guardia los dejó pasar cuando reconoció a Pitt.
Loren detuvo el coche delante de la entrada del viejo hangar, que había sido utilizado por una compañía aérea desde 1930 hasta casi 1950. Pitt la había comprado para guardar su colección de coches antiguos y había convertido los despachos de la planta alta en un apartamento. Dirk y Summer vivían en la planta baja, que también albergaba su colección de cincuenta coches, un par de viejos aviones y un vagón de ferrocarril Pullman que había encontrado de desguace en Nueva York.
Loren esperó a que Pitt utilizara el mando a distancia para desconectar el complicado sistema de alarma. En cuanto se abrió la puerta, entró con el Marmon y lo aparcó entre una increíble exposición de hermosos automóviles clásicos que iban desde un Cadillac V8 de 1918 a un Rolls Royce Silver Dawn de 1955. Aparcados sobre el piso de resina blanca e iluminados por la luz que entraba por los tragaluces, los viejos coches proyectaban un deslumbrante arco iris.