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Pitt iba de un edificio a otro, siempre al amparo de las sombras y lejos de las farolas y los focos instalados en los techos. No era algo sencillo. El complejo estaba iluminado de un extremo a otro. Habían instalado focos en todos los edificios que bordeaban las calles para disuadir a cualquiera que intentase escapar. Debido a la iluminación, Pitt utilizaba los prismáticos en lugar de las gafas de visión nocturna para observar la zona y detectar la presencia de los guardias que pudieran estar agazapados en las sombras.

– Es curioso que no veamos a ningún guardia recorriendo las calles -murmuró.

– Eso es porque los guardias sueltan a los perros hasta la mañana -dijo Hilda.

Giordino se detuvo bruscamente.

– Usted no mencionó a los perros en ningún momento.

– No me lo preguntaron -respondió la mujer.

– Estoy seguro de que son dobermann -gimió Giordino-. Detesto a los dobermann.

– Hemos tenido mucha suerte de llegar hasta aquí -dijo Pitt con toda sinceridad-. A partir de ahora tendremos que redoblar las precauciones.

– Para colmo se nos han acabado los filetes -se lamentó Giordino.

Pitt estaba a punto de bajar los prismáticos cuando vio una cerca metálica coronada con alambre de espino. La verja en la carretera que conducía al aeropuerto estaba vigilada por dos guardias, claramente iluminados por las luces de la entrada. Pitt ajustó el enfoque de los prismáticos y miró de nuevo. No eran hombres, sino mujeres vestidas con monos azules. Dos perros sueltos olisqueaban el suelo delante de la verja. Eran dobermann, y sonrió para sus adentros al pensar en lo mucho que asustaban a su compañero.

– Hay una cerca que cierra el paso a la carretera de la pista. -Le pasó los prismáticos a Giordino.

– ¿Te has fijado en que hay una cerca más baja, a un par de metros de la primera? -preguntó Giordino mientras miraba la entrada a través de los prismáticos.

– ¿Crees que es para proteger a los perros?

– Es para evitar que acaben asados. -Giordino hizo una pausa y miró hasta unos cien metros a cada lado de la entrada-. Es probable que la carga eléctrica de la cerca baste para asar a un búfalo. -Miró de nuevo en derredor-. Esta vez no hay ninguna máquina barredora a mano.

De pronto comenzó a temblar el suelo y un sordo retumbo se extendió por todo el complejo. Los árboles se bambolearon y se sacudieron los cristales de las ventanas de los edificios. Era un temblor similar al que habían sentido en el interior del faro y en el río. Este duró poco más de un minuto. Los dobermann comenzaron a ladrar con desesperación mientras las guardias se movían inquietas. No había manera de cruzar la entrada sin ser vistos mientras los perros continuaran excitados.

– No hace mucho hubo otro temblor de tierra -le comentó Pitt a Claus-. ¿Los provoca el volcán?

– Indirectamente -respondió el científico sin alterarse-. Uno de los miembros de nuestro equipo, el doctor Alfred Honoma, un geofísico que trabajaba en la Universidad de Hawai, es experto en volcanes. En su opinión, los temblores no tienen nada que ver con la piedra fundida que asciende por las fisuras del volcán. Afirma que el peligro inminente es un súbito deslizamiento de la ladera del volcán, que podría tener consecuencias catastróficas.

– ¿Cuándo comenzaron los temblores? -preguntó Pitt.

– Hace cosa de un año -contestó Hilda-. Han aumentado en frecuencia y se produce uno cada hora.

– También son cada vez más fuertes -añadió Claus-. Según el doctor Honoma, algún fenómeno inexplicable ocurrido debajo del volcán está provocando un cambio en la superficie.

– El cuarto túnel pasa directamente por la base del volcán -le dijo Pitt a Giordino.

Su compañero se limitó a asentir con un gesto.

– ¿El doctor Honoma ha hecho alguna proyección referente a cuándo se produciría el deslizamiento? -preguntó Pitt.

– Cree que será en cualquier momento.

– ¿Cuáles serían las consecuencias? -quiso saber Giordino.

– Si el doctor Honoma está en lo cierto -declaró Claus-, el deslizamiento enviaría más de cuatro kilómetros cúbicos de roca ladera abajo hacia el lago, a una velocidad cercana a los ciento treinta kilómetros por hora.

– Eso provocaría unas olas gigantescas -señaló Pitt.

– Efectivamente. Las olas barrerían todas las ciudades y pueblos alrededor del lago.

– ¿Qué pasaría con las instalaciones de Odyssey?

– Dado que cubren buena parte de la ladera, todos los edificios quedarían sepultados bajo las piedras. -Claus hizo una pausa y luego añadió con un tono lúgubre-: Junto con todos los que están aquí.

– ¿Los ejecutivos de Odyssey son conscientes de la amenaza?

– Llamaron a sus propios geólogos, quienes afirmaron que los deslizamientos son poco frecuentes y que sólo se producen una vez cada diez mil años. Tengo entendido que el señor Specter manifestó que no había ningún peligro, que no debíamos preocuparnos.

– Specter no destaca especialmente por su interés en el bienestar de sus empleados -manifestó Pitt, al recordar los incidentes vividos a bordo del Ocean Wanderer.

De pronto, todos se quedaron inmóviles y miraron el cielo tachonado de estrellas hacia el sonido inconfundible de un helicóptero que se acercaba a la terminal aérea. Gracias a la luz de los focos instalados en tierra se veía con toda claridad el fuselaje color lavanda. Todos permanecieron inmóviles, pegados a la pared del edificio, mientras las paletas de los rotores empujaban el aire nocturno hacia ellos.

– Nos están buscando -murmuró asustado Claus Lowenhardt, al tiempo que abrazaba a su esposa.

– No es probable -lo tranquilizó Pitt-. El piloto no está volando en una cuadrícula de búsqueda. Todavía no saben nada de la fuga.

El helicóptero voló directamente sobre ellos, a poco más de sesenta metros de altura. Giordino tuvo el presentimiento de que podría alcanzarlo con una pedrada. Las luces de aterrizaje se encenderían en cualquier momento y ellos se verían en la misma situación que unos ratones encerrados en un granero y alumbrados por una docena de linternas. Pero entonces, la diosa Fortuna se apiadó de ellos. El piloto no encendió las luces de aterrizaje hasta que el helicóptero ya los había dejado bien atrás. Viró en ángulo cerrado hacia la azotea de lo que parecía ser un edificio de oficinas con las paredes de cristal y se posó.

Pitt le quitó los prismáticos a Giordino y enfocó al helicóptero mientras aterrizaba y los rotores giraban cada vez más lentamente hasta detenerse del todo. Se abrió la puerta y varias mujeres con monos color lavanda se apresuraron a rodear la escalerilla para recibir a una mujer ataviada con un mono dorado. Movió poco a poco la ruedecilla de ajuste para conseguir una imagen más nítida. No estaba del todo seguro, pero hubiera apostado la paga de un año a que la persona que había bajado del helicóptero era la mujer que dijo llamarse Rita Anderson.

En su rostro había una expresión de furia cuando le devolvió los prismáticos a Giordino.

– Mira a ver si descubres quién es la reina del mono dorado.

Giordino observó a la mujer atentamente y siguió sus movimientos mientras ella y su comitiva caminaban hacia el ascensor.

– Nuestra amiguita del yate -dijo con una voz colérica-. La que asesinó a Renée. Mi reino por un fusil de francotirador.

– No podemos hacer nada al respecto -se lamentó Pitt-. Nuestro objetivo prioritario es llevar a Washington sanos y salvos a los Lowenhardt.

– Ya que has sacado el tema, ¿cómo haremos para cruzar una cerca electrificada y vigilada por tres dobermann y dos guardias fuertemente armadas?

– No la cruzaremos -respondió Pitt en voz baja, mientras su mente analizaba las opciones posibles-. Pasaremos por encima.

Los Lowenhardt permanecían en silencio, sin tener claro el sentido de la conversación. Giordino imitó a Pitt, que no apartaba la mirada del helicóptero posado en la azotea del edificio de oficinas. Sin decir ni una palabra, ambos comenzaron a urdir el mismo plan. Pitt miró el edificio a través de los prismáticos.