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Drake no sentía ninguna necesidad de tomarse unas vacaciones. Se había resistido a la idea con tenacidad la media docena de veces que Par Leon se lo había sugerido. Hacía menos de un cuarto de hora que conocía a Melissa Bierly. Pero, sin alcanzar a entender cómo ni por qué, se descubrió disponiéndose a llamar a Par Leon.

Este seguramente le diría que no. Era imposible que se mostrara conforme, dado el estado actual del proyecto. Mientras sonaban los tonos de llamada, Drake se preparó para aceptar la negativa. Cuando Leon le dijera que no, Drake tendría algo tangible con lo que contrarrestar su impulso irracional de decir que sí y partir con Melissa rumbo a los confines de la Tierra.

El monitor cobró vida, con el franco y circunspecto semblante de Par Leon mirando en su dirección, y Drake formuló una solicitud medio coherente para aplazar su trabajo una temporada.

Y Leon asintió, antes incluso de que Drake hubiera terminado.

—Pues claro que puedes irte. Tengo un montón de trabajo del que podré ocuparme perfectamente en tu ausencia. El proyecto no se resentirá. Vete, y pásalo bien.

Aun pese a su embotado estado de ánimo Drake intuyó que allí ocurría algo raro. La voz de Par Leon carecía de expresión. Era como si hubiera esperado la petición como consecuencia de alguna conversación anterior. Además, Leon no le había preguntado a Drake cuándo quería irse, ni adónde, ni cuánto tiempo pensaba pasar fuera. Y Drake no le había proporcionado esa información. De hecho, ni siquiera él lo sabía.

Pero antes de que pudiera hablar de nuevo, Leon desapareció; y Melissa había tomado sus manos entre las de ella y lo estaba poniendo en pie sin dificultad.

—Ahí lo tiene —dijo—. ¿Qué le había dicho? Ahora que eso ya está arreglado, podemos sentarnos a hacer planes y empezar a conocernos mejor. Tiene usted aquí muy poco sitio. ¿Por qué no vamos a mi casa? Es mucho más acogedora.

Drake pensó en Ana por un momento. Yacía a salvo en su gélida criomatriz, en el lejano Plutón. Pero era Melissa, cálida y viva y de algún modo irresistible, la que sostenía sus manos. Eran sus brillantes ojos azules, en vez de los grises de Ana, los que le sonreían.

Sin reaccionar, permitió que lo condujera hasta la puerta y lo sacara de su apartamento.

Drake iba a salir al aire libre de la Tierra por primera vez en quinientos años. Puesto que la superficie no parecía desempeñar ningún papel en sus planes tras la resurrección, había hecho caso omiso de su existencia mientras trabajaba con Par Leon. Y si le hubieran preguntado qué esperaba encontrar mientras el ascensor lo conducía hacia arriba, le hubiera costado proporcionar una sola respuesta. En cualquier caso, las respuestas que se le pudieran haber ocurrido no se parecerían a nada de lo que encontraron Melissa y él cuando el ascensor de profundidad llegó por fin a la superficie.

En los últimos días Melissa había tomado los mandos de sus vidas. Aunque llevaba descongelada menos de setenta días, parecía saber muchas más cosas que Drake acerca de su nuevo mundo. Él había renunciado a su independencia transcurridas veinticuatro horas. Ella era como una fuerza de la naturaleza. Drake no intentaba discutir con ella ni contradecirla. Melissa sabía adónde iban, cómo iban a llegar, qué harían una vez allí.

Tan solo ocasionalmente, cuando esperaban algo, percibía él una diferencia. La conducta de imperiosidad y competencia cambiaba. Los ojos azules adoptaban una tonalidad frenética y enloquecida, y negras sombras cruzaban su cara como demonios.

Eso era lo que ocurría ahora. Estaban en la superficie, y las gigantescas puertas del ascensor se disponían a liberarlos al aire del exterior. Melissa tendría que bullir de energía y emoción. En vez de eso estaba callada, mirando fijamente el suelo a escasos pasos de ellos como si pudiera ver todos los diablos del Infierno en el dibujo de las baldosas. Era Drake el que tenía los ojos como platos, curioso, demasiado absorto como para preocuparse por el cambio operado en Melissa. Aun las puertas en sí despertaban su interés. No se habían abierto, como unas puertas convencionales, sino que parecieron disolverse en una neblina gris sin hacer ruido. ¿A esto se referían las enseñanzas inducidas, cuando mencionaban «la tecnología transformadora que proporciona el dominio de los lazos moleculares»?

Contempló las puertas con fijeza mientras se desvanecían en silencio. Media docena de posibilidades brotaron en su mente al preguntarse qué vería en el exterior: ¿Un mundo completamente pavimentado, con carreteras y vehículos por todas partes? ¿Ingentes cantidades de tráfico aéreo de diseño extraño y desconocido, volando por encima de sus cabezas? ¿Devastación posnuclear? ¿Edificios gigantescos, construcciones capaces de albergar a medio millón de personas? ¿Aire estremecido por el calor, como dictaba el calentamiento global; o capas de hielo y nubes de vaho condensado, precursores de una nueva Era Glacial contenida en su momento por la quema generalizada de combustibles fósiles? ¿Se habría perdido tal vez la capa de ozono, ardería ahora la luz solar tan feroz y cargada de radiación ultravioleta que la piel desprotegida se amorataría y ennegrecería en cuestión de minutos?

Todo esto, y más, se había previsto con suma fiabilidad.

Drake miró. Vio una pradera interminable, salpicada a lo lejos con pequeños grupos de árboles. No había ni rastro de seres humanos o de su influencia. Melissa se situó a su lado y le cogió la mano. Él la miró de reojo y vio que había recuperado su habitual aplomo. La mujer abrió la marcha, rumbo a la lejana línea azul y gris del cielo.

Conforme avanzaban, Melissa entró en explicaciones. Había retomado su porte natural al instante, en cuanto se abrieron las puertas del todo y se hizo visible la superficie del exterior.

—Pude ver los indicios en mi época —dijo— y me sorprendería que no fueran visibles ya en la tuya. Si me pidieran que resumiera en una sola palabra lo que inició el cambio, diría una que nunca he visto citada: cristal. Antes de que la gente conociera el cristal, hubo una época en que no vivía en edificios sino en la calle, en medio de lo que allí hubiera: animales de todos los tamaños, desde pulgas a elefantes. Puede que no les gustara, pero no podían hacer nada al respecto. Con el paso del tiempo la gente aprendió a construir edificios y pudo vivir bajo techo. Pero si querías ver lo que hacías, tenía que haber agujeros en las paredes para permitir la entrada de la luz. Podías hacer agujeros pequeños, para que no entraran los elefantes, los lobos y los osos. Pero no había manera de hacer los agujeros lo bastante grandes como para permitir el paso de la claridad e impedir que se colaran también los insectos, las arañas, las cochinillas y los ciempiés. La gente seguía esperando vivir rodeada de toda clase de bichos. De modo que los aplastaban, o los aceptaban —las arañas mantienen la casa limpia de moscas— o se resignaban a su presencia.

»Pero entonces llegó el cristal, económico y de buena calidad. Se podían hacer ventanas que permitieran el paso de la luz y se lo cerraran a los insectos. Y es entonces cuando la gente empezó a considerar «sucias» a las arañas, las cucarachas y las hormigas, «antinaturales» incluso. He conocido a mujeres que se ponían a chillar si encontraban una araña de tamaño considerable en su cuarto de baño. Y en cuanto a hacer esto…

Se agachó en la alta hierba que le cubría los pies y volvió a incorporarse sosteniendo delicadamente un enorme saltamontes en sus manos ahuecadas.

—Conocí a gente que no tocaría un bicho inofensivo como este ni por todo el oro del mundo. ¿No te parece peculiar? Incluso la palabra sucio cambió de significado. Caminamos sobre la tierra, hay polvo por todas partes. Es completamente natural. El suelo está hecho de suciedad. Pero cuando se vive en un entorno totalmente artificial, protegido del exterior, nunca se ve la tierra de verdad. Las cosas «sucias» se convierten en algo completamente antinatural, y las evitas. La buena noticia es que cuando la gente empezó a querer salir cada vez menos, porque el exterior estaba infestado de escarabajos, mosquitos, gusanos, orugas y sanguijuelas, consintió que la superficie recuperara el aspecto que tenía antes de la ocupación de los humanos. —Se agachó para soltar el saltamontes y señaló a lo lejos a su izquierda—. Tampoco es que haya solo saltamontes, abejas y moscas. Veinte o treinta kilómetros en esa dirección encontraríamos gacelas, guepardos y ñúes. Puede que también leones.