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—Cierto. Pero no te subestimes, amigo. Muchos divertimenti de Mozart son artísticos y memorables.

La conversación giraba en torno a temas gratificantes y familiares. Drake sentía la calidez que conlleva la compañía agradable y compatible. Iba a echarlo de menos.

La tentación de contar toda la verdad se hizo irresistible. Si le confiaba a Par Leon su compromiso y la profundidad de sus sentimientos, su compañero se convertiría en un cómplice voluntario, ¿no?

—Leon.

—¿Sí?

—Ah, nada. Estaba pensando en mi viaje.

Descartó la idea antes de que pudiera seguir desarrollándose. Sus nuevos planes estaban cobrando forma y no implicaban nada tan sencillo como la congelación controlada y el regreso a las criomatrices. Podían tener consecuencias peligrosas y destructivas. No quería cargar a Par Leon con el peso de la complicidad.

Tampoco quería —no podía, no se atrevía— hacer absolutamente nada que pudiera poner en peligro sus posibilidades de éxito.

9

Huida a ninguna parte

Drake había decidido proceder con suma cautela. Al menos durante la primera etapa de su viaje, debía parecer un genuino turista. Su resurrección ayudaba. Podía decirle a cualquier persona que se encontrara que lo habían descongelado recientemente —sin abundar en cuán recientemente—. Diría que seguía intentando acostumbrarse a esta nueva época. Se quedaría boquiabierto ante todo lo que viera, como un auténtico paleto. Sería libre de hacer un millón de preguntas inocentes.

Había estudiado la geometría del sistema solar mucho antes de abandonar la Tierra. Al principio se sintió preocupado. Debido a un error de cálculo, Plutón se encontraba exactamente en su afelio, lo más alejado del Sol que le permitía su órbita. Pero luego observó el funcionamiento de las naves. Podían acelerar con tanto ímpetu, y alcanzar velocidades enormes tan deprisa, que ningún lugar del sistema solar estaba a más de unos cuantos días de viaje. Los horarios eran irrelevantes.

Así que primero a Marte, como le había dicho a Par Leon antes de emprender su viaje. Drake podía imaginarse a su amigo y mentor comprobando la primera etapa de su trayecto, pero dejaría de interesarse cuando estuviera seguro de que Drake había llegado sano y salvo.

En las bases de datos de la Tierra se describía el proceso de terraformación que estaba experimentando Marte; nada, decían las fuentes, comparado con el esfuerzo más serio que estaba llevándose a cabo en Venus. El proyecto de Marte estaba diseñado tan solo para aumentar la cantidad de agua disponible en la superficie, y no interfería con la vida en el interior marciano.

La nave de Drake aterrizó en Marte tras día y medio de vuelo. Descendió; y encontró el infierno.

El planeta sufría un bombardeo incesante. Cada veinte minutos se estrellaba contra la superficie un fragmento cometario de un par de cientos de metros de diámetro. Salía disparado del Cinturón de Kuiper, a nueve mil millones de kilómetros de distancia del Sol, y golpeaba Marte tangencialmente, exactamente al alba del proceso de día y noche. Cada impacto se producía en un radio de veinte grados de distancia con respecto al ecuador. La atmósfera de Marte era demasiado ligera como para transportar el sonido, pero las ondas de choque estremecían la superficie alrededor del punto de llegada.

Drake se puso un traje y salió de la nave. Se encontraba a buena distancia de la zona de impacto. Aun así, sentía como se sacudían y temblaban los materiales compactos del regolito bajo sus botas.

Levantó la mirada. El cielo era de un color gris sucio, veteado y empañado de una neblina blanca. La mayor parte del polvo añadido y el vapor de agua que había en el aire no procedían de los fragmentos de cometas, sino de las erupciones de rocas de superficie y permafrost vaporizado que se elevaban hasta la estratosfera marciana. Ese permafrost era la fuente principal de agua atmosférica. Regresaba al suelo en forma de fina llovizna de partículas de hielo. Por primera vez en mil millones de años, nevaba en Marte.

Ante los ojos de Drake, otra bola de fuego surcó el monótono firmamento hacia el sur. Voló de oeste a este y se desvaneció. Un minuto después, un haz de luz carmesí alumbró el horizonte hacia el sudeste. Costaba creer que un tosco pedazo de agua congelada, tiznada de hielo de amoníaco, silicato y minerales metálicos, de no más de doscientos metros de diámetro, pudiera generar tanta violencia. Aunque unos cuantos millones de toneladas de masa moviéndose a una velocidad de cuarenta kilómetros por segundo suponen una impresionante cantidad de energía cinética. La energía liberada con cada impacto rondaba los mil megatones. Cada nueva llegada poseía la fuerza de una enorme erupción volcánica en la Tierra. La fina atmósfera de Marte no contribuía a disiparla.

Drake contempló el tumulto durante un par de horas. Al final decidió que la superficie descubierta del planeta, azotada por granizos mayores que la Gran Pirámide, seguramente le inspiraría pesadillas antes que creaciones musicales.

Regresó al interior de la nave y pensó en su siguiente paso. Le había dicho a Par Leon que iba a visitar las profundas cuevas de Marte. Formaciones naturales, de kilómetros de longitud, que a lo largo de los siglos se habían entrelazado y reforzado mediante túneles y perforadoras de construcción. Ahora eran el principal centro de civilización humana, después de la Tierra.

La prudencia le dictaba visitar las cuevas, como había previsto en un principio. Después de eso, su itinerario original sugería que pasara por Europa y Ganímedes, los satélites de Júpiter, y la gran luna de Neptuno, Tritón. Pero en su interior había prendido la chispa de una nueva certeza. El viaje a Marte había cambiado su idea del viaje interplanetario. Sabía que, si se decidía, estaba a meros días de distancia de Ana. De Marte a Plutón, incluso sin necesidad de invocar el estado de emergencia y las aceleraciones máximas, tan solo había treinta y seis horas de vuelo.

La tentación era demasiado grande. Encargó que se le enviara un mensaje a Par Leon, en la Tierra, para anunciar que había llegado a Marte sin ningún contratiempo. Luego dio la orden.

La nave despegó de la superficie y salió disparada como una flecha, alejándose del calor del Sol. Dejaría atrás Júpiter y Saturno, pasaría de largo Urano y Neptuno. No se detendría hasta llegar a Plutón, más allá del límite álgido del sistema solar; allí donde el Sol no era más que una brillante ascua en el cielo y los criocadáveres dormían su antiguo sueño sin sueños bajo las mudas estrellas.

A veces, una pizca de conocimiento puede ser demasiado. En seis años de trabajo en la Tierra, Drake se había acostumbrado a los criados robóticos. Estos mostraban distintos niveles de inteligencia, según su función, pero todos ellos tenían una cosa en común: acataban cualquier orden sin hacer preguntas, siempre y cuando no fuera peligrosa y no escapara a sus conocimientos o materiales disponibles.

Suponía que en Plutón ocurriría lo mismo, y así fue al principio. Su nave aterrizó sin incidentes en la superficie helada. Las máquinas vigilaron su aterrizaje. No había humanos, ni esperaba encontrarse con ninguno. El núcleo de población más cercano se hallaba en la estación de investigación de Caronte, a diecisiete mil kilómetros de distancia. Plutón y Caronte parecían más bien un par de lunas pequeñas antes que un planeta con su satélite; Plutón era más pequeño que la luna de la Tierra, en tanto el tamaño de Caronte era la mitad de su mundo. La pareja se encontraba unida en su órbita de resonancia, de modo que se mostraban siempre la misma cara mutuamente. Drake, de pie en la superficie de Plutón, levantó la cabeza y vio a Caronte flotando en el cielo sobre él, como un gigantesco rubí apagado. La estación de investigación no era visible. Desde esa distancia, en Caronte no se apreciaba rastro alguno de actividad humana.