Loren vaciló, pero Giordino le dio una réplica.
– ¿Cómo sabes que tiró la toalla? ¿Cómo sabes que no está cavando en secreto debajo de Nicaragua, mientras nosotros disfrutamos del oporto?
– Eso es imposible -afirmó la congresista-. Las fotos tomadas por los satélites descubrirían los trabajos. No hay manera de esconder unas excavaciones de tanta magnitud.
Giordino observó su copa vacía.
– Sería el truco perfecto si consiguiera esconder los millones de toneladas de piedra y arcilla procedentes de las excavaciones.
– ¿Podrías facilitarme un mapa de la zona donde estén marcados los dos extremos del túnel? -le preguntó Pitt a Micky.
– Has despertado mi curiosidad -respondió la muchacha, entusiasmada-. Si me das tu número de fax, te enviaré los planos.
– ¿Qué estás pensando, papá? -preguntó Dirk.
– Al y yo navegaremos rumbo a las costas de Nicaragua dentro de unos días -contestó Pitt, con una sonrisa astuta-. Quizá podríamos darnos una vuelta por el lugar para echar una ojeada.
17
Dirk y Summer fueron a la residencia de Julien en Georgetown en el Meteor modelo 1952 sin capota de Dirk, un coche con la carrocería de fibra de vidrio hecha a medida en California, y equipado con un motor DeSoto FireDome V8 que había sido modificado para tener una potencia de doscientos setenta caballos en lugar de los ciento sesenta de fábrica. La carrocería estaba pintada con los colores de carrera norteamericanos, blanco con una raya azul en el medio del capó. En realidad, el coche nunca había tenido capota. Cuando llovía, Dirk sacaba un trozo de tela plástica de debajo del asiento, lo extendía sobre el habitáculo y sacaba la cabeza por un agujero en la tela.
Circuló por la calle arbolada con pavimento de ladrillos hasta que llegó a la entrada de una gran mansión, de tres pisos y ocho aguilones. Entró en el camino de coches que rodeaba la casa y se detuvo delante de lo que habían sido las caballerizas. De grandes dimensiones, habían albergado en otros tiempos a diez caballos y cinco carruajes, con habitaciones para los mozos y cocheros en la planta superior. Julien Perlmutter lo había adquirido hacía cuarenta años y había reformado el interior para convertirlo en una magnífica biblioteca con kilómetros de estanterías ocupadas por libros y documentos antiguos y modernos, que abarcaban tres mil años de historia de la vida en el mar y todo lo relacionado con ella. Gastrónomo de primera, tenía una despensa refrigerada con manjares de todo el mundo y una bodega de cuatro mil botellas.
No había timbre, sino un gran aldabón en forma de ancla. Summer golpeó tres veces y esperó. Tres minutos más tarde se abrió la puerta y apareció un hombretón que pasaba del metro noventa de estatura y de los ciento ochenta kilos.
Perlmutter era un gigante, pero distaba de ser obeso: tenía la carne firme y unos músculos poderosos. Llevaba los cabellos grises desgreñados y su barba se veía realzada por unos mostachos con las puntas curvadas hacia arriba. Excepto por su tamaño, los niños podían confundirlo con Papá Noel debido a su rostro redondo con las mejillas arreboladas, la nariz de pimiento y los ojos azules. Perlmutter vestía su habitual bata de seda roja y dorada; el cachorro Dachshund que corría alrededor de sus pies ladró alegremente a los visitantes.
– ¡Summer! ¡Dirk! -exclamó.
Apretó a los jóvenes con sus enormes brazos y los levantó en el aire como un oso. Summer tuvo la sensación de que le partían las costillas y Dirk se quedó sin respiración. Para su gran tranquilidad, Perlmutter, que no era consciente de su fuerza, los dejó en el suelo y los invitó a pasar.
– Entrad, entrad. No sabéis la alegría que me produce veros. -Reprendió al cachorro-: ¡Fritz! Deja ya de ladrar o te pondré a dieta.
Summer se masajeó los costados doloridos tras el abrazo.
– Confío en que papá te avisara de nuestra visita.
– Sí, sí, me llamó -respondió Perlmutter alegremente-. ¡Qué placer! -Hizo una pausa y se le nublaron los ojos-. Cuando veo a Dirk, recuerdo a tu padre cuando tenía tu edad, incluso un poco más joven, cuando venía a verme y de paso consultar alguno de mis libros. Es como si no hubiese pasado el tiempo.
Dirk y Summer habían visitado a Perlmutter en varias ocasiones en compañía de su padre y siempre se asombraban de los enormes archivos que combaban los estantes, y los libros que se amontonaban en todos los pasillos y habitaciones de la antigua caballeriza, incluidos los baños. Había sido considerada la mayor colección de historia naval del mundo. Las bibliotecas y archivos de todo el país hacían cola, dispuestas a ofrecer el precio que fuera si Perlmutter tomaba algún día la decisión de vender su inmensa colección.
Otra cosa que asombraba a Summer era la fabulosa memoria del historiador. Cualquiera hubiese esperado que toda aquella ingente cantidad de información estuviera debidamente clasificada e informatizada, pero él repetía que era incapaz de pensar en abstracto para justificar su negativa a comprar un ordenador. Sorprendentemente, sabía dónde estaba cada nota, cada libro, cada documento, y se vanagloriaba de que podía encontrar cualquier volumen dentro de aquel laberinto en menos de sesenta segundos.
Perlmutter los llevó hasta el comedor revestido con madera de sándalo y que era la única habitación de la casa donde no había libros.
– Sentaos, sentaos -tronó, mientras les señalaba una mesa redonda hecha con el timón del famoso barco fantasma Mary Celeste, cuyos restos se hallaron en Haití-. He preparado un almuerzo ligero de langostinos con salsa de papaya. Lo acompañaremos con una botella de chardonnay Martin Ray.
Fritz se instaló junto a la silla de su amo, con la cola barriendo el suelo. Perlmutter le daba cada tanto un trocito de langostino, que el perro engullía sin masticar.
Dirk fue el primero en palmearse el estómago.
– Los langostinos estaban tan buenos que he comido como un cerdo -anunció.
– No has sido el único -murmuró Summer, llena a más no poder.
– Ahora que habéis comido, ¿qué puedo hacer por vosotros? -preguntó Perlmutter-. Vuestro padre me dijo que habíais encontrado unos objetos celtas.
Summer abrió el maletín que había llevado y sacó el informe que ella y Dirk habían escrito en el avión en el viaje a Washington y fotos de los viejos objetos.
– Aquí está prácticamente todo lo que encontramos. También incluye las conclusiones de Hiram Yaeger sobre el ánfora, el peine y el broche, además de copias de las fotos de los objetos y las habitaciones.
Perlmutter se sirvió otra copa de vino, se acomodó las gafas y comenzó a leer.
– Servíos más langostinos. Que no queden.
– No creo que ninguno de los dos pueda ingerir ni un solo bocado más -dijo Dirk.
Perlmutter se limpió los labios y la barba con la servilleta. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar el techo, sumido en sus reflexiones. Cuando acabó la lectura, dejó el informe sobre la mesa y miró fijamente a los Pitt.
– ¿Os dais cuenta de lo que habéis hecho?
Summer se encogió de hombros, sin saber muy bien a qué venía la pregunta.
– Creemos que es un hallazgo arqueológico que podría tener cierta importancia.
– ¡Cierta importancia! -repitió Perlmutter, con un ligero tono sarcástico-. Si lo que habéis descubierto es verdad, habéis echado a la basura un millar de teorías arqueológicas que nadie discutía.
– Vaya, por Dios -exclamó Summer. Miró a su hermano, que apenas si conseguía contener la risa-. ¿Tan malo es?
– Depende del punto de vista -contestó el historiador, entre sorbo y sorbo de vino. Si el informe era una revelación que sacudiría los cimientos de la arqueología, la verdad era que parecía tomárselo con mucha calma-. Se sabe muy poco de la cultura celta antes del siglo V antes de Cristo, pues no llevaron registros escritos hasta la Edad Media. Lo único que se concluye entre las brumas del tiempo es que los celtas, que eran originarios de la zona del mar Caspio, comenzaron a desplegarse por la Europa oriental alrededor de dos mil años antes de Cristo. Algunos historiadores sostienen la teoría de que los celtas y los hindúes comparten un antepasado común, dado que sus lenguas eran similares.