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Subió la escalera de caracol hasta su apartamento en el extremo norte del hangar, con la maleta y la bolsa del equipo al hombro. El interior de su apartamento parecía una tienda de antigüedades navales. Muebles de viejos veleros, marinas y maquetas de barcos llenaban la sala de estar. El suelo estaba hecho con la madera de teca de la cubierta de un vapor que había embarrancado en la isla de Kauai en Hawai.

Deshizo la maleta y metió toda la ropa sucia en un cesto junto a la lavadora/secadora, se quitó la ropa que vestía y también la puso en el cesto. Fue al baño, abrió el grifo de agua caliente de la ducha todo lo que pudo soportar y se jabonó enérgicamente hasta que le ardió la piel. Cuando acabó, se secó con el mismo vigor y fue hasta su cama, se acostó sobre la colcha y se quedó dormido al instante.

Ya era de noche cuando Loren Smith entró en el hangar con su propia llave. Subió la escalera y caminó por el apartamento para buscar a Pitt, porque Rudi Gunn le había avisado de su regreso. Lo encontró acostado desnudo en la cama, profundamente dormido. En su rostro apareció una sonrisa sensual mientras se inclinaba para taparlo con una manta.

Cuando Pitt se despertó al cabo de seis horas, vio las estrellas a través de los tragaluces. También olió el aroma del bistec a la plancha. Al ver que estaba tapado con una manta, sonrió para sus adentros al saber que había sido Loren quien lo había tapado. Se levantó y se puso unos pantalones cortos color caqui, una camisa de seda estampada y unas sandalias.

Loren estaba encantadora con unos ajustados pantalones cortos blancos y una blusa de seda a rayas, los brazos y las piernas bronceados por el sol que tomaba en la terraza de su apartamento. Loren exhaló un leve suspiro cuando Pitt le rodeó la cintura con los brazos y le frotó el cuello con la nariz.

– Ahora no -dijo ella, con fingida irritación-. Estoy ocupada.

– ¿Cómo has sabido que llevo soñando con un bistec desde hace cinco días?

– No hace falta ser adivina para saber que es lo único que comes. Ahora siéntate y haz un puré de patatas.

Pitt obedeció sin rechistar y se sentó a la mesa, que estaba hecha con la tapa de la bodega de un viejo carguero. Hizo el puré y lo repartió a partes iguales en sendos platos mientras Loren servía un grueso bistec dividido en dos. Luego puso un bol con ensalada César y se sentó a comer mientras Pitt descorchaba una botella de chardonnay Martin Ray bien frío.

– Me han comentado que tú y Al no lo habéis pasado muy bien. -Loren cortó un trozo del bistec poco hecho.

– Algunos rasguños, nada que reclamara atención médica.

Loren lo miró a los ojos; el violeta se encontró con el verde. Su expresión era suave pero intensa.

– Ya comienzas a no tener edad para meterte en líos. Es hora de que te tomes las cosas con un poco más de calma.

– ¿Quieres que me retire y juegue al golf cinco días a la semana? No es para mí.

– No tienes por qué retirarte. Podrías ocuparte de dirigir expediciones científicas, que no serían ni de lejos lo peligrosas que han sido tus últimas misiones.

Pitt le sirvió el vino, se reclinó en la silla y la observó mientras ella lo probaba. Miró con atención sus hermosas facciones y sus cabellos, las delicadas orejas, la nariz perfectamente modelada, la barbilla firme y los pómulos altos. Podría haber tenido a cualquier hombre de Washington, desde los miembros del gabinete del presidente, a los senadores, los congresistas, los ricos miembros de los grupos de presión, los abogados, los grandes empresarios y los dignatarios extranjeros, pero durante veinte años, a pesar de algunas relaciones esporádicas, nunca había amado a nadie más que a Pitt. Se había apartado en algunas ocasiones y siempre había vuelto a él.

Ahora era mayor; había algunas arrugas muy pequeñas alrededor de los ojos, y su figura, a pesar del ejercicio, era más llena. Sin embargo, si la hubiesen puesto en una habitación con un grupo de jóvenes bellezas, todas las miradas masculinas se hubieran centrado en Loren. Nunca había tenido que preocuparse por la competencia.

– Sí, podría quedarme más tiempo en casa -admitió con voz pausada, sin apartar la mirada de su rostro-. Pero para eso necesitaría tener una razón.

Loren hizo como si no lo hubiese oído.

– Dentro de poco acabaré con mi mandato, y ya sabes que he informado de que no me presentaré a la reelección.

– ¿Has pensado en lo que harás cuando tengas libre todo el tiempo del mundo?

La congresista sacudió la cabeza.

– He recibido varias ofertas para dirigir diversas organizaciones, y al menos cuatro grupos de presión y tres firmas de abogados me han pedido que me una a sus filas. Pero prefiero retirarme. Viajaré un poco, comenzaré el libro sobre los entresijos del Congreso que siempre he querido escribir, y dedicaré un poco más de tiempo a la pintura.

– Has errado tu vocación -señaló Pitt, que le tocó la mano-. Tus paisajes son muy profesionales.

– ¿Y qué me dices de ti? -replicó ella, segura de la respuesta-. ¿Tú y Al continuaréis yendo de un lado a otro, coqueteando con la muerte para salvar los mares del mundo?

– No puedo hablar por Al, pero para mí se han terminado las guerras. Me dejaré crecer la barba y jugaré con mis coches antiguos hasta que tengan que llevarme al asilo en silla de ruedas.

– Eso es algo que soy incapaz de imaginarme. -Se echó a reír.

– Confiaba en que tú quisieras venir conmigo.

Loren se puso tensa y lo miró con los ojos como platos.

– ¿Se puede saber de qué estás hablando?

Pitt le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

– Hablo, Loren Smith, de que creo que ha llegado el momento de pedir tu mano en matrimonio.

Ella lo miró con una expresión de la más absoluta incredulidad.

– ¿No… no estarás…? No será una broma, ¿no? -La emoción la hizo tartamudear.

– Hablo muy en serio -afirmó Pitt, que veía las lágrimas en sus ojos violeta-. Te quiero, te quiero desde hace mil años, y quiero que seas mi esposa.

Loren temblaba como un flan. La dama de hierro de la Cámara de Representantes, la mujer que nunca se echaba atrás por muy fuertes que fueran las presiones políticas, la que era igual o más fuerte que cualquier hombre en Washington. Apartó la mano y se la llevó a los ojos mientras lloraba a moco tendido.

Pitt se levantó y fue al otro lado para abrazarla.

– Perdóname, no pretendía inquietarte.

Loren lo miró con el rostro bañado en lágrimas.

– Tonto. ¿Tienes idea de cuánto tiempo llevo esperando escuchar estas palabras?

Esta vez fue Pitt quien la miró sorprendido.

– Cada vez que ha salido el tema, siempre has dicho que el matrimonio quedaba descartado porque ambos estábamos casados con nuestros trabajos.

– ¿Siempre crees todo lo que dicen las mujeres?

Pitt la levantó de la silla y la besó en los labios.

– Perdóname por haber tardado tanto y haber sido un tonto redomado. Pero la pregunta es válida. ¿Te casarás conmigo?