– ¿Estamos haciendo aguas? -gritó Pitt desde debajo de la red.
– ¡Esto es un desastre, pero la sentina está seca! -respondió Dodge entre toses.
Para los tripulantes del yate pirata parecía como si el pesquero estuviese herido de muerte, mientras observaban la columna de humo que escapaba del interior del casco. Convencidos de que los marineros estaban muertos o gravemente heridos, el capitán del yate ordenó parar los motores, y dejó que la embarcación cruzara por delante de la proa del Poco Bonito.
– ¿Todavía tenemos potencia, Rudi?
– El motor de estribor está destrozado, pero el de babor funciona.
– En ese caso, acaban de cometer una gran equivocación -comentó Pitt con una sonrisa aviesa.
– ¿Puedo saber por qué? -preguntó Rudi.
– ¿Recuerdas el barco pirata?
– Claro que sí.
Gunn cerró el acelerador del motor que funcionaba y dejó que el barco quedara inmóvil. El engaño funcionó. Seguro de que su víctima estaba a punto de irse a pique, el capitán del yate mordió el anzuelo y se acercó tranquilamente.
Pasaron los segundos, hasta que el yate estuvo casi encima de ellos. Al comprobar que no se veía ningún movimiento a bordo y que el humo continuaba saliendo por la escotilla, no dispararon contra el barco aparentemente indefenso. Entonces un hombre barbudo se asomó por la ventana de la timonera del yate, y habló con un fuerte acento sureño a través de un megáfono.
– A todos los que puedan escucharme. Si no abandonáis el barco, lo volaremos. No intentéis utilizar la radio. Repito, no utilicéis la radio. Tenemos a bordo aparatos de detección y sabremos inmediatamente si intentáis comunicaros. Tenéis un minuto para saltar al agua. Os garantizo que os llevaremos sanos y salvos al puerto más cercano.
– ¿Respondemos? -preguntó Gunn.
– Quizá podríamos hacer lo que dice -murmuró Dodge-. Me gustaría ver de nuevo a mis hijos y nietos.
– Si eres capaz de confiar en la palabra de un pirata -replicó Pitt en tono frío-, tengo una mina de oro en Newark, Nueva Jersey, que te vendería barato.
Sin hacer caso de la presencia del yate, Pitt apareció a la vista y se abrió paso entre los objetos amontonados a popa para llegar al mástil sujeto al espejo de popa, donde ondeaba la bandera nicaragüense. Arrió la bandera, desató los cordones y la quitó. Luego sacó el paquete que llevaba debajo de la camisa. Un minuto más tarde, un nuevo pabellón de seda de un metro cincuenta por noventa centímetros ondeaba en el mástil.
– Ahora saben de dónde venimos -dijo Pitt, mientras todos miraban con respeto y amor las barras y estrellas que ondeaban desafiantes con la brisa.
Renée volvió a cubierta, cargada con dos jarras de cristal y una botella de vino llenas de gasolina. Evaluó la situación de una ojeada, y pronto se dio cuenta de lo que iba a suceder.
– No pensarás embestirlo, ¿verdad? -preguntó, espantada.
– Di cuándo -gritó Gunn, con un tono que reflejaba su entusiasmo y el rostro impasible de un jugador de póquer que se echa un farol.
– ¡No! -gimió Renée-. No es un holograma. Es un objeto sólido. Si lo embistes, el barco se plegará como el acordeón de Lawrence Welk.
– Eso es lo que espero -replicó Pitt, con dureza-. Tú y Patrick encended las mechas y preparaos para arrojar los cócteles en cuanto choquemos.
Ya no había tiempo para vacilaciones. El yate estaba pasando lentamente por delante de la proa del Poco Bonito, a poco más de treinta metros.
Giordino le arrojó a Pitt una de las carabinas M4 y comenzaron a disparar contra el yate. Giordino disparó en automático una ráfaga de balas OTAN de calibre 5,56 milímetros contra la timonera, mientras Pitt apuntaba y disparaba tiro a tiro contra el tripulante que empuñaba el lanzagranadas. Lo abatió con el segundo disparo. Otro hombre se agachó para recoger el arma, pero Pitt también lo eliminó.
Atónitos al ver que el Poco Bonito se defendía, la tripulación del yate corrió a ponerse a cubierto sin responder al fuego. Giordino no lo sabía, pero una de sus balas había alcanzado en el hombro al capitán, que ahora estaba tumbado en el suelo de la timonera, fuera de la vista. En el mismo momento, otra ráfaga acabó con la vida del timonel, y el yate comenzó a desviarse sin nadie al timón. Con un único motor en funcionamiento, la velocidad máxima del Poco Bonito se redujo a la mitad, pero así y todo continuó avanzando con fuerza más que suficiente para hacer la tarea.
No hizo falta que nadie avisara que debían sentarse junto al mamparo y protegerse la cabeza con los brazos. Renée y Dodge miraron asustados los chalecos salvavidas de color naranja que les había dado Gunn. En la timonera, Rudi permanecía impasible, con las manos bien sujetas al timón. La única hélice batía el agua, impulsando al pesquero en línea recta hacia el lujoso yate. Los tripulantes miraban al Poco Bonito con una expresión donde se mezclaban el asombro y el espanto al comprender que el inofensivo pesquero no estaba dispuesto a arrojar la toalla sino que se abalanzaba sobre ellos con la intención de embestirlos. La sorpresa era total al encontrarse con un lobo vestido con piel de cordero. Hasta entonces, ninguna otra embarcación había ofrecido resistencia antes de ser capturada. También los había acobardado ver que en el mástil ondeaba la bandera norteamericana.
Pitt y Giordino continuaron barriendo la cubierta con sus disparos hasta que no quedó ni un solo tripulante a la vista, mientras el Poco Bonito acortaba distancias. El Epona parecía más grande que nunca, mientras se lanzaban contra el casco casi en el centro, un poco por detrás de la timonera. Las cubiertas estaban desiertas. Los tripulantes habían escapado como conejos asustados para ir a ocultarse bajo cubierta y protegerse de los certeros disparos que efectuaban desde el pesquero.
El Poco Bonito parecía un barco escapado del infierno, con el humo del tubo de escape que se mezclaba con la columna de humo negro que continuaba saliendo por la escotilla de la sala de máquinas, y que el viento que soplaba de proa arrastraba hacia popa como una estela. Gunn había servido como oficial ejecutivo a bordo de un destructor lanzamisiles que había embestido a un submarino iraquí en él Mediterráneo durante la guerra para derrocar a Saddam Hussein. En aquella acción sólo se había visto la torreta del sumergible. Ahora tenía delante un gigantesco yate que se levantaba como un edificio.
Faltaban diez segundos para el impacto.
23
Pitt y Giordino dejaron a un lado las carabinas y se prepararon para la colisión. Renée, acurrucada junto al mamparo de la timonera, vio los rostros impasibles de los dos hombres. No mostraban ni la más mínima huella de miedo o tensión. Parecían tan indiferentes como un par de patos en una charca bajo la lluvia.
En la timonera, Gunn preparaba la secuencia de sus movimientos. Apuntó la proa para chocar contra la sala de máquinas del yate, que estaba detrás del salón comedor. Después del impacto, lo importante era dar marcha atrás y rogar que el único motor pudiera arrancar al Poco Bonito del boquete que abriría y mantenerse a flote mientras el enemigo iniciaba un viaje sin retorno hasta el fondo del mar. El afinado casco del Epona se veía tan cerca que Gunn tuvo la sensación de que si sacaba la mano por el agujero donde había estado el parabrisas, podría tocar la estilizada imagen del caballo.
La mole del yate ocultó el sol. Entonces todo comenzó a transcurrir como en cámara lenta, cuando al estruendo de la colisión le siguió un agudo sonido rechinante que parecía interminable. La proa del Poco Bonito se empotró en el casco de estribor de su gigantesco antagonista y abrió un boquete en forma de V, que destrozó la sala de máquinas y acabó con la vida de los que estaban dentro.