– Es curioso -dijo Gunn, que miraba hacia tierra firme con los prismáticos.
– ¿Qué? -preguntó Pitt.
– Según la carta de la bahía de Punta Gorda, el único lugar habitado es una pequeña aldea de pescadores que se llama Barra del Río Maíz.
– ¿Y qué?
Gunn le pasó los prismáticos a su compañero.
– Echa una ojeada y dime lo que ves.
Pitt hizo lo que le pedía y miró la costa de un extremo a otro.
– Eso no es una pequeña aldea de pescadores, sino que tiene todo el aspecto de ser un puerto de gran calado. Veo dos barcos portacontenedores que están descargando en un muelle equipado con grúas y otros dos barcos fondeados que esperan su turno.
– También hay almacenes y tinglados para almacenar la carga.
– Por lo que se ve, reina una actividad tremenda.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Gunn.
– Creo que están descargando equipos y suministros destinados a construir un ferrocarril de alta velocidad que una los dos océanos.
– Pues, si es así, se lo han tenido muy callado -comentó Gunn-. No he leído ningún informe de que el proyecto tuviese la financiación necesaria y que ya estuviera en marcha.
– Dos de aquellos barcos llevan la bandera roja de la República Popular China -dijo Pitt-. Ahí tienes la respuesta respecto a la financiación.
El agua de la gran bahía de Punta Gorda en la que estaban entrando adquirió de pronto un color marrón sucio. La atención de todos se volvió hacia el agua. Nadie habló. Nadie se movió mientras el légamo marrón aparecía en la bruma matinal, espesa como un bol de gachas.
Permanecieron inmóviles y observaron en silencio mientras la proa hendía un agua que parecía atacada por una plaga, con la superficie de un color siena tostado. El efecto era el de la piel leprosa.
Giordino, que estaba al timón, con un puro apagado entre los dientes, redujo la velocidad mientras Dodge se afanaba en recoger muestras y analizar la composición química.
Durante la larga noche, Pitt había aprovechado para conocer más a fondo a Renée y Dodge. La mujer se había criado en Florida y se había convertido en una experta buceadora antes de llegar a la adolescencia. Apasionada por la vida submarina, se había licenciado en biología marina. Unos pocos meses antes de que la enviaran al Poco Bonito había pasado por un divorcio que le había dejado cicatrices. Lejos de su casa durante meses por razones de trabajo, un día había regresado de las islas Salomón y se había encontrado con que el amor de su vida se había marchado para irse a vivir con otra mujer. Los hombres, afirmaba, habían dejado de ser una prioridad para ella.
Pitt inició una campaña para hacerla reír y aprovechó todas las oportunidades para tirar algún comentario divertido.
Pero su esfuerzo era completamente inútil cuando se trataba de Dodge. Hombre taciturno, con treinta años de feliz matrimonio, cinco hijos y cuatro nietos, llevaba trabajando en la NUMA desde su fundación. Licenciado en química, se había especializado en la polución del agua. Tras la muerte de su esposa un año antes, había solicitado dejar el laboratorio de la NUMA para realizar trabajo de campo. De vez en cuando esbozaba una débil sonrisa al escuchar las ocurrencias de Pitt, pero nunca se reía.
A su alrededor, el sol naciente alumbraba la superficie del mar cubierta por una gruesa capa de légamo marrón. Tenía la consistencia del aceite, pero era mucho más denso, y aplanaba el agua. No se veía ni una sola ondulación mientras Giordino pilotaba el Poco Bonito a una velocidad de diez nudos.
Después de librarse del atentado en Bluefields y escapar por los pelos del ataque del yate pirata, la tensión a bordo había ido aumentando en el transcurso de la noche hasta convertirse en algo casi palpable. Pitt y Renée habían recogido varios cubos de légamo y lo habían trasvasado a recipientes herméticos para futuros análisis en los laboratorios de la NUMA en Washington. También recogieron ejemplares muertos de diversas criaturas marinas que flotaban en la superficie, para que Renée los analizara.
Entonces se escuchó el grito de Giordino desde la timonera, acompañado por los animados gestos típicos de su sangre italiana.
– ¡Mirad a proa por el lado de babor! ¡Algo está ocurriendo en el agua!
Todos miraron en aquella dirección. Había un movimiento en el agua como si fuesen los coletazos de una gigantesca ballena agonizante. Permanecieron inmóviles como estatuas mientras Giordino viraba doce grados para dirigirse hacia la turbulencia.
Pitt entró en la timonera para leer los valores del indicador de profundidad. El fondo ascendía rápidamente. Parecía como si estuviesen cruzando una empinada ladera que subiera desde el fondo del Gran Cañón. La manifiesta fealdad del légamo le daba al mar el aspecto de un caldero de fango en ebullición.
– Es increíble -murmuró Dodge, estupefacto-. De acuerdo con las profundidades marcadas en la carta, ahora mismo el fondo tendría que estar a doscientos metros.
Pitt no respondió al comentario. Estaba en la proa mirando en derredor a través de los prismáticos.
– Es como si el mar hubiese entrado en ebullición -le dijo a Giordino a través de la ventana abierta de la timonera-. No puede ser de origen volcánico. No se ven vapores ni ondas de calor.
– El fondo está ascendiendo a gran velocidad -le avisó Dodge-. Es como si estuviésemos en medio de la erupción de un volcán pero sin lava.
Se hallaban a menos de tres kilómetros de la costa. La inexplicable erupción era cada vez más violenta y las olas se alzaban en todas las direcciones. El barco se sacudió violentamente, como si lo moviera un vibrador gigante. El légamo marrón se había espesado hasta el punto de parecer fango.
Giordino se acercó a la escotilla de la timonera y llamó a Pitt.
– La temperatura del agua ha subido. Está de nuevo en los valores normales. Veintiocho grados en el último kilómetro.
– ¿Qué explicación le das?
– No se me ocurre ninguna.
A Dodge le resultaba cada vez más difícil aceptar lo que estaba ocurriendo. El súbito aumento de la temperatura del agua, el ascenso inesperado del fondo, la aparición de una cantidad cada vez mayor de légamo marrón, que surgía de una fuente invisible; todo aquello le parecía sencillamente inconcebible.
Pitt tampoco podía creeerlo. Todo lo que habían descubierto iba en contra de las leyes del mar. Había volcanes que ascendían de las profundidades, pero no como una masa de barro y sedimentos. Éste tendría que haber sido un entorno líquido, vivo, donde existieran peces de todas las variedades. Pero allí no había ninguna criatura viviente. Quizá en otro tiempo habían nadado por esas aguas o se habían arrastrado por el fondo; ahora estaban muertos y sepultados debajo de una montaña de légamo o habían emigrado a aguas limpias. Allí no crecía nada, no había vida. Era un cementerio, cubierto con una masa tóxica que parecía haberse materializado de la nada.
A Giordino le costaba cada vez más mantener el rumbo. Las olas no eran altas, no pasaban del metro cincuenta; pero, a diferencia de las olas generadas en una sola dirección por el viento de una tormenta, estas azotaban al pesquero desde todos los puntos de la brújula. Recorrieron otros doscientos metros, y el agua comenzó a agitarse con una violencia descontrolada.
– Una masa de barro descomunal -dijo Renée, como si estuviese viendo un espejismo-. Muy pronto se convertirá en una isla…
– Antes de lo que crees -gritó Giordino, que dio marcha atrás-. Sujetaos. Casi estamos tocando fondo.
Las hélices giraron a la inversa, pero ya era demasiado tarde. La nave golpeó contra el afloramiento de fango, y los tripulantes apenas si consiguieron mantenerse en pie. Pasada la primera sacudida, la proa quedó empotrada mientras las hélices continuaban batiendo el barro, que saltaba convertido en una espuma ocre, en un intento por sacar al Poco Bonito del misterioso afloramiento. Con el barco embarrancado, se sintieron como unos espectadores impotentes.