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Charles Sheffield

La odisea del mañana

Libro uno

Amor y muerte

1

Al filo de la condena

El Tiempo: Remedio para todo, disolvente universal

¿Y si el tiempo no se pudiera alcanzar?

Cuando Drake recibió finalmente un diagnóstico médico claro tras meses de terrores secretos y falsas esperanzas y evasivas por parte de los especialistas, a Ana le quedaban menos de cinco semanas de vida. Su deterioro era ya irreversible. De repente, después de doce maravillosos años juntos y un futuro que parecía extenderse cincuenta más ante ellos, veían cómo el mundo se reducía a un puñado de días.

Había empezado de forma tan fácil; más que fácil. Había empezado con nada, un coche rojo en el camino de entrada cuando no esperaba ninguno. El coche de Ana.

Pasaba frente a la casa casi por casualidad, después de una limpieza de boca, camino de una entrevista en la nueva sala de conciertos. Como todo el mundo, Drake se había quejado de la acústica, y los responsables de la sala le habían llamado para que fuera más específico. El período de gracia para los cambios en la construcción sin recargo añadido expiraba en menos de treinta días, y estaban preocupados.

En fin, podría ser específico, muy específico, sobre la absorción de graves, la saturación del sonido a media distancia y la resonancia de las altas frecuencias. Pero Ana no debería estar en casa. Le había dicho al salir que pensaba almorzar con el pianista y el clarinetista, y que no volvería más o menos hasta las seis.

¿Problemas mecánicos? Hacía una semana que el Camry presentaba síntomas de rebeldía.

Aparcó en la calle y entró, reparando en el charco de agua del asfalto y prometiéndose por enésima vez que lo haría repavimentar. Ana no estaba en la cocina. Tampoco en el comedor, ni en el estudio, ni en el salón.

Sintió la primera punzada de ansiedad mientras subía corriendo las escaleras. El alivio que sintió al verla, vestida con sus vaqueros y su camisa de tela escocesa y plácidamente dormida en su cama, fue sorprendentemente intenso.

Cruzó el cuarto y le dio un meneo. Ella abrió los ojos, parpadeó, y le sonrió.

Él se agachó y la besó con suavidad en los labios.

—¿Estás bien?

—Estoy bien, amor. Es sólo que me siento tan cansada…

—¿Te quedaste despierta hasta tarde? —Drake había ido al centro para asistir a la representación de una de sus últimas obras y estrechar la mano de su público a continuación lo había mantenido ocupado hasta pasada la medianoche.

Ana negó con la cabeza.

—A las diez ya estaba en la cama. Últimamente me siento así a menudo. Sin fuerzas y desganada. Pero nunca tan mal.

—Eso no es propio de ti. ¿Por qué no llamamos a Tom?

Esperaba que ella le dijera que no hacía falta, que lo único que necesitaba era un poco más de relax; Ana, entre sus ofertas para cantar y sus clases, se exigía demasiado.

Para su sorpresa, ella asintió.

—¿Te importa llamarle por mí? —Se tumbó y cerró los ojos—. Quiero pasar un rato más en la cama.

Drake había empezado a preocuparse a partir de ese momento, aunque al principio nadie más pareciera compartir su inquietud. Tom Lambert era un amigo íntimo además del médico de la familia. Acudió esa misma tarde, rezongando sobre lo que dirían los demás pacientes si supieran que hacía consultas a domicilio.

Pasó mucho tiempo auscultando a Ana. Parecía más perplejo y curioso que preocupado.

—Podría tratarse de simple fatiga —dijo al terminar. Aceptó un sorbo de whisky escocés en vaso grande y le echó mucho hielo. Los tres estaban sentados en el estudio. Tom levantó su vaso en dirección a Ana antes de probarlo. Suspiró—. Lo único que digo es que, si se trata de algo, es la primera vez que lo veo.

—¿Crees que deberíamos olvidarlo y ya está? —preguntó Ana. Estaba sentada en el sofá con los pies recogidos debajo del cuerpo. Drake, estudiándola ahora en vez de aceptar su presencia sin más, decidió que parecía más delgada—. Ya sabes, tomarse un par de aspirinas y esperar a mañana.

—¿Olvidarlo? —Tom parecía conmocionado—. Claro que no. ¿Por qué clase de médico me tomas? Quiero que veas a un especialista.

—Claro. —Ana estaba tomándole el pelo. Tom y ella ya habían tenido antes la misma discusión—. El médico típico de hoy en día: es imposible que te digan lo que te pasa a menos que consultes a otros cuatro médicos…, cada uno con sus respectivos honorarios, naturalmente. Si fuerais músicos, todas vuestras partituras serían al menos para un quinteto.

—Ya. Y si vosotros fuerais médicos, no abriríais la consulta para menos de cien personas. De todos modos, no cambies de tema. Quiero que veas a un especialista. Te voy a dar cita con el doctor Kevin Williams.

—Pero si no sabes de qué se trata —protestó Drake—, ¿cómo sabes qué tipo de especialista necesita?

Tom Lambert parecía ligeramente abochornado.

—Dije que era la primera vez que lo veía, en la práctica. Pero eso no quiere decir que no tenga ideas. Kevin Williams está especializado en enfermedades de la sangre y el sistema linfático. Dirige un grupo en NIH. Es amigo mío y es endiabladamente bueno. No te preocupes, Ana.

—No pensaba hacerlo. No es lo mío. Drake es el que se preocupa de la familia.

—Pues tú tampoco te preocupes, Drake. Llegaremos al fondo de la cuestión. —Tom asintió, y cuando habló de nuevo fue como si lo hiciera para sí—. Sí. Llegaremos muy pronto.

Tom hizo cuanto pudo. Drake no lo dudó nunca ni por un momento. Ana vio al doctor Williams al día siguiente, preludio de una mareante sucesión de médicos y análisis en el transcurso de las dos semanas siguientes. El comentario jocoso que le había hecho Ana a Tom se quedó corto. Drake contó doce médicos distintos, sin contar los individuos, muchos de ellos doctores en Medicina a su vez, que administraban las resonancias magnéticas, los tratamientos intravenosos, las mielografías y las múltiples muestras de sangre.

Tom hablaba poco, pero Drake sabía en el fondo que el problema era grave. La lasitud de Ana se desarrolló. No cabía duda de que estaba perdiendo peso. La habían obligado a cancelar sus clases y sus conciertos a corto plazo. Una mañana estaba sentada a la mesa de la cocina, con la pálida luz invernal reflejada en su cabello rubio pajizo. Drake se fijó en la traslúcida pátina cérea que le empañaba la frente y en el patrón de finas venas azules de sus sienes. Lo embargó un temor tal que no fue capaz de decir nada.

El nefasto resultado de la biopsia, cuando llegó por fin, no supuso ninguna sorpresa. Tom les dio la noticia en persona, una tarde gris de comienzos de marzo.

—¿Una operación? —Ana, como siempre, hacía gala de calma y racionalidad.

Tom meneó la cabeza.

—¿Quimioterapia?

—Probaremos con eso, desde luego. —Tom vaciló—. Pero tengo que decirte, Ana, que el pronóstico no es demasiado bueno. Te podemos tratar, qué duda cabe, pero no podemos curarte.

—Entonces no hay más que hablar. —Ana se incorporó, ya un poco inestable al erguirse a causa de la reducción muscular en sus piernas—. Voy a traer café para todos. Ya debería haber subido. ¿Azúcar y crema, Tom?

—Ah…, sí. —Tom la miró con tristeza—. No, o sea, crema sí, sin azúcar. Da igual. Me gusta de todos modos.

En cuanto Ana salió de la habitación se volvió hacia Drake.

—Está en una fase de negación. Es natural, y no me sorprende. Tardará un tiempo en hacerse a la idea.

—No. —Drake se levantó y se acercó a la ventana. Las últimas nieves fuertes del invierno estaban derritiéndose, y ya despuntaban los primeros tallos verdes de la primavera. En unos cuantos días florecerían las campanillas de invierno y el azafrán.