Su punto de destino, Bluefields, era el principal puerto de Nicaragua en el mar de las Antillas y rememoraba el nombre de Blewfeldt, el infame pirata holandés que tenía su refugio en la laguna costera cerca de la ciudad. Los pobladores de la zona eran mayoritariamente mosquitos, el grupo dominante cuyos diversos antepasados provenían de América central, Europa y África; también había criollos, descendientes de los esclavos de la era colonial, y mestizos, hijos de indias y españoles.
La actividad económica se basaba casi exclusivamente en la pesca; los barcos salían para capturar camarones, langostas y tortugas. Una factoría instalada en la ciudad procesaba el pescado para la exportación, y había todo tipo de servicios para atender las necesidades de las flotas pesqueras internacionales.
Cuando acabó de leer el informe, ya era de noche. El monótono rumor de las hélices se coló en su mente y lo llevó al país de la nostalgia. El rostro que veía cada mañana en el espejo ya no mostraba el cutis terso de veinticinco años antes. El tiempo, la vida aventurera y el rigor de los elementos se habían cobrado su precio.
Mientras miraba a través de la ventanilla con la vista perdida, su mente viajó allí donde había empezado todo, en un solitario trozo de playa en Kaena Point, en la isla Oahu del archipiélago de Hawai. Había estado tendido en la arena tomando el sol, entretenido en mirar el mar más allá de la rompiente, cuando había visto un cilindro amarillo que flotaba en el agua. Había nadado por las traicioneras corrientes para recogerlo y había regresado a la playa. En el interior había un mensaje del capitán de un submarino nuclear desaparecido. A partir de aquel momento, su vida había dado un vuelco. Había encontrado a la mujer que había sido el amor de su vida desde el instante en que la vio. Había llevado su visión guardada en la memoria, convencido de que estaba muerta, sin descubrir nunca que había sobrevivido, hasta el momento en que Dirk y Summer habían llamado a su puerta.
Su cuerpo había resistido bien el paso del tiempo; quizá los músculos ya no eran tan fuertes como antes, pero las articulaciones aún no presentaban las molestias y los dolores que aparecen con la edad. Continuaba teniendo el cabello negro y abundante, y sólo habían aparecido unas pocas canas en las sienes. Sus ojos, de un color verde opalino, continuaban brillando con intensidad. Los recuerdos de sus hazañas -algunas agradables, otras terribles- y unas cuantas cicatrices todavía no se habían borrado con el paso de los años.
Revivió las muchas veces en que había dejado a la Parca con un palmo de narices. El terrible viaje por el río subterráneo en busca del oro de los incas, el combate en el Sahara frente a fuerzas muy superiores en un viejo fuerte de la Legión Extranjera francesa, la batalla en la Antártida contra la gigantesca moto de nieve y el reflotamiento del Titanic. El contento y la gratificación personal que acompañaban a dos décadas de triunfos le hacían creer que su vida había valido la pena.
Lo que ya no tenía era el viejo impulso, el ansia de desafiar lo desconocido. Ahora tenía una familia, y por ello responsabilidades. Los días de aventuras estaban llegando a su fin. Se volvió para mirar a Giordino, que era capaz de dormir con toda tranquilidad en las condiciones más adversas, como si estuviese en el colchón de plumas de su apartamento en Washington. Las hazañas que habían protagonizado juntos eran casi legendarias, y aunque en sus vidas personales no estaban muy unidos, en cuanto se enfrentaban a lo que parecía ser la más terrible adversidad se acoplaban como si fueran un solo ente, y cada uno aprovechaba las virtudes físicas y mentales del otro hasta que ganaban o perdían, esto último algo que no era frecuente.
Sonrió para sus adentros al recordar lo que un reportero había escrito de él, en unas de las pocas ocasiones en que sus hazañas habían tenido una repercusión pública: “Hay algo de Dirk Pitt en todos los hombres cuyas almas anhelan la aventura, y como él es Dirk Pitt, la anhela más que todos los demás”.
El ruido producido cuando el CASA bajó el tren de aterrizaje sacó a Pitt de su ensimismamiento. Cuando se inclinó para mirar por la ventanilla, las luces de aterrizaje se reflejaban en el agua de los ríos y las lagunas que rodeaban el aeropuerto de la ciudad.
Llovía cuando el avión se posó en la pista y carreteó hacia la terminal. Un viento fresco de diez kilómetros por hora empujaba la lluvia en ángulo oblicuo, y el aire tenía un olor fresco. Pitt bajó la escalerilla detrás de Giordino y se sorprendió al comprobar que la temperatura apenas superaba los veinte grados; había creído que rondaría los treinta.
Cruzaron la pista a paso ligero y entraron en la terminal. Tuvieron que esperar veinte minutos a que aparecieran sus maletas. Sandecker sólo les había dicho que habría un coche esperándolos a la salida. Pitt cargó con las dos maletas y Giordino se echó al hombro la pesada bolsa con los equipos de buceo. Caminaron cincuenta metros por un sendero pavimentado hasta la carretera. Vieron una fila de diez taxis y cinco coches que esperaban a los viajeros. No hicieron caso de los taxistas, y permanecieron atentos hasta que el último coche de la fila, un destartalado Ford Escort, hizo una ráfaga con los faros. Pitt se acercó a la ventanilla del pasajero, se inclinó y preguntó:
– ¿Está esperando a…?
Eso fue todo lo que pudo decir antes de que la sorpresa lo obligara a callar. Rudi Gunn se apeó por el lado del conductor y rodeó el coche para estrecharle la mano. Sonrió.
– No podemos seguir viéndonos de esta manera.
– El almirante en ningún momento mencionó que participarías del proyecto -replicó Pitt, desconcertado.
– Harto de estar atado a una mesa, convencí a Sandecker para que me dejara participar. Salí para Nicaragua poco después de la reunión. Supongo que no se molestó en avisarte.
– Seguramente se le pasó por alto -señaló Pitt, con tono cínico. Apoyó un brazo sobre los hombros de su amigo-. Hemos pasado juntos algunos momentos inolvidables, Rudi. Siempre es un placer trabajar a tu lado.
– ¿Como aquella vez en Mali, cuando me arrojaste de la lancha al río Níger?
– Si no recuerdo mal, aquello fue una necesidad.
Pitt y Giordino tenían en gran estima al director delegado de la NUMA. Podía parecer y comportarse como un académico, pero Gunn no tenía reparos en arremangarse y hacer lo que hiciera falta para concluir con éxito un proyecto de la Agencia. Sus compañeros lo admiraban sobre todo porque, por muchas diabluras que hicieran, nunca se chivaba con el almirante.
Metieron el equipaje en el maletero y se acomodaron en el viejo Escort. Gunn se apartó de la fila de coches aparcados delante de la terminal y tomó la carretera que llevaba a los muelles. Condujo a lo largo de la gran bahía de Bluefields con sus extensas playas. El delta del río Escondido se dividía en varios canales alrededor de la ciudad para desaguar en el estrecho de Bluffs. Las embarcaciones pesqueras llenaban la laguna, las calas y la rada.
– Pareciera como si toda la flota pesquera hubiese decidido pasar la noche en la ciudad -comentó Pitt.
– Debido al légamo marrón, la actividad pesquera ha sufrido un paro -respondió Gunn-. El camarón y la langosta prácticamente han desaparecido y los peces han emigrado a aguas más seguras. Las flotas pesqueras internacionales, como los barcos de Texas, faenan ahora en otros caladeros.
– La economía local ha de estar en la ruina -opinó Giordino, cómodamente instalado en el asiento trasero.
– Es un desastre. Todos los que viven en esta zona dependen del mar para ganarse el sustento. Si no hay pesca, no hay dinero. Para colmo, eso es sólo una parte del problema. Con la regularidad de un reloj, Bluefields y todo el resto de la costa se ven azotados por un huracán de los grandes. El huracán Joan destruyó el puerto en 1988, y todo lo que habían reconstruido lo ha arrasado el Lizzie.