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– Una pregunta de difícil respuesta -admitió Perlmutter-. Aquellos que vivían en la costa atlántica eran gente marinera, a menudo conocidos como “la gente de los remos”. Se sabe que llegaron al Mediterráneo desde los puertos del mar del Norte. Sin embargo, no hay ninguna leyenda referente a que los celtas cruzaran el Atlántico, aparte del viaje de San Brandán, el monje irlandés, que en su travesía de siete años bien pudo llegar hasta la costa oriental americana y no son pocos quienes lo afirman.

– ¿Cuándo realizó el viaje? -preguntó Dirk.

– Entre el quinientos treinta y el quinientos veinte antes de Cristo.

– Mil quinientos años más tarde de la fecha estimada para nuestro hallazgo -señaló Summer.

Dirk se inclinó hacia un costado para acariciar a Fritz, que se sentó en el acto y le lamió la mano.

– Al parecer, no acertamos mucho con nuestras preguntas.

– ¿Cuál es el próximo paso que debemos dar a partir de aquí? -preguntó Summer.

– El primero de los enigmas que hay que resolver -les aconsejó Perlmutter- es descubrir si hace tres mil años el banco de la Natividad estuvo por encima del nivel de las aguas.

– Un geomorfologista, de los que estudian los orígenes y la edad de la superficie terrestre, podría ofrecernos algunas teorías -apuntó Summer.

Perlmutter contempló la maqueta del famoso submarino Hunley de la marina confederada.

– Podríais comenzar con Hiram Yaeger y su magia informática. Tiene archivado todo lo que hay sobre ciencias marinas. Si alguna vez se realizó un estudio geológico del banco de la Natividad, él lo tendrá guardado.

– ¿Aunque lo hiciera un equipo de científicos alemanes o rusos?

– Puedes estar segura de que Yaeger tendrá una traducción.

– Nuestra próxima tarea en cuanto regresemos al cuartel general de la NUMA será ir a ver a Hiram y pedirle que busque en sus archivos.

– ¿Cuál será el segundo paso? -preguntó Summer.

– Ir al despacho del almirante Sandecker -respondió Dirk sin titubeos-. Si queremos llegar al fondo de este asunto, debemos convencerlo de que nos facilite una tripulación, un barco y todo el equipo necesario para realizar una investigación a fondo de las habitaciones sumergidas y recuperar los objetos.

– ¿Quieres que volvamos allí?

– ¿Se te ocurre alguna otra manera?

– Creo que no -admitió Summer con voz pausada. Por alguna razón que no acababa de entender, sintió miedo-. Sin embargo, no sé si tendré el valor de mirar de nuevo al Pisces.

– Conozco a Sandecker -señaló Perlmutter-, y sé que para ahorrar los fondos de la NUMA combinará vuestra exploración con algún otro proyecto.

– Coincidirás conmigo en que parece lo más razonable -dijo Dirk antes de levantarse-. ¿Nos vamos? Creo que ya hemos abusado demasiado del tiempo de Julien.

Summer se despidió del historiador con un abrazo cauteloso.

– Gracias por el magnífico almuerzo.

– Siempre es un placer para un viejo solterón disfrutar de la compañía de una joven hermosa.

Dirk estrechó la mano de Perlmutter.

– Adiós, y muchas gracias.

– Dadle mis recuerdos a vuestro padre y decidle que me venga a visitar.

– Lo haremos.

Después de que se marcharon los jóvenes, Perlmutter permaneció sumido en sus pensamientos hasta que sonó el teléfono. Era Pitt.

– Dirk, tus hijos acaban de marcharse.

– ¿Los has encaminado en la dirección correcta? -preguntó Pitt.

– Sólo pude responder en parte a su interés. No pude ofrecerles gran cosa. Casi no existen registros de los viajes marinos de los celtas.

– Tengo una pregunta para ti.

– Dime.

– ¿Has oído mencionar en alguna ocasión a un pirata llamado Hunt?

– Sí, alcanzó cierta fama a finales del siglo XVII. ¿Por qué lo preguntas?

– Me han dicho que su espectro vaga por el mar de las Antillas y que lo conocen como el Bucanero Errante.

– He leído los informes -manifestó Perlmutter con un tono de resignación-. Otra fábula del Holandés Errante. Claro que varios de los barcos y yates que comunicaron haber visto su navío desaparecieron sin dejar rastro.

– ¿Hay motivos para preocuparse cuando se navega por las aguas nicaragüenses?

– Diría que sí. ¿A qué viene el interés?

– Pura curiosidad.

– ¿Quieres lo que tengo sobre Hunt?

– Te estaré muy agradecido si lo envías por mensajero al hangar. Tengo que coger un avión a primera hora de mañana.

– Ahora mismo te lo preparo.

– Gracias, Julien.

– Ofreceré una pequeña fiesta dentro de dos semanas. ¿Podrás venir?

– Nunca me pierdo una de tus famosas fiestas.

Se despidieron. Perlmutter reunió los documentos que tenía sobre el pirata, llamó a la mensajería. Luego fue a su dormitorio, y se acercó a una estantería donde no cabía ni un libro más. Sin titubear, cogió uno y caminó con paso lento hasta su despacho, donde reclinó su corpachón en un sofá Recamier tapizado en cuero, que había sido hecho en Filadelfia en 1840. El cachorro saltó ágilmente sobre el sofá y se apoyó en el vientre de Perlmutter, para después mirarlo con sus grandes ojos castaños.

Abrió el libro titulado Where Troy Once Stood, de Imán Wilkens, y comenzó a leer. Al cabo de una hora, cerró el libro y miró a Fritz.

– ¿Podrá ser? -le preguntó al perro-. ¿Podrá ser?

Sin poder resistirse más a la plácida somnolencia que le había provocado el chardonnay añejo, se quedó dormido.

18

Pitt y Giordino salieron para Nicaragua al día siguiente, en un reactor Citation de la NUMA. En el aeropuerto de Managua hicieron transbordo y subieron a un avión turbohélice CASA 212 de fabricación española, para el vuelo de setenta minutos sobre las montañas y a través de las marismas hasta una zona conocida como Costa Mosquito. Podrían haber llegado antes con el reactor, pero Sandecker había considerado conveniente que llegaran como vulgares turistas, para así confundirse con la multitud.

El sol poniente pintaba de oro los picos de las montañas antes de que los rayos se perdieran en las sombras de las laderas orientales. A Pitt le resultaba difícil imaginar un canal que atravesara un territorio lleno de dificultades, y sin embargo a través de la historia Nicaragua siempre había sido considerada como la mejor ruta para un canal interoceánico en lugar de Panamá. Disponía de un clima más saludable, el trazado previsto habría sido más fácil de excavar, y el canal habría estado cuatrocientos ochenta kilómetros más cerca de Estados Unidos; novecientos sesenta, si se contaba el trayecto de ida y vuelta.

Poco antes del inicio del siglo XX, como ha ocurrido con muchos otros proyectos de importancia histórica, los políticos habían salido de sus madrigueras para dar un veredicto equivocado. Panamá había contado con un poderoso grupo de presión que había hecho todo lo posible en favor de sus intereses y por enturbiar las relaciones entre Nicaragua y Estados Unidos. Durante un tiempo, ninguno de los bandos se situó por delante, si bien Teddy Roosevelt manejaba los hilos en la sombra para firmar un tratado lo más ventajoso posible para los norteamericanos.

Así estaban las cosas cuando la balanza se inclinó en favor de Nicaragua tras la erupción del Mont Pelée, un volcán en la isla caribeña de la Martinica, que mató a más de treinta mil personas. Por entonces, en el momento menos oportuno, los nicaragüenses emitieron una serie de sellos de correos donde presentaban a su país como la tierra de los volcanes. Uno de los sellos mostraba un volcán en erupción detrás de un muelle y un ferrocarril.

Allí acabó todo. El senado votó por Panamá como el lugar donde se construiría el canal.

Pitt comenzó a leer el informe sobre Costa Mosquito poco después del despegue. Las marismas de la costa caribeña de Nicaragua estaban aisladas de la zona occidental del país, que era la más poblada, por una cordillera y la selva tropical. Los habitantes y la región nunca habían formado parte del imperio español sino que habían estado dentro de la esfera de la influencia británica hasta 1905, cuando toda la costa quedó bajo la jurisdicción del gobierno nicaragüense.