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Ni rastro de seres humanos en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Pero la pregunta más importante estaba aún por responder. ¿Qué hacía él aquí?

No se le ocurría ninguna respuesta que tuviera sentido. De algún modo, las sugerencias de Melissa Bierly estaban investidas de la autoridad de órdenes tajantes. Era incapaz de decir que no. Si le pidiera que saliera y se enfrentara a los leones hambrientos, estaba seguro de que lo haría.

Y había aún otra pregunta. ¿Qué estaba haciendo ella aquí? Su deseo de ver mundo sólo tendría sentido si estuviera buscando algo… o huyendo de algo.

No lograba imaginar el qué; pero más tarde, tumbados juntos en el tranquilo dormitorio de la cabaña, oyó sus suspiros. Melissa gemía débilmente en sueños. Y cada pocos minutos, hasta que por fin también él se quedó dormido, escuchó el ruido que hacía la mujer al rechinar los dientes.

La mañana restituyó a Melissa su jovialidad y su ímpetu. Anunció que había cambiado de opinión. Quería subir a la cima de la montaña que se erguía al noreste antes de utilizar el sistema de transporte y volar a Sudamérica.

—¿Birhan? —Drake había accionado un mapa a gran escala y solicitado una ruta óptima. Accionó ahora un mapa topográfico—. ¿Estás segura? Es una mole. Según esto se eleva cuatro mil metros. No podremos respirar.

—Respiraré yo por los dos. —Melissa estaba rebosante de energía—. Te ayudaré, y tampoco subiremos hasta el final. Lo justo para disfrutar de la vista. Venga, en marcha.

El ama de llaves automatizada había previsto su necesidad de embalar comida, del mismo modo que les había proporcionado el desayuno y dispuesto un coche para ellos. Sabía qué mapas había consultado Drake y había decidido que Birhan no se encontraba a un día de marcha para una persona.

El coche deslizador avanzaba veloz, a un metro aproximado de la superficie, sin hacer apenas ruido. Maniobraba en todo tipo de terrenos con facilidad, por agua igual que por tierra. Cuando surcaban el lecho rocoso y casi seco de un amplio río, Drake levantó la mirada del monitor que trazaba su ruta.

—Este es el Nilo Azul. Me pregunto qué le ha ocurrido.

—Lo desviaron hace cuatrocientos años. —Como de costumbre, Melissa lo sabía todo—. Una vez se quedó completamente seco. Ahora parece que los antiguos diques están cediendo. Ya nadie los necesita.

El terreno ascendía constantemente, y el deslizador seguía la pendiente sin esfuerzo. Por lo que se refería a Drake se hubiera contentado con viajar sentado hasta la cumbre nevada. Melissa tenía otras ideas.

—Aquí está bien. —Detuvo el coche—. Estamos a dos mil quinientos metros. Seguiremos a pie y comeremos algo cuando lleguemos arriba. El deslizador se quedará aquí.

Estaba señalando, no a la montaña sino al monitor. Este mostraba una pequeña zona llana donde la ladera se nivelaba a unos seiscientos metros por encima de ellos. Era fácilmente accesible por un lateral, pero las líneas geodésicas indicaban que el otro borde terminaba en una abrupta caída de trescientos metros.

Melissa se apeó ágilmente del vehículo de un salto. Drake la imitó, menos ágilmente. Flexionó los hombros. Empezaba a notar el esfuerzo añadido que debían realizar sus pulmones.

Iniciaron el ascenso. Melissa parecía detectar la ruta más accesible por instinto, y en vez de competir con ella, Drake se mantenía dos pasos por detrás y la seguía. Se temía que fuera peor que el día anterior, pero Melissa mantenía un paso lento y constante adecuado a su resistencia. Los dos se habían puesto ropa de abrigo. Melissa llevaba gruesos pantalones azules y una chaqueta acolchada que hacía juego con el color de sus ojos. Drake se preguntó cómo había fabricado o encontrado ese color el ama de llaves automatizada de la cabaña… cómo había sabido siquiera que debía encontrar ese color.

Hoy, a esta altitud, las ropas de abrigo eran necesarias. Drake sentía un cosquilleo en las orejas. La brisa que le acariciaba la espalda era fría, pero parecía ayudar a empujarlo hacia delante.

Al menos por un momento. Siguió sintiéndose aliviado cuando coronaron la última elevación y llegaron a la pequeña llanura. Melissa no se detuvo, sino que continuó caminando hasta cruzarla.

—Allí —dijo—. Por esto hemos venido. Eso es África.

Estaba señalando hacia el oeste. Drake llegó a su lado y retrocedió al instante, sobrecogido. La vista era increíble. Alcanzaba a ver lo que parecían cientos de kilómetros de colinas y llanuras. Pero se encontraban al filo de un acantilado abrupto. Era tan escarpado que no podía ser natural. Alguien, en algún momento, por algún motivo inexplicable, había cortado el costado entero de la montaña hasta convertirlo en una pared de roca que caía verticalmente sin cornisas ni oquedades hasta el fondo erizado de piedras de una sima de trescientos metros de profundidad.

—Ten cuidado, Melissa. —Retrocedió un poco más y se sentó. Soplaba un viento racheado en la llanura y la proximidad del abismo era aterradora.

La mujer se giró y le sonrió.

—No hace falta que te preocupes por mí. Mira.

Ante la horrorizada mirada de Drake, Melissa cerró los ojos y caminó a lo largo del filo, tan cerca que con cada paso a ciegas pisaba con medio pie fuera de la roca. Cuando empezaba a convencerse de que se iba a caer, la mujer se dio la vuelta y se acercó a él lentamente.

—Todo en orden. ¿Comemos?

—Comemos, cenamos, lo que quieras…, pero mantente lejos del borde.

—Te preocupas demasiado, Drake. —Melissa se sentó junto a él con gesto indiferente—. ¿No comprendes que podría pasarme el día entero haciendo cosas así, sin resultar herida?

La creía pero, para su alivio, ella siguió su consejo y se quitó la mochila. Drake contempló la cara de la llanura, con su suave ladera descendente. Con un poco de suerte Melissa daría por concluidas las escaladas por un día.

Empezaron a comer. Pese a ser pleno invierno, en esta latitud la luz del sol era intensa. Resaltaba hasta el último detalle del rostro de Melissa: la sonrisa satisfecha, el lustre de su piel perfecta y los deslumbrantes ojos azules. Drake decidió que jamás en su vida había visto una mujer que tuviera un aspecto tan saludable.

Estaba mirándola fijamente cuando se produjo el cambio. Melissa acababa de morder un trozo de apio. Mientras tragaba, las comisuras de su boca se desplomaron. Su cara se ensombreció, obedeciendo a un brusco torrente de sangre. Aquellos ojos espléndidos se extraviaron en la nada y miraron coléricamente en rededor.

—Ha de ser —dijo—. Ha de ser.

Se levantó. Mientras Drake se quedaba paralizado ella caminó cinco pasos de espaldas. Drake seguía intentando ponerse de pie cuando ella tomó carrerilla y se lanzó al aire desde el borde del acantilado.

—¡Melissa! —Se olvidó de sus temores y se acercó al filo.

Melissa caía, con los brazos en cruz. No cambió de postura, tampoco gritó. Drake, horrorizado, vio como su figura ceñida de azul disminuía de tamaño. Ya había descendido decenas de metros. Su postura era un salto del cisne en perfecto equilibrio, como una saltadora de trampolín en la primera fase de su caída. Pero en lugar de agua, bajo ella no había nada salvo roca sólida y peñascos de agudas aristas.

Cuando nada en el mundo podía salvarla, la cara entera del acantilado entró en erupción de repente de arriba abajo. Proyectó una nube de átomos de polvo como una alfombra al sacudirse. En lugar de caer o propagarse, las partículas convergieron para formar un denso penacho gris que se unió más aún al volar en pos del cuerpo de Melissa. Cuando llegó a la posición adecuada, se extendió para formar un manto gris debajo de ella.

Melissa debía de haberlo visto venir. Empezó a gritar y a agitar los brazos, intentando evitar el contacto de la capa gris alterando la trayectoria de su caída. No sirvió de nada. El manto la alcanzó y se plegó a su alrededor. Drake vio sus brazos, que sobresalían de la cobertura envolvente y la manoteaban desesperadamente.