– De no haber sido por eso, nunca habríamos podido atender la demanda.
– ¿Ya han calculado cuál será el mejor momento para abrir los túneles?
La dama de rojo asintió.
– Nuestros científicos han calculado que el diez de septiembre. De acuerdo con sus estimaciones, tardarán sesenta días en bajar la temperatura de la corriente del Golfo a un valor que origine un frío extremo en las latitudes boreales.
La dama de dorado sonrió, al tiempo que llenaba las copas.
– Entonces todo está a punto.
La otra levantó la copa para ofrecer un brindis.
– A tu salud, Epona, que no tardarás en convertirte en la mujer más poderosa en la historia del mundo.
– Por ti, Flidais, que lo has hecho posible.
Pitt dedujo correctamente que las oficinas principales estarían en el último piso, debajo de la azotea. Las secretarias y oficinistas se habían marchado hacía horas y los pasillos se veían desiertos cuando salió del ascensor. Vestido con el mono azul de los guardias, no tuvo ningún problema con los dos hombres encargados de la vigilancia, que apenas si le dedicaron una ojeada cuando entró en la antesala de la suite principal. No vio a nadie más, de modo que abrió la puerta sigilosamente y entró. La cerró con el mismo cuidado y al volverse se quedó boquiabierto ante la decoración.
Escuchó voces en la otra habitación y se deslizó entre la pared y las cortinas de la arcada, de color lavanda y sujetas con cordones dorados. Vio a dos mujeres cómodamente reclinadas en un diván y observó la ostentosa habitación que, a su juicio, convertía al más lujoso prostíbulo en una chabola junto a un vertedero. No había nadie más. Salió de detrás de las cortinas y permaneció en el centro de la arcada, dedicado a admirar la extraordinaria belleza de las dos mujeres, que continuaban conversando sin advertir la presencia de un intruso.
– ¿Te marcharás pronto? -le preguntó Flidais a Epona.
– En unos días. Tengo que ocuparme del control de daños en Washington. Un comité del Congreso está investigando nuestras actividades en las minas que compramos en Montana. Los políticos están inquietos porque utilizamos todo el iridio extraído y no abastecemos a la industria privada norteamericana. -Epona se reclinó en los cojines-. ¿Qué me dices de ti, mi querida amiga? ¿Qué tienes en tu agenda?
– He contratado una agencia internacional de detectives para que sigan la pista de los dos hombres que consiguieron saltarse nuestros sistemas de vigilancia y recorrieron los túneles antes de escapar por el pozo de ventilación del faro.
– ¿Tienes alguna idea de su identidad?
– Sospecho que eran miembros de la National Underwater and Marine Agency. Los mismos de los que conseguí escapar luego de que destruyeran nuestro yate.
– ¿Crees que puede estar en peligro el secreto de nuestras actividades?
– No lo creo. -Flidais sacudió la cabeza para reforzar la negativa-. Al menos, no todavía. Nuestros agentes no han mencionado que las agencias de inteligencia norteamericanas hayan demostrado interés por investigar los túneles. De momento hay un silencio absoluto. Es como si aquellos demonios de la NUMA hubiesen desaparecido de la faz de la tierra.
– No es necesario preocuparnos antes de hora. Ya es demasiado tarde para que los norteamericanos detengan nuestra operación. Además, dudo que hayan descubierto la verdadera finalidad de los túneles. Además, sólo faltan ocho días para abrirlos y que las bombas comiencen a desviar la corriente ecuatorial sur hacia el Pacífico.
– Espero que la razón de su silencio sea que no han conseguido atar cabos y descubrir la amenaza.
– Eso explicaría que no hayan emprendido ninguna acción.
– Por otro lado -señaló Epona con tono pensativo-, no deja de ser curioso que no busquen vengar el asesinato de un miembro de su tripulación.
– Una ejecución que fue necesaria -afirmó Flidais.
– No estoy de acuerdo -intervino Pitt-. El asesinato a sangre fría nunca es una cuestión de necesidad.
Fue como si se hubiese detenido el tiempo. La copa de champán cayó de la mano de Epona y rodó silenciosamente por la mullida alfombra. Ambas cabezas giraron a la vez, y las largas cabelleras imitaron el movimiento de un latigazo. En los ojos de largas pestañas la sorpresa fue reemplazada por la furia al verse interrumpidas por la intrusión no autorizada de uno de sus propios guardias. Luego reapareció el asombro al verse encañonadas por una pistola.
Pitt advirtió la fugaz mirada de Epona hacia un pequeño mando a distancia dorado que estaba en la alfombra debajo de la mesa de cristal, y vio que movía un pie con mucho disimulo.
– Más te vale que no lo intentes, querida -dijo tranquilamente.
El pie se detuvo, con los dedos muy cerca de uno de los botones. Luego Epona apartó el pie con un movimiento lento.
En aquel instante Flidais reconoció a Pitt.
– ¡Tú! -exclamó con voz aguda.
– Hola, Rita, o como te llames. -Echó una ojeada a la habitación-. Por lo que parece, has progresado.
Los ojos de color ámbar castaño lo miraron con una expresión furibunda.
– ¿Cómo has entrado aquí?
– ¿Es que no te agrada mi mono de diseño? -replicó Pitt, que se movió como si estuviese exhibiendo un modelo en una pasarela-. Es sorprendente cómo abre todas las puertas.
– Flidais, ¿quién es este hombre? -preguntó Epona, que observaba a Pitt como si fuese un animal en el zoológico.
– Mi nombre es Dirk Pitt. Su amiga y yo nos conocimos en la costa oriental de Nicaragua. Si no recuerdo mal, vestía un biquini amarillo y era propietaria de un precioso yate.
– Que echaste a pique. -Flidais parecía una cobra rabiosa.
– No recuerdo que nos ofrecieras alternativa.
– ¿Qué quiere? -preguntó Epona, que miraba fijamente al intruso con sus ojos color jade con reflejos dorados.
– Creo que es justo que Flidais… ¿es así como la llama?… responda por sus crímenes.
– ¿Puedo saber cómo se propone hacerlo? -replicó Epona, con una mirada enigmática.
Esta mujer es una actriz de primera, pensó Pitt. Nada la asustaba, ni siquiera el arma que la apuntaba.
– Me la llevaré en un viaje al norte.
– Así de sencillo.
– Así de sencillo -confirmó Pitt.
– ¿Qué pasa si me niego? -exclamó Flidais, desafiante.
– Digamos que no te gustarían las consecuencias.
– Si no hago lo que quieres, me matarás. ¿Es eso?
Pitt le apoyó el cañón de la Colt.45 contra la sien, junto al ojo izquierdo.
– No, lo que haré será destrozarte los ojos. Vivirás los años que te queden, ciega y convertida en un adefesio.
– Eres grosero y vulgar, como la mayoría de los hombres -le espetó Epona, indignada-. No esperaba menos.
– Es agradable saber que no he desilusionado a una mujer tan bella como astuta.
– No necesita ser paternalista conmigo, señor Pitt.
– No soy paternalista. Solo tolerante. -Sonrió para sus adentros al ver que la pulla la había molestado-. Quizá volvamos a encontrarnos otro día, en circunstancias más agradables.
– No se haga ilusiones, señor Pitt. No creo que le espere un futuro placentero.
– Es curioso, no tiene usted aspecto de gitana.
Tocó suavemente el hombro de Flidais con el cañón del arma y la siguió fuera de la habitación. Se detuvo un momento en la arcada y miró a Epona.
– Antes de que se me olvide: no creo que sea aconsejable abrir los túneles y desviar la corriente ecuatorial sur para provocar un invierno glacial en Europa. Sé de muchas personas que se enfadarían.
Cogió a Flidais de un brazo y la llevó a buen paso pero sin prisas por el pasillo hasta el ascensor. Una vez dentro de la cabina, Flidais se arregló la túnica.
– No solo eres un plasta, Pitt, sino también un estúpido.
– ¿Ah, sí?