Pero se quedó y observó. En dos días de fascinada contemplación, su mirada volvía una y otra vez al fuego de fusión de Canopus. Se hizo preguntas. ¿Habría llegado hasta allí algún otro ser humano, cuando las naves como la que él pilotaba eran una novedad? ¿Habría llegado hasta allí alguna inteligencia, humana o no? ¿O acaso eran los suyos los primeros ojos racionales que se demoraban en las negras y retorcidas estriaciones —no manchas solares, sino cicatrices solares— que surcaban la hirviente superficie de la estrella?
Si había habido otros antes que él, y se parecían a él en algo, los compadecía. Canopus desencadenaba en su mente una resonancia de terror que escapaba a la razón y eludía toda explicación.
Al final, Drake ya no pudo soportarlo por más tiempo. Como un alma perdida, fugada de las puertas del averno, dio media vuelta y huyó. Necesitaba el silencio infinito del espacio, y más allá de eso el acogedor refugio del sistema solar. Si alguna vez necesitaba realizar otro viaje con Ana, sería a una estrella más pequeña y menos turbulenta.
Mientras la nave empezaba a acelerar, activó el sistema de representación óptica para echar un último vistazo a Canopus, a sabiendas de que estaba cometiendo un error. Las almas perdidas estaban allí. Incapaces de escapar como él, ardían en luctuoso tormento dentro del horno estelar. A su alrededor danzaban demonios humeantes, a lomos de lenguas de fuego que boqueaban y balbucían triunfales. Drake se estremeció, compuso una mueca de dolor y apartó la mirada.
Conforme la estrella se reducía a un deslumbrante punto de luz, intentó retomar su rutina a bordo de la nave. Pero toda la armonía, tanto mental como musical, se había esfumado. Lo que veía, una y otra vez, era aquella visión del pozo. Giraba incesantemente, en ajustada órbita alrededor de Canopus. Las flamígeras prominencias gaseosas, fulgurantes chorros de verde y blanco y azul bailaban en su cabeza como las brujas de un aquelarre. No podía comer, beber ni dormir. El anhelo de ver a Ana, de buscar solaz en su rostro, crecía en su interior.
Al final, Drake se dirigió a la popa y se sentó al lado del criotanque. Era un remedio infalible contra todas sus preocupaciones.
Pero no hoy. Su mente era un remolino de ideas.
—¿Qué me pasa, Ana? ¿Estaré volviéndome loco?
La acostumbrada respuesta imaginaria no se produjo. Miró fijamente el criotanque. Allí estaba, a escasos metros de distancia. Si pudiera verla, siquiera por un segundo…
El exterior del criotanque se encontraba a temperatura ambiente. Dentro, el criocadáver estaba aislado por otras dos capas protectoras. Ambas eran transparentes. Podría abrir el tanque, echar un vistazo y cerrarlo antes de que se produjera cualquier cambio de temperatura apreciable.
Lentamente, liberó los sellos y levantó la ajustada cubierta exterior.
Yacía serena en el tanque, pálida y en calma como una diosa de las nieves. Drake miró sus ojos nacarados, su piel de cristal lechoso, temeroso de abrir la tapa más que una rendija. Un vapor helado, más frío que el más glacial de los infiernos, surgía de su interior. Ante los ojos de Drake, se formó y congeló rocío sobre la capa superior. El cuerpo de Ana se desdibujó y emborronó, como una imagen vista a través de un cristal esmerilado.
Drake se apresuró a cerrar y sellar la tapa exterior. Ese momento había sido suficiente. Era capaz de volver a controlarse y pensar en otras cosas.
Se dijo, por enésima vez, cuán afortunado era. Jamás soñó con naves que viajaban a la velocidad de la luz y dilataciones temporales mientras trazaba sus planes, hacía tanto tiempo. A lo sumo había previsto una caprichosa sucesión de congelaciones y deshielos, cada vez más adelante en el tiempo, hasta que al final Ana pudiera ser revivida y curada con garantías. Había imaginado y temido la incertidumbre provocada por los múltiples despertares, sin estar seguro de dónde se encontraba, sin saber dónde estaba Ana, ignorante, incluso, de si yacería aún dentro de su criomatriz.
En vez de esa empresa tan arriesgada, Ana estaba aquí con él. Podía salvaguardarla y protegerla de cualquier riesgo.
El resto del viaje a casa fue, si acaso, más tranquilo que el de ida. Durante las últimas fases exploró todos los canales de comunicación de la nave, electromagnéticos y de neutrinos, por igual, preguntándose qué lo aguardaría de vuelta al sistema solar. Tan solo encontró silencio. Los siglos debían de haber vuelto a cambiar la tecnología; había permanecido fuera el tiempo suficiente para que se hubiera impuesto un sistema de comunicaciones totalmente nuevo. Además, tres siglos era —una posibilidad aterradora— tiempo de sobra para que la humanidad misma hubiera cambiado; incluso, tal vez, para que los seres humanos se hubieran destruido a sí mismos.
Procedería con suma cautela, hasta conocer la naturaleza del sistema al que regresaban Ana y él. Aún lejos de casa redujo su velocidad casi igual a la de la luz. Avanzando a una velocidad en constante disminución, la nave voló hacia el Sol; dejando atrás las yermas y áridas Tortugas Secas, los límites exteriores del dominio gravitacional del Sol; dejando atrás las lindes de la Nube de Oort; atravesando el Cinturón de Kuiper. No había ni rastro de presencia humana. Los exploradores que habían estado tan atareados en el sistema exterior cuando Drake se fue habían desaparecido.
Cuando llegaron a los páramos helados de Plutón, la nave planeaba hacia el interior a tan sólo unos cuantos cientos de kilómetros por segundo. Drake empezaba a preocuparse. El sistema de representación óptica, aun a máxima resolución, no mostraba evidencia alguna de actividad ni en Plutón ni en Caronte. La estación de investigación se había esfumado.
¿Yacería ahora Melissa Bierly en las criomatrices? ¿Acaso habían encontrado un tratamiento capaz de paliar el tormento de una obra maestra defectuosa de la genética? Drake comprendió que temía el poder que ejercía Melissa sobre él. En vez de aproximarse al dúo planetario para aterrizar, como era su intención, aumentó la velocidad de la nave y puso rumbo a los planetas interiores. Había salido de la Tierra; volvería allí y expondría su caso ante cualquiera con quien se encontrara.
El modo de su aproximación al sistema interior le fue arrebatado cuando la nave dejó atrás el Cinturón de Asteroides. Mientras flotaban muy por encima de la eclíptica, un rayo de navegación y orientación los atrapó, apoderándose de los controles internos de la nave. Drake intentó efectuar una invalidación manual. Lo había conseguido una vez, pero ahora su orden fue ignorada. Incapaz de alterar su rumbo, vio como la nave se acercaba inexorable a la superficie de la Luna.
El espaciopuerto era nuevo. Drake descendía sobre una reluciente llanura amarilla, salpicada de gigantescas columnas de plata colocadas en formaciones triangulares ordenadas. Las naves, si es que eran naves, componían oscuros tetraedros sin ventanas en el centro de cada triángulo. No había nada ni remotamente parecido a la nave de Drake por ninguna parte. La aeronáutica, y puede que todo lo demás, había cambiado en estos tres siglos.
Un pequeño guía rodante recibió a Drake en el muelle de desembarque. Su cuerpo comprendía una esfera de treinta centímetros, con un estilizado cilindro erecto encima de ella, coronado por una escobilla de flexibles fibras metálicas. La cabeza de la escoba se inclinó en dirección a Drake a modo de saludo. La máquina rodó hacia una abertura ovalada tan alta como su cabeza sita en la base de una columna plateada. Drake la siguió, agachándose, y traspuso la abertura. No había ni rastro de cámara estanca, pero el monitor de su traje indicó de repente la presencia de aire respirable y una confortable temperatura exterior. Se quitó el traje siguiendo las instrucciones de su guía y lo siguió por un corto pasillo hasta otra cámara interior.