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Se daba cuenta de que estaba mirándola fijamente, pero ella también. Debía de asumir que él estaba allí para una audición vocal. Le enseñó su fajo de papeles.

—No he venido a cantar. Estaba haciendo un examen. Soy alumno del profesor Bonvissuto. ¿Esa eras tú?

—¿Yo qué?

—Cantando. Blow the wind southerly.

—Sí. ¿Por qué?

—Ha estado muy bien. —Quería añadir que había sido asombroso, impresionante, conmovedor. En vez de eso dijo— ¿Dónde está?

—¿El profesor? Ha ido a apuntarme. Pensaba que no me iban a aceptar, y es el último día para inscribirse. Me ha dicho que él podía ejercer un poco de presión.

—Sí. Se le da muy bien. —Drake, sin saber qué hacer a continuación pero renuente a marcharse, se sentó en el taburete del piano.

—¿Tocas? —preguntó ella a su espalda.

—Sí. No muy bien. —Estaba convencido de que podía sentir su mirada crítica clavada en su nuca. La música estaba llena de prodigios: bebés que distinguían secuencias de acordes, concertistas que no contaban ni diez años de edad, compositores que escribían grandes obras en la pubertad. Y aquí estaba él, superados los dieciocho y estudiando todavía. Quiso espetar que había empezado tarde, que su familia era demasiado modesta como para pensar en clases de música, que se había acercado a la música tan solo al descubrir que, casi en contra de su voluntad, las melodías surgían en su cabeza para acompañar los poemas que estuviera leyendo en ese momento.

No consiguió decir nada de eso. En cambio, para disimular su inseguridad, y con «Adormecimiento» todavía en la cabeza, empezó a tocar los tresillos agitados e inquietos de la introducción de la canción.

—Esa la he escuchado un par de veces —dijo la voz a su espalda—. Pero es una canción para hombres. ¿Te sabes Gretchen am Spinnrade?

¿Margarita en la rueca? —Drake se sentía mucho más cómodo con la traducción del alemán. Hizo una pausa antes de empezar a tocar una figura rítmica y acompasada.

—Eso es —dijo de inmediato la muchacha—. ¿Sabías que Schubert la escribió cuando solo tenía diecisiete años?

—Sí. —Podía tratarse de una crítica, señalando el hecho de que Drake tenía más de diecisiete años y no había hecho nada. Pero antes de que pudiera decir nada más, ella continuó:

—Para mí es un poco alto. Pero puedo apañármelas. Empieza desde el principio.

Tras las cuatro figuras breves de la introducción empezó a cantar:

Mein Ruh ist hin, mein Herz ist schwer. —«Mi paz se ha ido, me pesa el corazón». Drake, que entendía vagamente el alemán pero sentía la fuerte compenetración musical que existía entre ellos, se concentró en el ejercicio, intuyendo y adaptándose a la línea vocal de la muchacha.

Tocaron la canción entera. Tras los últimos acordes pausados del piano se hizo un silencio absoluto. Drake se dio la vuelta y encontró en el rostro de ella una sonrisa que reflejaba su propio entusiasmo. Antes de que pudieran decir nada, se escuchó un sonido en el umbraclass="underline" cuatro aplausos monótonos.

—Sabrás, ¿no es así?, que tocar mi Steinway sin permiso es motivo de castigo. —Bonvissuto se acercó a ellos—. ¿Qué haces aquí, Merlin?

Drake cogió sus hojas de examen y se las ofreció.

—Ya he terminado.

—¿Sí? —Bonvissuto ojeó los papeles un par de segundos. Soltó un bufido—. Le dije a Leila Nielsen que poner «Adormecimiento» era una tontería, que seguro que la conocías. Da igual. Para la próxima hay un montón de cosas que no sabes. —Sonrió con sadismo—. ¿Qué tal te llevas con Webern? —Y antes de que Drake pudiera responder—: Venga, vamos. Largo, los dos. —Los espantó con las manos—. Merlin, hablaremos de tu examen mañana por la mañana. Werlich, te he matriculado. Es oficial. Ven mañana a la una y practicaremos tu registro medio. Ahora, largo. ¿A qué estáis esperando? —Y cuando ya estaban casi en la puerta—, ya que los dos vais a actuar juntos en público, os conviene ensayar. Tenéis que mejorar.

Drake sabía cómo se llamaba, al menos en parte. Werlich. Y ella sabía cómo se llamaba él. Se quedaron en el pasillo, mirándose.

—¿Has oído eso? —dijo ella por fin—. Actuar juntos. ¿Crees que hablaba en serio?

—No lo sé. —Drake sólo había tocado ante grupos reducidos. La perspectiva de un concierto público le helaba la sangre en las venas—. Aunque suele hablar en serio cuando se trata de música.

Ella le tendió la mano.

—Anastasia Werlich. Ana para abreviar.

—Drake Merlin. —Le estrechó la mano y sintió la compulsión de desvelar su secreto—. En realidad me llamo Walter Drake Merlin, pero el Walter no me gusta nada.

—Pues no lo uses. No lo escogiste tú. A mí tampoco me gusta mucho el Werlich. —Frunció el ceño—. ¿Cuánto dinero tienes?

La pregunta lo desconcertó. ¿Quería decir en el mundo, o en el bolsillo? En cualquier caso, la respuesta era insatisfactoria.

—Cuatro dólares.

Ella asintió.

—Vale. Yo tengo nueve. Así que la rica soy yo. Te invito a una Cola.

—No bebo Cola. La cafeína y yo nos llevamos mal. Me pone de los nervios. —Drake se preguntó por qué estaba diciendo algo tan rematadamente estúpido. Ahí estaba, más ansioso por continuar una conversación con Ana de lo que había estado nunca con nadie, y sonaba como si estuviera dándole largas.

Pero ella se limitó a contestar:

—Pues entonces Sprite, o 7Up —y se dirigió a la cafetería que había en la otra parte del edificio.

Se pasaron el resto de la tarde charlando, tan absorto cada uno en el otro que la presencia de los demás clientes de la cafetería era totalmente irrelevante.

Al principio a Drake le había agradado descubrir que ella andaba tan escasa de dinero como él. Su dominio del alemán y su conocimiento del mundo no provenían de su costosa educación en algún colegio privado de Europa, sino del hecho de que Ana era la hija de un militar y había pasado su infancia yendo de una escuela a otra por toda Europa y casi todo el resto del mundo. Al igual que él, Ana era pobre, demasiado pobre para ir a la universidad sin una beca.

Y luego, después de solo unas cuantas horas juntos, tener o dejar de tener dinero se hizo irrelevante.

Lo importante era que les gustaba tanto conversar y escuchar al otro que Ana estuvo a punto de perder el último autobús de vuelta a casa. Lo importante era que cuando estaban en la parada de autobuses ella le dijo, con la franqueza que jamás perdería:

—Quería conocerte desde que tenía cinco años.

Lo importante era que su rostro, con los ojos grises cerrados, se elevó hacia él para darle un breve beso de buenas noches. Cuando el autobús se alejaba Drake sintió la pérdida más profunda de sus dieciocho años. Ya entonces sabía que había encontrado a la chica que amaría eternamente.

Aquel primer día sentó las bases de todo el tiempo que iban a compartir. Estaban juntos siempre que podían. Cuando Ana tenía que actuar fuera de la ciudad siempre volvía a casa en el primer vuelo posible. Cuando las comisiones o las inauguraciones reclamaban a Drake en Nueva York, Miami o Los Ángeles, era incapaz de disfrutar de las cenas o cócteles de rigor que formaban parte del trato. No quería cenar ni beber gratis, ni tener que escuchar extravagantes halagos sobre su talento. Quería estar con Ana. Incluso al principio, cuando eran tan desesperadamente pobres, él prefería saltarse la cena para coger un taxi en vez del autobús y llegar a casa una hora antes.

Drake recordaba un día en que Ana se vio implicada en un aparatoso accidente de tráfico en la carretera de circunvalación. Estaba en la cama con una fiebre de treinta y ocho cuando recibió una llamada telefónica de un completo desconocido, informándole del accidente pero asegurándole que Ana estaba perfectamente.