No recordaba haberse levantado ni vestido ni conducido hasta el lugar del accidente. Lo único que recordaba era la espantosa sensación de posible pérdida, de la desgracia que se cernía sobre él hasta que volvió a tenerla entre sus brazos. Su coche era siniestro total, y él no se fijó ni le importaba. Estaba consumido por el miedo a perderla.
Y ahora…
Drake consultó la cara iluminada del reloj de la mesita. Era medianoche pasada, casi la una. Se levantó, fue al cuarto de baño y tiró al retrete la receta para los tranquilizantes que le había dado Tom.
Más adelante tendría tiempo para lamentaciones. Ahora tenía trabajo que hacer, y poco tiempo para hacerlo. Necesitaba todas sus facultades, libres de drogas. Durante doce años Ana y él lo habían meditado y planificado todo juntos. Esta vez no sería así. Ella tenía que volcar todas sus energías en la lucha contra la enfermedad. Dependía de él.
No sabía lo que iba a hacer, ni cómo lo haría. Lo único que sabía era que iba a hacer algo.
Ana era toda su vida; sin ella no tenía nada.
No podría soportar su pérdida.
No estaba dispuesto a perderla.
Nunca.
3
Segunda Oportunidad
Tres semanas y media de esfuerzos sin resultado. Tras la primera media decena de intentos Drake aprendió a desembarazarse sin piedad de las pistas falsas. Lamentablemente, antes de poder rechazarlas tenían que ser exploradas. Y había tantas: homeopatía, acupuntura, interferón bipolarizado, amigdalina, reequilibrio de iones, meditación, quelación, manipulación del aura de Kirlian, bioretroalimentación, energía cuántica…
La lista parecía interminable, e inútil. Fueran cuales fueran sus virtudes, no podían curar a Ana.
Llegada la cuarta semana era evidente que Drake tenía que hacer algo. Ana, aunque no se quejaba nunca, empeoraba rápidamente. Él estaba al límite de su resistencia. Dormía sólo un par de horas por las noches, haciendo sus búsquedas en bancos de datos y sus llamadas de teléfono a larga distancia cuando Ana dormía sedada. Había cancelado o aplazado todos sus compromisos, salvo una pequeña pieza para la televisión que no podía esperar. La había despachado en una única sesión desesperada de diecisiete horas, escuchando mientras trabajaba con el ordenador la lejana voz del profesor Bonvissuto: «¿Crees que escribes rápido y bien, Merlin? Es posible. Mozart escribió la obertura para Don Giovanni, la partitura entera, de una sentada».
Cuando Ana estaba despierta pasaban el tiempo en un mundo onírico y opiáceo, tocándose, sonriéndose, saboreándose, divagando. Solo que Drake no había tomado ninguna droga y no podía permitirse el lujo de divagar. Ni de esperar.
Al final se redujo a una sola opción desesperada. Le hubiera gustado discutirlo con Ana, pero no podía. Si ella supiera qué era lo que tenía en mente, se opondría. Le haría prometer, sobre su cuerpo moribundo, que desecharía la idea.
Por eso no debía enterarse, no debía sospecharlo siquiera.
Cuando hubo hecho todo cuanto podía y estuvo listo para dar el último paso, llamó a Tom Lambert y le pidió que fuera a su casa.
Tom llegó después de cenar. Hacía un tiempo estupendo para estar a comienzos de abril, con los narcisos, los tulipanes y los jacintos en flor tras una primavera fría. La vida y la energía parecían estar en todas partes menos en la casa en penumbra. Ana descansaba en el dormitorio de la parte delantera. Tom la sometió a un breve examen y condujo a Drake a la sala de estar. Meneó la cabeza.
—Es más rápido de lo que pensábamos. A este ritmo Anastasia entrará en un coma definitivo dentro de tres o cuatro días. Tienes que dejarme que la lleve a un hospital. No puedes hacer nada por ella, y tienes que descansar. Por tu aspecto se diría que hace un mes que no duermes.
—Ya habrá tiempo para dormir. Quiero que se quede aquí conmigo. De hecho, será necesario. —Drake instaló a Tom en el asiento junto a la ventana y se acomodó frente a él, rodilla con rodilla. Le explicó lo que llevaba haciendo una semana, y lo que quería que hiciera Tom en los próximos días.
Lambert lo escuchó sin decir palabra. Luego se encogió de hombros.
—Si eso es lo que quieres hacer, Drake, es cosa tuya. —Su mirada era triste—. Te ayudaré, claro que sí. Y estoy de acuerdo en que Anastasia no tiene nada que perder. Pero espero que sepas que nunca se ha practicado una congelación y descongelación con éxito.
—Con peces, con anfibios…
—No te engañes, Drake. Los peces y los anfibios no son nada. Estamos hablando de seres humanos. Te diré que, en mi opinión, vas a malgastar tu tiempo y tu dinero. Y de paso te vas a poner las cosas aún más difíciles. ¿Qué dice Ana al respecto?
—No mucho. —Era una mentira flagrante. Nunca le había comentado la idea. Pero, ¿cómo podría tomar cualquier decisión, esta más que ninguna, sin decírselo a Ana? Drake se obligó a no pensar en ello y continuó—. Está dispuesta. Quizá más por mí que por ella. Cree que no saldrá bien, pero está de acuerdo en que no tiene nada que perder. Mira, preferiría que no le comentaras nada. Es como…, como asumir que ya está muerta. Ya me ocupo yo de los papeles. Y de conseguir la firma de Ana.
—Será mejor que no esperéis demasiado. —La expresión de Tom era sombría—. Si vais a hacerlo, Ana tendrá que ser capaz de sostener un bolígrafo.
—Ya lo sé. Te digo que conseguiré su firma.
Cuando Tom se hubo ido, Drake se dirigió al patio trasero. Todavía hacía calor en la calle, la promesa del verano. Pero la primavera era una burla, una broma cruel y despiadada. Deambuló entre los senderos. Habían creado este jardín con sus propias manos. Cuando se mudaron a la casa, hacía siete años, el jardín estaba muy descuidado. No contenía más que hierbajos y tierra desnuda. Él se había ocupado de casi todo el trabajo, pero siempre según el diseño y la dirección de Ana. Estos senderos y arriates eran de ella, no de él. ¿Cómo podría ser capaz de contemplarlos, cuando ella ya no estuviera?
Volvió adentro cinco minutos después. Tenía que repasar de nuevo todos los trámites legales.
Tres días después, Drake volvió a llamar a Tom Lambert para que acudiera a la casa. El médico fue al dormitorio, tomó el pulso a Ana, le midió la presión arterial y la actividad cerebral.
Salió de la habitación con gesto pétreo.
—Me temo que este es el fin, Drake. Me sorprendería que recuperara el conocimiento. Si sigues empeñado en esto, tendrás que hacerlo mientras conserve algunas funciones corporales normales. Tres días más…, y será una pérdida de tiempo.
Los dos hombres entraron juntos en el dormitorio. Drake echó un último vistazo al rostro sereno y demacrado de Ana. Se dijo que esto no era un último adiós. Por fin hizo un gesto con la cabeza a Tom.
—Adelante. —No lograba apartar los ojos del rostro de Ana—. Cuando quieras.
Tiempo, tiempo. Una pérdida de tiempo. Hasta el fin de los tiempos. El tiempo cura todas las heridas. ¡Oh! Que vuelva el ayer, ruega al tiempo que regrese.
—¿Drake? ¿Drake? ¿Te encuentras bien?
—Perdona. Estoy bien. —Asintió de nuevo—. Adelante, Tom. No tiene sentido esperar más.
El médico dio la inyección. Juntos, levantaron a Ana de la cama y le quitaron la ropa. Drake trajo el tanque termal preparado. La depositó en su interior con delicadeza. Pesaba tan poco, era como si una parte de ella se hubiera perdido ya.
Mientras Tom rellenaba el certificado de defunción, Drake efectuó la llamada a Segunda Oportunidad. Les dijo que acudieran a la casa de inmediato. Tal como le instruyeron, programó el tanque tres grados por encima del punto de congelación. Tom insertó los catéteres y las intravenosas. Las fases siguientes eran automáticas, controladas por los programas del tanque. La sangre se extraía por medio de una larga aguja hueca introducida en la arteria ilíaca externa principal, se enfriaba con precisión, y se inoculaba de nuevo en la vena femoral.