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– Vacía unos cuantos litros de combustible en la balsa y después suelta todo el cabo.

– ¿Quieres que remolquemos una balsa llena de explosivos rociados con gasolina? -preguntó Dodge, que no las tenía todas consigo.

– Ésa es la idea.

– ¿Qué pasará cuando pase por delante de la boya con el transmisor?

Pitt miró a Dodge y lo obsequió con una sonrisa retorcida.

– Entonces explotará.

20

Cuando se llega a puerto desde el mar, las boyas a babor que señalan el canal de entrada suelen estar pintadas de verde con una luz del mismo color, y tienen un número impar. Las boyas de estribor directamente opuestas están pintadas de rojo, con una luz roja y un número par. Al salir del puerto de Bluefields, el Poco Bonito tenía las boyas rojas a babor y las verdes a estribor.

Salvo Giordino, que llevaba el timón, todos los demás estaban acurrucados a popa y miraban expectantes por encima de la borda mientras la proa del Poco Bonito llegaba a la altura de las boyas que marcaban la salida.

Pese a estar seguros de que Pitt había encontrado la bomba y después de haber visto cómo la depositaba en la balsa y dejaba que la pequeña embarcación se alejara, Ford y Dodge aún temían que la fuerza de la explosión destruyera el barco. Mientras vigilaban atentamente los movimientos de la balsa -cuya silueta naranja destacaba contra el agua negra a ciento cincuenta metros de popa-, la tensión no disminuyó ni un ápice hasta que el Poco Bonito dejó atrás las boyas sin desintegrarse.

Entonces la tensión volvió a crecer, esta vez más que antes a medida que la balsa se acercaba más y más a las boyas. Cincuenta metros, luego veinticinco. Renée se agachó instintivamente y se cubrió las orejas con las manos. Dodge se agachó de espaldas a la popa mientras Pitt y Giordino miraban tranquilamente atrás, como si esperaran que un meteorito apareciera en el firmamento.

– En cuanto estalle -le dijo Pitt a Dodge-, apaga las luces de navegación para hacerles creer que nos hemos hundido.

No había acabado de dar la orden cuando la balsa salvavidas se desintegró.

El sonido de la explosión fue como un trueno y el eco se extendió a lo largo del estrecho entre los acantilados, mientras la onda expansiva sacudía la embarcación como si fuese una hoja en medio de una tempestad. La oscuridad se convirtió en una pesadilla de llamas y restos incendiados, al tiempo que un enorme surtidor de seis metros de altura se elevaba del cráter de agua abierto en el centro del canal. El combustible que Pitt había derramado en el interior de la balsa se incendió y formó una columna de fuego. La tripulación del Poco Bonito contempló el espectáculo mientras los restos de la balsa comenzaban a caer del cielo como una lluvia de meteoritos. Los pequeños trozos cayeron sobre el barco sin herir a nadie ni causar ningún daño.

Entonces, con la misma rapidez, volvió a reinar el silencio: el agua llenó el cráter y no quedó rastro de lo sucedido.

La mujer sentada al volante de la camioneta no había dejado de mirar su reloj desde el momento en que había zarpado el barco, y exhaló un largo suspiro de satisfacción cuando finalmente escuchó un trueno lejano y vio un fugaz resplandor en la oscuridad, a unos tres kilómetros del muelle. Había tardado más de lo que había estimado. Unos ocho minutos más, de acuerdo con sus cálculos. Quizá el timonel había preferido actuar con cautela y había llevado al barco a poca velocidad por el angosto canal. También podía ser que hubiesen tenido un problema mecánico y que la tripulación hubiera detenido el barco para hacer una reparación de emergencia.

Ahora ya no valía la pena buscar explicaciones. Informaría a sus colegas de que la misión se había cumplido con éxito. Decidió que antes de ir al aeropuerto, donde la esperaba un avión de Odyssey, se tomaría una copa de ron en alguno de los bares del centro de Bluefields. Después del trabajo de esa noche, se sentía con derecho a tomarse un descanso y divertirse un poco.

Volvía a llover, así que puso en marcha los limpiaparabrisas mientras salía del muelle y se dirigía hacia la ciudad.

El canal estaba despejado y ellos navegaban hacia mar abierto. Pusieron rumbo a Punta Perla y a las islas de Cayo Perlas, que estaban más allá. La lluvia había cesado y las estrellas aparecieron entre las nubes, que eran barridas por una ligera brisa que soplaba del sur.

Pitt se ofreció voluntario para hacer la guardia desde la medianoche a las tres de la mañana. Se instaló en la timonera y dejó vagar sus pensamientos mientras el piloto automático seguía el rumbo fijado.

Durante la primera hora de la guardia tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no quedarse dormido. Su mente comenzó a crear una visión de Loren Smith. Mantenían una relación intermitemente desde hacía casi veinte años. Al menos en dos ocasiones habían estado a punto de casarse, pero ambos ya estaban casados con sus respectivos trabajos: Pitt con la NUMA, Loren con el Congreso. Ahora que Loren había manifestado que no tenía la intención de presentarse por quinta vez, quizá había llegado el momento para que él buscara un puesto que no le exigiera ir a los más remotos confines del mundo.

Había tenido demasiados roces con la muerte, y le habían dejado cicatrices físicas y mentales. Se podía decir que estaba viviendo de prestado. La buena fortuna no duraría para siempre. Si no hubiese sospechado de la mujer que los vigilaba en la camioneta de Odyssey y no hubiese tenido el súbito presentimiento de que podía haber una bomba, él, su amigo Giordino y los demás estarían todos muertos. Tal vez había llegado el momento de retirarse. Después de todo, en la actualidad era un jefe de familia, con dos hijos mayores y responsabilidades que nunca habría imaginado un par de años atrás.

El único problema era que amaba el mar. De ninguna manera podía volverle la espalda sin más. Tenía que haber una solución de compromiso.

Volvió a centrarse en el problema del légamo marrón. Los instrumentos de detección química, cuyos delicados sensores estaban montados bajo el casco, sólo indicaban unos rastros ínfimos. A pesar de que no se veían en el horizonte las luces de navegación de ningún otro barco, cogió los prismáticos y miró a un lado y a otro.

A una cómoda velocidad de veinte nudos, el Poco Bonito había dejado atrás las islas de Cayo Perlas hacía poco más de una hora. Dejó los prismáticos y estudió la carta. Calculó que se hallaban a unos cuarenta y cinco kilómetros de la ciudad de Tasbapauni, en la costa nicaragüense. Miró de nuevo los instrumentos. Las agujas y los marcadores digitales continuaban marcando cero, y comenzó a preguntarse si no estarían buscando una quimera.

Giordino entró en la timonera con una taza de café.

– Me dije que quizá te gustaría beber algo que te mantuviera despierto.

– Muchas gracias. Todavía falta una hora para tu guardia.

Giordino se encogió de hombros.

– Me desperté y no pude volver a conciliar el sueño.

Después de beber un par de sorbos del café bien cargado, Pitt le preguntó:

– Al, ¿cómo es que nunca te has casado?

En los oscuros ojos de Giordino brilló la curiosidad.

– ¿A qué viene la pregunta?

– Ya sabes. Dejas divagar la mente y te preguntas las cosas más extrañas.

– Como se dice en estos casos… -Giordino volvió a encogerse de hombros-, nunca encontré a la chica adecuada.

– Estuviste muy cerca de encontrarla en una ocasión.

– Ah, Pat O'Connell. En el último minuto ambos fuimos incapaces de desvanecer las dudas.

– ¿Qué pensarías si te dijera que estoy pensando en retirarme de la NUMA y casarme con Loren?

Giordino se volvió para mirar a su amigo como si acabaran de atravesarle un pulmón con una flecha.

– ¿Me lo puedes repetir?