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¿Dónde estaba? Su convencimiento de haber viajado lejos en el tiempo y el espacio se acrecentó. El cielo debería verse tan abarrotado sólo cerca del centro de la galaxia, a treinta mil años luz de distancia de la Tierra.

O ni siquiera allí. Estas estrellas estaban densamente diseminadas, lo suficiente como para facilitar la vista; pero no tanto como para que no pudieran verse otros objetos más allá de ellas. En lo alto, a la derecha de Drake, como una sombra tras las estrellas, distinguió una enorme espiral de luz neblinosa. La veía desde arriba y ligeramente apartado de su eje de rotación.

Se había preguntado dónde estaba. Seguía sin saberlo, pero ahora podía aventurar una hipótesis. Lo primero que pensó fue que se encontraba en el denso centro de su galaxia, contemplando alguna otra espiral. Pero no había ninguna galaxia en espiral tan cerca como aquella; la que veía era brillante y ocupaba una cuarta parte del firmamento. A menos que estuviera en un futuro inimaginablemente lejano, el objeto que flotaba sobre su cabeza debía de ser la galaxia, la que servía de hogar a la Tierra y al Sol. La veía desde un apretado racimo de estrellas que, en términos intergalácticos, era un vecino cercano, una de las Nubes de Magallanes; densos grupos de miles de millones de estrellas ligadas a la galaxia de forma gravitacional y a un par de cientos de miles de años luz de distancia.

Eso respondía parcialmente a su otra pregunta: ¿Cuándo? A menos que se hubiera descubierto algún método para viajar más rápido que la luz, estaba al menos a cientos de miles de años más allá del momento de su descarga. Eso, no obstante, representaba un límite menor absoluto. Su instinto, irracionalmente combinado con la sensación de edad y fatiga infinitas de su cuerpo, intentaba convencerle de que había viajado muchas decenas de millones de años en el futuro.

Sus acompañantes, máquinas o criaturas modificadas biológicamente, aguardaban pacientes a su lado. Se conducían con facilidad en el vacío absoluto o casi absoluto. Quizá fueran ellas las «personas» del futuro, dotadas de formas físicas superiores. Si no descubría la manera de comunicarse con ellas, nunca lo sabría.

No tenían extremidades, ni ojos, ninguna forma visible de transmitir o recibir mensajes. Pero era evidente que podían comunicarse entre sí. Todos sus esfuerzos por mantenerlo dentro de la membrana hasta que tuviera un traje habían sido precisamente coordinados.

Se agachó y cogió uno de los pequeños paraguas. Esperaba que no malinterpretaran sus intenciones.

El gesto hizo que le diera vueltas la cabeza. Algo tremendamente extraño le ocurría a su cuerpo resucitado. En lugar de aclimatarse, experimentaba más dolor e incomodidad a cada instante. Esperó a recuperar el equilibrio antes de examinar el paraguas.

Su simetría era septena. Había siete «varillas» delgadas que radiaban de un punto central. Al final de cada varilla, en la parte superior, había una pequeña mancha más oscura que brillaba con un verde negruzco. Tenía la estructura redonda de un ojo, o una célula fotoeléctrica. Seguramente los paraguas podían verle y se veían entre sí. Eso explicaría la coordinación de sus movimientos.

Debajo de cada varilla había una pequeña abertura, no mayor que una uña. No podía examinar fácilmente las aberturas en la posición en que sostenía el paraguas, pero este había permanecido dócil e inmóvil en su mano. Le dio la vuelta. No reaccionó. Su fondo era liso y uniforme, del mismo color negro que la superficie exterior. En el centro vio otro orificio, más grande, tan ancho como su pulgar. Ese estaba vacío, pero en la boca de cada uno de los demás agujeros podía distinguir un resplandor verdiazul. Cuando inclinó el paraguas para ver mejor, detectó movimiento. Transcurridos unos segundos, una de las máquinas turquesa con forma de insecto se dejó entrever en la boca del orificio.

Extendió la mano y la sacó del todo. Su gesto fue casi desesperado. Se sentía peor de lo que pensaba cuando despertó. No tenía sensibilidad en los dedos, y el dolor en sus brazos y piernas parecía extenderse por sus articulaciones. También sentía náuseas. Cuando eructó, un olor pestilente surgió de su estómago e inundó su traje. Era el olor de la carne podrida, el hedor de sus entrañas corrompidas.

Acercó el pequeño caparazón verdiazul a su cara, pero los ojos le fallaban tan deprisa como el resto de su cuerpo. Daba igual cuánto intentara escudriñar a través de la fina capa de su traje, lo único que veía era un borrón de color impreciso con patas diminutas. Transcurridos unos segundos se dio por vencido. Se agachó y dejó la forma de insecto con cuidado en el suelo rocoso frente a él. Casi esperaba que saliera corriendo y se refugiara en uno de los paraguas, pero en vez de eso correteó sin rumbo durante medio minuto, en círculos, antes de paralizarse.

¿Respondía cada uno de aquellos pequeños robots verdiazules, si de robots se trataba, ante su propio paraguas particular? Drake se agachó, con la mirada borrosa y mareado, y dejó el paraguas cerca del inmóvil brillo turquesa. De inmediato se escuchó un chasquido atiplado y un zumbido. El escarabajo perdido corrió al encuentro del paraguas y desapareció en su interior. Era como si el uno sirviera de hogar al otro, al menos la mayor parte del tiempo; si se trataba de formas modificadas biológicamente, debían de ser simbióticas.

Los paraguas volvían a moverse, atravesando juntos un terreno liso. Drake los siguió. La superficie era tan uniforme y estaba tan sumamente pulida que se preguntó si no sería un artefacto el mundo entero. La elevada curvatura indicaba que el objeto no debía de tener más de unas cuantas decenas de kilómetros de diámetro. Construir algo así sería un juego de niños para la tecnología que mucho antes había sido capaz de convertir Urano en un nuevo sol y cambiar la faz entera del sistema solar.

Husmeó y percibió otra vez el hedor a carnicería de su cuerpo dentro del traje. A lo largo de los siglos y los milenios tendría que haber aprendido a no dar exagerados saltos de lógica. ¿Qué pruebas tenía de que el avance de la tecnología hubiera sido uniforme, siempre en la dirección del progreso? Ya conocía tres eras en las que la definición de la palabra «progreso» había cambiado, y desde entonces había habido tiempo de sobra para otras cien o mil transiciones parecidas. Lo cierto era que nada de lo que había visto en esta resurrección indicaba una progresión metódica de la civilización de tiempos de Ariel a esta. Aparte de la astronomía elemental, todo parecía escapar a sus conocimientos y comprensión.

Además, ¿dónde estaba Milton? Drake se acordó de su Servidor por primera vez desde su resurrección. No lograba imaginarse a Milton desertando, mientras el Servidor conservara su consciencia. Otra muestra más del tiempo transcurrido mientras él dormitaba en su continente electrónico.

Los paraguas habían avanzado constantemente alrededor de la curva de la superficie. La cima de un edificio despuntaba en el horizonte. Al acercarse, Drake vio que formaba una pirámide truncada, con sus relucientes paredes de oro proyectándose hacia el cielo cuajado de estrellas. Los paraguas lo condujeron a una puerta abierta, de aproximadamente medio metro de lado, sita en la base del edificio. Apenas si era lo bastante grande, pero Drake se tumbó boca abajo y gateó poco a poco, siguiendo a los paraguas por un túnel en espiral que ascendía suavemente. Había otra pared traslúcida al final. Empujó esa membrana y se encontró en una cámara tenuemente iluminada de unos dos metros de lado por dos de alto. El suelo volvía a ser la sábana pegajosa y lechosa sobre la que había despertado. Las paredes lucían aberturas redondas de treinta centímetros de diámetro, ventanas que daban a la pulida superficie exterior y el mareante campo de estrellas. El centro de la cámara lo ocupaba una columna transparente llena de un burbujeante líquido rosa. Había docenas de paraguas negros desperdigados por el suelo, y otra media docena de ellos alojados en un juego de estrechas aberturas como bocas de buzón que se alzaban verticalmente contra una de las paredes.