Loren le echó los brazos al cuello y le cubrió el rostro con sus besos.
– Sí, tonto -dijo como una colegiala-. ¡Sí, sí, sí!
42
Cuando Pitt despertó por la mañana, Loren ya se había marchado a su apartamento para ducharse y vestirse para otro día de lucha en el Congreso. Experimentó una sensación de placer al recordar el calor de sus brazos durante la noche. Aunque tenía que asistir a una reunión en la Casa Blanca, no estaba de humor para vestirse de traje y hacer el papel de un burócrata. Además, ya estaba decidido a retirarse así que no le pareció que fuese necesario impresionar a los consejeros presidenciales. Por lo tanto, se vistió con un pantalón, un polo y una americana.
Otro Lincoln negro, conducido por un agente del servicio secreto, lo estaba esperando cuando salió del hangar. El conductor, un tipo de hombros anchos pero con una barriga considerable, no se molestó en bajarse para abrirle la puerta ni lo saludó. El viaje hasta el apartamento de Al lo hicieron en silencio.
Después de recoger a Giordino, que se sentó junto a Pitt, no tardó en quedar claro que el conductor no seguía el trayecto habitual hacia la Casa Blanca. Giordino se inclinó sobre el respaldo del asiento delantero.
– Perdona, tío, pero ¿no nos estás llevando por el camino más largo?
El conductor no apartó la mirada de la calle ni le respondió.
Al se volvió hacia Pitt con una expresión muy circunspecta.
– Este tipo es un charlatán de cuidado.
– Pregúntale dónde nos lleva.
– ¿Qué respondes, tío? -Giordino habló con la boca muy cerca de la oreja del agente-. Si no vamos a la Casa Blanca, ¿cuál es nuestro destino?
No obtuvo ninguna respuesta. El conductor no le hizo el menor caso y continuó conduciendo como un autómata.
– ¿Tú qué opinas? -murmuró Giordino-. ¿Qué tal si le clavamos un piolet en la oreja en el próximo semáforo y nos hacemos con el coche?
– ¿Cómo sabemos que el tipo es realmente un agente secreto?
El rostro del conductor permaneció impasible. Pasó una mano por encima del hombro para mostrarles la credencial del servicio secreto. Giordino le echó una ojeada.
– Es un agente. No podría ser otra cosa llamándose Otis McGonigle.
– Me alegra que no vayamos a la Casa Blanca -dijo Pitt, y bostezó como si estuviese aburrido-. Está lleno de auténticos plastas, que para colmo creen que el país se hundiría sin ellos.
– Sobre todo los gorilas que protegen al presidente -apuntó Giordino.
– ¿Te refieres a esos cabezas cuadradas que lo rodean con auriculares en las orejas y unas gafas de sol que pasaron de moda hace treinta años?
– Los mismos.
El conductor siguió en silencio, sin mostrar ni siquiera un gesto de irritación.
Pitt y Giordino desistieron de su intento de arrancarle palabra y permanecieron callados el resto del trayecto. McGonigle detuvo el coche delante de una pesada verja de hierro. El guardia con el uniforme de la policía de la Casa Blanca reconoció al conductor, entró en la garita y apretó un botón. Se abrió la verja y el coche bajó por una rampa hasta un túnel. Pitt conocía la red de túneles debajo de las calles de Washington, que unían los edificios gubernamentales alrededor del Capitolio. El ex presidente Clinton los había utilizado con frecuencia para irse de juerga a sus locales favoritos.
Tras recorrer unos dos kilómetros, McGonigle detuvo el Lincoln delante de un ascensor, salió del coche y abrió la puerta trasera.
– Muy bien, caballeros, hemos llegado.
– ¡Habla! -exclamó Giordino. Miró en derredor-. Pero ¿cómo? No veo al ventrílocuo.
– Tíos, hay algo que tengo claro y es que nunca os contratarán para el Club de la Comedia -murmuró McGonigle, sin entrar en el juego. Se hizo a un lado cuando se abrió la puerta-. Esperaré impaciente vuestro regreso.
– No sé por qué, pero me caes bien.
Giordino le dio una palmadita en la espalda y entró en el ascensor. La puerta se cerró antes de que pudiera ver la reacción del agente.
El ascensor no subió, sino que descendió unos cuatrocientos metros antes de disminuir la velocidad hasta detenerse. Se abrió la puerta y se encontraron con un infante de marina armado y vestido con uniforme de gala junto a una puerta de acero. Comprobó cuidadosamente las credenciales de Pitt y Giordino. Satisfecho, marcó un código en el teclado que había en el marco y se apartó mientras se abría la puerta. Sin decir palabra, los invitó a pasar con un gesto.
Entraron en una gran sala donde había equipos de comunicación más que suficientes para mantener una guerra. Los monitores de televisión y las pantallas con mapas y fotografías cubrían tres de las paredes. Sandecker se levantó de su silla para saludarlos.
– Esta vez habéis abierto la caja de Pandora.
– Espero que los resultados de nuestra investigación sean útiles -comentó Pitt discretamente.
– No seas modesto. -El almirante se volvió cuando se acercó un hombre alto, de cabellos canosos, vestido con un traje negro a rayas y una corbata roja-. Creo que ya conoces al consejero de seguridad del presidente, Max Seymour.
Pitt estrechó la mano del consejero.
– Hemos coincidido en algunas de las barbacoas de mi padre, los sábados.
– El senador Pitt y yo somos viejos amigos -dijo Seymour, amablemente-. ¿Cómo está su encantadora madre?
– Muy bien, excepto por la artritis -respondió Pitt.
Sandecker se encargó de presentarle a los otros tres hombres que estaban de pie en un extremo de la mesa: Jack Martin, asesor científico de la Casa Blanca; Jim Heckt, subdirector de la CIA; y el general Arnold Stack, cuyo trabajo en el Pentágono era algo indefinido. Todos se sentaron mientras Sandecker le pedía a Pitt que informara de todo lo que él y Giordino habían encontrado en los túneles y en el complejo de Odyssey en la isla Ometepe.
Pitt esperó a que una secretaria avisara que el magnetófono estaba en marcha, y luego comenzó su relato. A menudo consultaba con Giordino para no saltarse alguna cosa. Describieron los acontecimientos y escenas que habían presenciado y sus conclusiones. Nadie los interrumpió con preguntas, hasta que acabaron el informe con el relato de cómo habían escapado de la isla con los Lowenhardt y la asesina de Odyssey.
Los hombres del presidente tardaron unos segundos en comprender la enormidad del desastre en ciernes. Max Seymour miró a Jim Heckt, de la CIA, con una expresión glacial.
– Por lo que se ve, Jim, esta vez tu gente no se olió la tostada.
Heckt se encogió de hombros, incómodo por el reproche.
– No recibimos ninguna orden de la Casa Blanca para que investigáramos. No había ninguna razón para enviar a nuestros agentes, porque las fotos de satélite no mostraban que se estuviera construyendo algo que pudiera poner en peligro la seguridad de los Estados Unidos.
– ¿Qué me dice del complejo en Ometepe?
– Lo comprobamos -respondió Heckt, cada vez más molesto por las preguntas de Seymour-. No había motivos para creer que se dedicaran a alguna otra cosa que no fuera la investigación de energías alternativas. Nuestros analistas no encontraron ningún indicio de que Odyssey estuviera investigando y desarrollando armas de destrucción masiva. Por lo tanto, continuamos ocupados con nuestro objetivo principal de vigilar la penetración de la República Popular China en Centroamérica y, en particular, en la zona del Canal.
– A mí me preocupa que nuestros mejores esfuerzos científicos estén todavía muy lejos de producir una celda de combustible que funcione -dijo Jack Martin-. No solo se trata de que Odyssey ha conseguido un extraordinario avance tecnológico, sino que los chinos comunistas ya están fabricando millones de unidades.
– No siempre podemos liderar al mundo en todo lo que se hace -manifestó el general Stack. Miró a Pitt y Giordino-. Por lo que nos han dicho, Odyssey captó a varios de los principales científicos del mundo en el tema, se los llevó a sus instalaciones en Nicaragua y una vez allí los obligó a desarrollar un producto que funciona.