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—¡Está loco! —Drake fulminó a Ariel con la mirada, atónito—. Ya sabe lo que quiero. ¿Por qué cree que dejé que me congelaran, para empezar? Quiero estar con Ana. Esperaré eternamente si hace falta. Me da igual cuánto tiempo tenga que estar almacenado electrónicamente.

—Nos temíamos que esa sería su respuesta. Nos parece irracional. Sin embargo, nos hacemos cargo de su determinación y fuerza de voluntad. Sigue habiendo otra cosa.

—Siempre la hay. ¿Más problemas?

—En absoluto. Un consejo. Querrá usted comprender, estoy seguro, tan completamente como le sea posible el concepto de universo cerrado, y sus implicaciones en lo relativo al Punto Omega. Eso sería inmensamente más fácil si formara usted parte de una mente compuesta. Tendría acceso a todo lo que supiera cualquiera sobre ciencias, matemáticas, lenguaje y filosofía.

Sonaba tentador. Sin duda, cuantos más conocimientos relacionados con la resurrección definitiva de Ana tuviera, mejor. Pero Drake había aprendido a desconfiar. ¿Podría haber también razones en contra, tan bien camufladas que el compuesto representado por Ariel y Milton no era consciente de ellas?

Drake percibía al menos una, tan sutil que costaba definirla con exactitud. Esta era hacía gala de una suerte de mansedumbre, una docilidad y una disposición a la transigencia y las soluciones intermedias. Parecía un auténtico avance para la especie humana —si es que ese nombre seguía siendo válido—. Pero como parte de un compuesto, sin duda, Drake vería cómo se desvanecían sus anacrónicos colmillos y garras, disueltos por el pacifismo y el candoroso altruismo de la mente grupal.

¿Un cambio a mejor? No necesariamente. Lo que hoy era bueno podría resultar ser nefasto mañana. ¿Habría un nuevo futuro en el que la afabilidad y la diplomacia fueran inútiles, donde lo que se necesitara para restaurar a Ana fuera ciega determinación y cruda energía?

Entrar a formar parte de un grupo era un riesgo demasiado grande.

—No quiero fundirme con ningún compuesto —dijo Drake, al cabo. Ariel esperaba pacientemente—. Estoy dispuesto a que me descarguen en la base de datos. Pero no quiero estar despierto en mi continente electrónico. Dejadme dormir hasta que pueda hacer algo.

—Eso es factible. Hay, empero, otras opciones más satisfactorias. Sería fácil crear para usted una realidad derivada, donde estaría con Ana continuamente. Antes del uso generalizado de los compuestos, mucha gente pasaba su vida entera en entornos así.

—¿Cómo podría vivir con Ana? No existe.

—Le proporcionaríamos una simulación. Aunque, se lo garantizo, sería una simulación sumamente plausible.

—No. —Drake no mencionó la imagen del zombi que le vino a la cabeza: el cadáver de Ana, reanimado de alguna manera pero carente de vida genuina, se abrazó a él con manos húmedas y apretó sus fríos labios contra los de él—. No, Ariel. Eso sería lo peor que me puedo imaginar. Dejadme latente. No me activéis a menos que haya información sobre el Punto Omega nueva y relevante para la restauración de Ana.

Ariel inclinó la cabeza.

—Lamento que no se una usted a nosotros, y siento que rechace la realidad derivada. Creo que eso podría haber mitigado su dolor.

—Olvídese de mí y de mi dolor. En el mundo hay cosas peores que el dolor. En cuanto estén preparados, quiero aletargarme de nuevo.

Drake hizo una pausa. Había dicho cuanto tenía que decir, pero se sentía incompleto. Debía añadir algo a su enorme deuda personaclass="underline" con esta época, con su leal Servidor, con Ariel y con las personas que por fin le habían ofrecido una tenue y lejana esperanza de éxito. Era improbable que pudiera gratificar alguna vez a Ariel y a Milton y a sus descendientes, pero debía ofrecerse de todos modos.

—Despertadme también en otra circunstancia. —Drake podía sentir cómo se disipaba su atención. Ariel le había tomado la palabra y lo estaba sumiendo en la latencia—. Despertadme si alguna vez tienen problemas. —Le costaba pensar, concluir lo que quería decir—. Problemas difíciles, con los que quizá yo pudiera ayudar. Sacadme de mi letargo y haré todo lo posible por vosotros.

»No tengan demasiadas esperanzas. Hace catorce millones de años que no se me ocurre una idea buena pero, ¿quién sabe? A lo mejor dentro de otros catorce millones tengo suerte y se me ocurre alguna.

El amor no sigue la fugaz corriente de la edad, que deshace los colores de los floridos labios y mejillas.

Interludio: La agonía

¡Sí!… Pero morir e ir no sabemos adónde; yacer en frías cavidades y quedar allí para pudrirse; este calor, esta sensibilidad, este movimiento, convertirse en un puñado de blanda arcilla; esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego, o residir en alguna región escalofriante, de murallas de hielos espesos; estar aprisionado, en vientos invisibles y arremolinarse, con violencia sin tregua, en derredor de un mundo suspendido en el espacio.

En el mundo hay cosas peores que el dolor.

Fácil de decir, difícil de creer. Hasta la última fibra del último músculo estaba contraída al máximo. Tirantes los tendones, los huesos crujían y se doblaban.

Algo había salido mal; mal, terriblemente mal. Esa idea inundaba la mente de Drake mientras la agonía se prolongaba sin fin. Si este era el precio de la descarga electrónica a un nuevo cuerpo, prefería mil veces la primitiva descongelación.

Una cosa, y solo una, salvaba su cordura: si lo resucitaban, sería porque existía alguna esperanza de resucitar a Ana. Por esa promesa merecía la pena soportar cualquier dolor.

El agarrotamiento de sus músculos cesó al fin. Lo reemplazaron una fatiga y una lasitud inmensas. Abrió los ojos.

Demasiado pronto. Sólo veía oscuridad veteada de blanco parpadeante. Se recostó y aguardó.

Ahora podía sentir y escuchar. Una serie de picoteos atiplados sonaba muy cerca. La piel de su pecho y su vientre cosquilleaba y hormigueaba; la sensación era molesta pero no dolorosa.

Estaba recuperando la vista. Yacía de espaldas con la cabeza vuelta hacia un lado. Frente a sus ojos vio una sábana lechosa, translúcida, combada en una depresión poco profunda bajo su peso. La sentía fría y pegajosa contra su mejilla. Intentó levantar la cabeza y lo consiguió aun en su debilitado estado. Ese éxito le convenció de que no estaba en la Tierra ni en ninguna gravedad simulada cercana a la de la Tierra. Era ligero.

¿Plutón otra vez? ¿Alguno de los asteroides, o la luna de alguno de los planetas más grandes? ¿O un lugar completamente nuevo, en la Nube de Oort o más allá? Puede que estuviera en la realidad derivada, donde todo era posible. La pregunta crucial, como siempre, era cuándo. ¿Cuánto tiempo había permanecido descargado y latente antes de entrar en este cuerpo nuevo?

Algo había aparecido en su campo de visión. Era una superficie negra, brillante y convexa, surcada de radios que convergían en una llave de bóveda central como las varillas de un paraguas abierto. Era pequeña, no mucho mayor que una mano abierta. Y se movía, avanzando poco a poco por su cuerpo.

Intentó hablar, hacer una pregunta en universal. Lo único que consiguió fue proferir un gruñido gutural. Sentía la garganta llena de flemas. Lo intentó de nuevo, levantando la cabeza y tosiendo una sola palabra:

—¿Cuándo?

No había ningún humano visible para responder. Al pasear la mirada por su cuerpo desnudo, vio otros cuatro objetos como paraguas negros agazapados cerca de él. Descubrió la fuente del suave hormigueo que sentía en el pecho y el vientre. Decenas de diminutos objetos turquesa, acorazados y articulados como pequeños insectos, reptaban afanadamente por todo su cuerpo. Su movimiento y su ronco intento por hablar los empujaron a un frenesí de actividad. Corretearon por sus costados y se desvanecieron bajo los pequeños paraguas arqueados. Oyó una secuencia más alta de siseos y chasquidos excitados procedentes de los mismos paraguas. Todos se elevaron y empezaron a caminar sobre los extremos de sus radios, alejándose por la membrana blanca y pegajosa en la que él estaba tendido. Los insectos turquesas se fueron con ellos, aferrados a su parte inferior, o alojados tal vez dentro de los paraguas reptantes.