Выбрать главу

Drake comprendió que la superficie donde descansaba medía tan solo unos cuantos metros de largo. Estaba rodeada y cubierta por una cúpula hemisférica. Los paraguas se acercaron al filo de la cúpula, se apoyaron en ella y la traspasaron con facilidad.

Drake se quedó solo. Nunca se había sentido más solo.

Recurrió a todas sus fuerzas y consiguió sentarse. Los dolores no habían desaparecido, pero se habían vuelto más localizados. Le ardían las manos y los pies, con el dolor de la circulación que regresaba. Levantó la mano derecha y la estudió. Era su mano, reconocía los dibujos familiares que trazaban las líneas de su palma. Pero tenía la piel arrugada, como si hubiera pasado mucho tiempo sumergido en el agua. Las yemas de sus dedos se veían blanquiazules y muertas. Cuando se pellizcó el índice con el pulgar y los demás dedos de la mano izquierda, no sintió nada. Sólo tenía sensibilidad en las palmas y las muñecas, y lo que sentía ahí era dolor.

No podía ponerse de pie, pero sí gatear. A cuatro patas llegó al borde de la pequeña sala hemisférica. Descubrió que podía traspasar la pared con la mano. Seguramente podría cruzarla de cuerpo entero.

¿E ir adónde?

La debilidad volvía a apoderarse de él y se tumbó boca abajo en el suelo pegajoso. Una convicción espantosa inundaba su mente. Nada de lo que había visto le resultaba familiar en modo alguno. Quizá lo más extraño de su anterior resurrección, catorce millones de años después de su nacimiento original, no fuera que hubieran cambiado tantas cosas. Era que hubiera muchas que seguían igual, que los humanos hubieran sobrevivido, que algo permaneciera igual. En el momento de su congelación, los verdaderos humanos tenían menos de tres millones de años de edad. ¿Durante cuántos años perviviría la especie, y en qué forma? Y después de los humanos, ¿qué? Quizá las máquinas fueran las herederas; máquinas tan distintas de las que él había visto que ni siquiera sabría lo que eran. Máquinas, como las que había visto arrastrándose por su cuerpo.

Le entraron ganas de quedarse donde estaba, cerrar los ojos y renunciar a todo. Pero las palabras de Melissa Bierly, pronunciadas hacía tanto tiempo, no se lo permitieron. «No pierdas la fe, Drake, y persevera… En alguna parte, algún día, encontrarás a Anastasia».

Esas palabras tenían una cara oculta que él no había sabido apreciar antes. Asumiendo que lo hubieran descargado porque ahora había una manera de resucitar a Ana, ¿a qué clase de futuro la estaría trayendo? Sería inmensamente egoísta sacar a Ana de su fermata de sueño interminable, si el universo que podía ofrecerle era tan extraño como para imposibilitar el placer y la felicidad.

Bueno, era responsabilidad suya averiguarlo. No le serviría de nada sucumbir al pesimismo. Desde su descarga, daba igual cuán lejos en el futuro estuviera, la red de información humana de un tiempo pretérito debía de seguir existiendo. Otros humanos, de carne y hueso o en forma electrónica, existirían a su vez. Ellos, al igual que él, podrían ser emplazados en una forma clonada de su cuerpo original, cuyo mapa genético estaría almacenado junto con el contenido de sus mentes y memorias. De modo que su mayor preocupación sería establecer contacto con esos humanos, en la forma que fuera.

Drake se sentó, maldiciendo su debilidad física. Su corazón latía desbocado. Seguramente fuera a causa del aire. Olía raro, y tenía que respirar más deprisa de lo normal. Se dirigió de nuevo hacia la pared del cuarto, decidido esta vez a atravesarla y ver lo que había al otro lado. Estaba apretando la cabeza contra la barrera cuando una decena de pequeños paraguas cruzaron la membrana desde el otro lado. Sus siseos y picoteos alcanzaron un nuevo nivel de excitación cuando vieron lo que estaba haciendo. Se apelotonaron delante de él, contra sus manos y antebrazos. Al principio se resistió, pero una docena de refuerzos llegó a través de la pared y sumó sus esfuerzos a los de los demás. Cada uno de los seres portaba una estrecha sección de lámina transparente y flexible. Uno de ellos ondeó un trozo con apremio delante de Drake.

Intentaban decirle algo. Puesto que lo habían resucitado, lo más probable era que no desearan hacerle daño. Dejó que lo condujeran al centro del hemisferio y se tendió de espaldas. Cientos de los objetos verdiazules parecidos a insectos surgieron de los paraguas. Cogieron las láminas flexibles y empezaron a distribuirlas alrededor de su cuerpo. Donde se tocaban los bordes, las láminas formaban un sello tirante e invisible.

Drake comprendió por fin lo que se proponían los obreros verdiazules cuando le pusieron una lámina encima del rostro. Hizo ademán de quitársela de la boca y la nariz, cuando descubrió que había unos centímetros de espacio libre en esos lugares.

—¡Un traje! —gargareó—. ¿Estáis haciéndome un traje?

No esperaba respuesta. Ahora entendía el porqué del alboroto cuando intentó abrirse paso a través de la pared de la sala donde estaba tumbado. Hubiera lo que hubiera allí afuera, no podría resistirlo sin protección especial. Los paraguas lo sabían. O bien eran inteligentes a su vez, o bien estaban bajo el control de alguna inteligencia. Esa inteligencia terminaría por decirle dónde estaba, y hasta dónde había viajado en el futuro.

Empezó a colaborar activamente, levantando los brazos y las piernas para que pudieran poner las láminas en su sitio. Los obreros turquesa trabajaban más deprisa, correteando a su alrededor para tejer una funda completa alrededor de su cuerpo. Cada dedo, cada oreja, quedó precisa e individualmente envuelta. Estaba nervioso cuando encajó en su sitio el último pedazo, sellando su nuca y su acceso al aire de la sala. El traje sólo podía contener aire suficiente para unos cuantos minutos. Se obligó a relajarse. Si no lo querían con vida, ¿por qué iban a resucitarlo?

No percibió cambio alguno en su respiración. A modo de experimento habló de nuevo, sintiendo las cuerdas vocales envaradas y cubiertas de flemas.

—Vale, ¿y ahora qué?

Al parecer el sonido traspasaba su funda corporal sin dificultad. Los paraguas zumbaron y picotearon a modo de respuesta y se apartaron de él. Los obreros verdiazules volvieron con ellos y desaparecieron por unas pequeñas aberturas que había bajo los extremos de las varillas de los paraguas. Estos se dirigieron a la pared de la sala, donde se detuvieron.

Drake los siguió. Esta vez no hubo objeción cuando empujó la pegajosa membrana. La cruzó.

Ahora entendía por qué habían frustrado su anterior intento. Salió a la superficie de una luna o planeta. Era pequeño, con el horizonte a tan solo un kilómetro aproximado de distancia. La luz fría e invariable de las estrellas sobre su cabeza indicaba que, si existía algún tipo de atmósfera, era demasiado fina como para respirar.

Otro misterio. La pared membranosa le había permitido pasar con facilidad, pero no perdía aire. Tampoco parecía haber ningún agujero allí por donde la había traspasado. La tecnología seguía avanzando.

Se incorporó con cuidado. Le dolían los tobillos y sentía los pies dormidos. Era difícil mantener el equilibrio. Levantó la vista. El dibujo de las constelaciones le había parecido desconocido en su resurrección previa, de modo que era demasiado esperar que fuera a reconocerlas esta vez. De una cosa estaba seguro: había demasiadas estrellas, miles y miles de ellas. En un cielo tan atestado, a la mente le resultaría complicado formar las antiguas formas imaginarias de osos, dragones, cisnes o cruces.