La situación no era tan crítica, aunque hacía cuatro mil años la Tierra había estado cerca.
—¿Un desastre? —Drake miró a su alrededor donde había aterrizado la nave. Estaban en el borde invernal de un disminuido casquete polar antártico. En su época, nada crecía en estas costas heladas. La única vida animal en junio y julio eran los pingüinos emperador, acurrucados encima de sus huevos para protegerlos de las ventiscas polares a cincuenta grados bajo cero.
Ahora lloviznaba y el aire estaba lleno de estridentes aves marinas, págalos, petreles, albatros y charranes comunes. Había hileras de hierbas y plantas en flor desperdigadas por el salitroso margen de la playa, donde los chorlitos y los zarapitos anidaban en gran número.
—No parece que se haya producido ningún desastre —añadió Drake. Ana y él paseaban por la orilla, descalzos.
Ana se detuvo e hizo saltar una piedra plana sobre las salobres aguas del estuario.
—Créeme, lo hubo.
—¿Qué lo provocó?
—Lo de siempre: la estupidez. Todavía tenemos de eso para dar y tomar. Antes se pensaba que toda la biosfera de la Tierra poseía una fuerte homeostasis. Si esta se alteraba, del modo que fuera, entrarían en juego unas fuerzas que la restaurarían a su condición original. Así que, mientras todo el mundo miraba para otro lado sin preocuparse por este planeta y preguntándose qué hacer con Venus, Europa, Ganímedes y Titán, la Tierra emprendió una fuga medioambiental.
—¿Una fuga? ¿Cómo?
—De temperatura, principalmente. La composición atmosférica también estaba empezando a cambiar, pero el mayor problema era el efecto invernadero. Se interrumpió antes de que pudiera llegar demasiado lejos. Revertirlo ya era otro cantar. Hubo un tiempo en que la gente se imaginó que habría un nuevo punto y final homeostático, con temperaturas lo suficientemente elevadas como para hervir el agua.
Drake paseó la mirada por el idílico estuario.
—Qué soberbia —dijo, en inglés.
—¿Cómo?
—Cuánta arrogancia; creer que se puede hacer todo.
Ana lo miró fijamente.
—Todo no —dijo por fin—. Mucho, sí. La recuperación ha sido lenta pero constante. Las temperaturas ecuatoriales más bajas son de menos de cuarenta grados Celsius. Los animales terrestres se alejan de las zonas de selva templadas y viajan siguiendo al Sol. No te preocupes, hemos aprendido la lección. Esto no volverá a pasar… nunca jamás.
—He aprendido a desconfiar del nunca jamás. —Drake oteó el norte—. Antes vivíamos en un lugar llamado Spring Valley. Si te indico el camino, ¿podríamos ir allí?
—¿Vivías en las montañas o cerca del nivel del mar?
—Justo en la orilla. —Drake no reparó en el cambio realizado por Ana, de «vivíamos» a «vivías».
—En ese caso podríamos ir hasta allí, pero sería una pérdida de tiempo. No lo digo solo por el calor…, los trajes se ocuparían de eso. Pero el nivel del mar ha crecido. Tu antiguo hogar estará entre cinco y diez metros por debajo del agua. Vuelve dentro de diez mil años. El nivel del mar debería haber descendido lo suficiente como para hacer una visita en tierra firme. Pero si quieres ir a la montaña, tengo mis preferidas.
—¿Ya habías estado en la Tierra? —Parecía una pregunta ridícula; su Ana había nacido y se había criado en la Tierra.
Pero ella se limitó a asentir con la cabeza.
—Cinco veces. Es un lugar atrasado, pero aparece en todas las guías de viaje. El hogar seminal, el origen, la cuna de la humanidad. Pero si la gente fuera sincera, admitiría que resulta más bien aburrido. No es aquí donde está la acción. ¿Alguna otra cosa que te apetezca ver?
—Mi antiguo mentor, Par Leon, vivía bajo la meseta africana. Estaba muy por encima del nivel del mar. Conozco el lugar. Si pudiéramos acercarnos volando hasta allí…
—Desde luego.
Ana accedió de buena gana, aunque debía de sospechar lo que se encontrarían. África, diez grados al norte del Ecuador, era un mundo devastado de polvo y roca muerta. Las nieves de Birhan eran un recuerdo, en tanto que su cumbre era una pronunciada negrura que sobresalía en dirección a un cielo de vapores amarillos. Drake lo miró e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Ana. Ya había visto bastante.
Pusieron rumbo al espacio y se adentraron en el corazón del sistema. La terraformación de Venus, en palabras de Ana, avanzaba según lo previsto. La presión de la superficie había bajado de unas aplastantes noventa atmósferas terrestres a menos de veinte. Las bacterias confeccionadas a medida convertían las nubes de ácido sulfúrico en azufre, agua y oxígeno. El azufre se introducía en el profundo interior del planeta. Tardaría cientos de millones de años en emerger. Las cianobacterias sembradas en la atmósfera superior se dedicaban a sus asuntos, absorbiendo dióxido, liberando oxígeno, fijando el nitrógeno y descargando una lluvia de detritos orgánicos con los que iniciar la capa superficial del suelo del planeta.
—El agua sigue siendo el mayor problema —dijo Ana—. No hay tanta como nos gustaría. Venus sería siempre un lugar seco, a menos que realicemos una exhaustiva transferencia desde la Nube de Oort, o combinemos el planeta con una de las grandes lunas de agua galileas, como Calisto.
—¿Eso es factible? —El remedio contra el impacto temporal parecía surtir efecto; Drake empezaba a creer que todo era posible. Pero ¿mover un satélite de Júpiter para que se fundiera con un planeta interior? Eso seguía sonando ridículo.
—Todavía no —dijo Ana—. El impacto destruiría Venus. Pero estamos aprendiendo a practicar una fusión suave. Por ahora, no es recomendable aterrizar en Venus. Ahí abajo hace demasiado calor… más del que hizo nunca en la Tierra, aun en el momento cumbre de la fuga. Tendríamos que llevar los trajes puestos en todo momento. ¿Listo para ir a otra parte?
Drake asintió.
—Bien —Ana se detuvo frente al panel de control—. Tenemos muchas opciones. A menos que tengas muchas ganas, sugiero que pasemos Mercurio de largo. Allí están las cúpulas de investigación, pero en realidad no hay nada digno de ver.
La nave siguió volando, soslayando la amplia cara del Sol. De cerca, esa superficie moteada era tan colérica y demoníaca como lo que había encontrado Drake en su visita a Canopus. Atravesaron prominencias de hidrógeno que rugían y llameaban con portentosa energía. Drake permaneció imperturbable. El sistema de refrigeración de la nave mantenía la temperatura del interior a un cómodo nivel; en cualquier caso, Ana estaba a su lado.
El Sol pronto se quedó atrás y comenzó el viaje hacia el exterior. A Drake no le importaba el destino. Fue la insistencia de Ana lo que los condujo a Marte.
—Por diversión.
No sonaba divertido. Drake recordaba la violencia del bombardeo marciano, el cielo gris sucio surcado de nubes y la superficie estremecida y agrietada.
Pero…
Veintinueve milenios y medio era mucho tiempo. Los recuerdos de Drake eran historia antigua. Su aterrizaje se produjo a media mañana, en un mundo en calma de aire limpio y ligero y un cielo azul oscuro.
—Hay mucha más atmósfera que antes —dijo Ana, mientras Drake se asomaba a la verde cobertura de plantas, una fina alfombra de la que surgían tallos como cabellos coronados por bulbos azules—. Pero en realidad no hay oxígeno suficiente para respirar. Para nosotros no, al menos.
—¿Por qué lo dejaron a medias? —Drake empezaba a aceptar con indiferencia la transformación planetaria—. Pensaba que Marte sería sencillo.
—Lo sería. Ya lo verás dentro de un minuto. —Ana observó a Drake mientras este desaparecía dentro de su aparatoso simbionte. Intentó contenerse, pero al final empezó a reírse irremediablemente—. Perdona. Sé que yo voy a tener la misma pinta… pero es que mírate.