»Tú no conoces a Ana —continuó—. No hay nadie más realista que ella. No es como yo. Ana no está negando nada. Soy yo el que se resiste a aceptarlo.
—Voy a recetarle analgésicos —prosiguió Tom, como si no hubiera estado escuchando—. Todos los que quiera. El dolor no es ninguna virtud. En casos como este no me preocupa la adicción. Y también os voy a recetar tranquilizantes… a los dos. —Tom miró en dirección a la cocina, para asegurarse de que Ana no podía escucharlo—. Será mejor que sepas la verdad, Drake. No podemos hacer absolutamente nada por ella. Olvídate de la quimioterapia. Me sorprendería que Anastasia consiguiera con eso algo más que unas cuantas semanas de prórroga. Tengo la impresión de que la medicina sigue aún en la Edad Media en lo que a esta enfermedad se refiere. Como médico también debo preocuparme por ti, Drake. No descuides tu salud. Y recuerda que puedo venir a veros, de día o de noche, siempre que me necesitéis cualquiera de los dos.
Ana regresaba de la cocina. Se detuvo en el umbral, sosteniendo una bandeja con tazas, una cafetera, crema y azúcar. Sonrió y enarcó una ceja.
—¿Habéis acabado? ¿Puedo volver ya?
Drake la miró. Estaba delgada y debilitada, pero nunca le había parecido más hermosa. Hermosa y valiente y adorable. Ante la perspectiva de vivir sin ella se le encogía el corazón. Se sentía como si le faltara el aliento.
Ana era toda su vida, sin ella no tenía nada. ¿Cómo iba a soportar su pérdida?
2
Tom se fue antes de las diez. Se dio cuenta de que Ana, que ponía buena cara por él, estaba rendida.
Ana se acostó en cuanto se hubo marchado Tom. Drake la siguió, media hora después. Ya estaba dormida. Se tumbó junto a ella sin desvestirse, convencido de que sería una pérdida de tiempo. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para conciliar el sueño.
Cerró los ojos. Se imaginó a Ana como era cuando se conocieron.
Siempre le decía a todo el mundo que estaba enamorado de ella incluso antes de verla. La ocasión que propició su primer encuentro fue un examen de fin de trimestre. Drake, como alumno estrella del doctor Bonvissuto en composición musical, estaba realizando un examen en solitario, en un pequeño cuarto contiguo al austero despacho de Bonvissuto.
No era el escenario ideal para concentrarse, pero Drake había ensayado el ejercicio varias veces antes. Mientras escribía las partes de una fuga compuesta por su profesor, Bonvissuto se entrevistaba con los aspirantes a alumnos y becarios del orfeón en la sala contigua.
El material del examen no era ninguna obra inspirada, y Drake podía hacerlo de forma casi automática, utilizando hojas de papel pautado y un lápiz. Bonvissuto desconfiaba de los ordenadores y el resto de accesorios que aceleraban la composición musical.
—Conque te hace falta un ordenador para escribir más deprisa, ¿eh? —Había regañado a Drake en su primera sesión con él—. Händel escribió El Mesías, de la primera nota a la última, en veinticuatro días. Tú haz lo mismo en dos o tres meses y no me quejaré. ¿Quieres ayuda informática? Perfecto. Siempre y cuando escribas más y mejor. Mejor que Bach. Mejor que Monteverdi, mejor que Mozart. Ellos no tenían ordenador.
Viniendo de Bonvissuto, la reprimenda había sido suave. Pero hablaba en serio. Drake trabajaba como una bestia en el examen, sin la ventaja de siglos de desarrollo tecnológico, mientras en la habitación de al lado iba y venía una sucesión de jóvenes.
La mayoría, Drake lo sabía, llegaban preparados para cantar como Brunilda o Tristán o la Reina de la Noche. Bonvissuto no lo consentía.
—Algo sen-ci-llo. Nada de óperas grandiosas. Canciones simples, canciones populares. Cuando me cantéis eso bien de verdad, a capela, a lo mejor entonces empezamos a pensar en Verdi y Mozart y Wagner.
Cantaban sin acompañamiento, a menudo alto y desafinado. Y Bonvissuto comentaba, igualmente alto:
—¿Qué nota pensabas que era esa del final? ¿Y en qué idioma? ¿Has oído hablar de la dicción? Esta canción es en inglés, por el amor de Dios. Escuchándote parecía polaco o chino o vete a saber qué.
Bonvissuto le daba la vuelta al patrón convencional. Cuando se enfadaba, su acento italiano desaparecía. En su lugar aparecía un inglés perfecto y un acento de Kansas. Lo mismo ocurría durante sus clases con Drake, que una vez cometió la imprudencia de mencionar esa circunstancia. El profesor le había guiñado un ojo y dicho:
—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un italiano de Kansas? ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un compositor de Kansas?
Drake acabó de escribir la fuga, le dio la vuelta a la página y siguió con el último ejercicio. «Propón una melodía que case con el acompañamiento propuesto».
Leyó lo que seguía y se dio cuenta de que el problema estaba chupado. Conocía la obra original. Lo que tenía delante era la parte de piano de «Adormecimiento», cuarta canción del ciclo de El viaje de invierno. Lo único que tenía que hacer era escribir la parte vocal. Daba la casualidad de que el acompañamiento estaba en la menor, un tono por encima de la versión con la que estaba familiarizado, de modo que tendría que transportar; pero eso era insignificante.
Volvió a leer la pregunta para asegurarse. «Propón una melodía que case». No decía, «Compón una melodía que case». Y estaba claro que no podía superar a Schubert.
Mientras escribía en la línea vocal oyó la puerta que se abría de nuevo en la sala contigua. Hubo un murmullo de conversación, luego un único acorde, mi mayor, en el piano de Bonvissuto.
Empezó a cantar una voz de contralto femenina Blow the wind southerly. Era una voz fuerte y clara, ligeramente ronca en el registro más bajo y con apenas la insinuación de un atractivo vibrato en las notas altas. Drake se paró a escuchar. Después de la última nota se produjo una pausa, a continuación de nuevo un solo acorde al piano. Confirmó lo que Drake ya sabía. La mujer había terminado exactamente en mi natural, en la clave con la que había empezado. Había dado el tono justo de principio a fin.
Drake oyó una o dos frases más murmuradas en el cuarto de al lado, la puerta que se abría y se cerraba de nuevo. Esperó, redactando los últimos compases del ejercicio. No podía ser que Bonvissuto la hubiera rechazado, así sin más, sin hablar un poco más con ella. Drake quería oírla cantar de nuevo.
Obedeciendo a un impulso recogió sus hojas de examen, las apiló pulcramente, y se acercó a la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Giró el pomo y entró sin llamar.
Se preparó. Cualquiera que entrara en el despacho de Bonvissuto sin permiso podía esperar un caluroso recibimiento.
La bronca que esperaba no llegó. El profesor Bonvissuto no estaba allí. Sola en el cuarto, de pie junto al piano y mirándolo con fijeza e incertidumbre, había una muchacha rubia y delgada.
Él le devolvió la mirada. Su peinado era un poco desigual. No era muy alta, uno sesenta y cinco tal vez, y su vestido azul claro no le quedaba del todo bien. Drake, que no era ningún entendido en moda, no se dio cuenta de que había sido confeccionado para alguien un poco más alto. Pero lo más sorprendente de ella, mucho más significativo que su atuendo, era su edad. Aparentaba unos quince años. Costaba creer que la madura voz de contralto que había escuchado hubiera salido de ella.
—¿Eres el siguiente? —preguntó ella por fin—. Pensaba que yo era la última. Enseguida viene.