Salieron a una cámara reverberante y cavernosa. Estaba totalmente sellada, completamente a oscuras y glacialmente helada. Ni siquiera la luz de las estrellas la penetraba. Drake, tiritando y escuchando el sonido de su respiración entrecortada, no sabía qué hacer. Al final, los paraguas que lo acompañaban empezaron a brillar. Una línea de luz verde como una bioluminiscencia espectral surgió de cada una de sus siete varillas. A medida que el brillo aumentaba y los ojos de Drake se acostumbraban, pudo distinguir su entorno.
Los accesorios de la enorme cámara indicaban que alguna vez había contenido decenas o cientos de objetos idénticos, hileras seriadas de ellos que se perdían en la distancia. Eso había sido hacía mucho, mucho tiempo. Todos los objetos habían desaparecido. El polvo llenaba cada resquicio donde antes había habido algo. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo.
La debilidad y el desengaño se abatieron sobre Drake. Aquí no había nada para él, no tenía sentido que los paraguas lo hubieran traído tan lejos y con tanto esfuerzo. Pero volvieron a avanzar, y se detuvieron como si esperaran que los siguiera.
Apenas si podía impulsarse, aun en aquel entorno tan liviano. Se arrastró unos cuantos metros, arando la capa de polvo con los brazos; luego se vio obligado a parar para recuperar el aliento. Los paraguas se situaron a ambos lados de él, levantando su cuerpo y empujándolo. Estaban ayudándole, pero, ¿por qué?
¿Adónde lo llevaban? ¿Por qué pensaban que querría verlo, fuera lo que fuera?
No se resistía, pero tampoco cooperaba. Simplemente dejó que cargaran con él, con los ojos entrecerrados, hasta que por fin los paraguas lo soltaron y se apartaron de su cuerpo.
Tu turno, indicaba ese gesto. Pero su turno para qué, no lograba imaginárselo.
Se obligó a abrir los ojos llorosos. Frente a su rostro, a no más de unos cuantos centímetros de distancia, se alzaba un muro vertical de metal oscuro. Levantó la cabeza y vio que terminaba a medio metro aproximadamente por encima de su recostado punto de vista. Hizo un esfuerzo supremo por alcanzar la parte superior de la pared y se incorporó. Se asomó al otro lado.
No era una pared. Era el costado de un gran tanque. Y no un tanque de almacenamiento cualquiera. Lo reconocía, era un criotanque. Habían roto los sellos, las pestañas exteriores e interiores habían desaparecido.
Se asomó a su interior. Estaba vacío. Se quedó allí plantado, desorientado y estupefacto. Un criotanque.
Y, unos metros más allá, otro. Solo esos dos. Se apoyó en la pared del tanque y se impulsó y gateó a su alrededor en dirección al otro tanque.
También este tenía rotos los sellos. También sus pestañas exteriores e interiores habían desaparecido.
Pero no estaba vacío. Drake miró, con la vista borrosa y la mente enloquecida. Había un cuerpo en su interior. Un cuerpo seco y momificado que supo reconocer.
Era el cuerpo de Ana. Conocía el color de su cabello, la forma del adorado cráneo que mostraba sus huesos bajo la piel tirante y amarilla. El cuerpo de Ana.
Sintió deseos de gemir, pero tenía la garganta agónicamente irritada. En realidad no era Ana, sino el cascarón vacío de su antiguo ser. Era el final de toda esperanza, el final de todo.
Recuperó entonces los restos de cordura que le quedaban. No debería estar aquí, de pie junto a un viejo criotanque. Lo habían descargado en un continente electrónico. Le habían prometido que lo resucitarían de ese continente electrónico a un nuevo cuerpo clonado. Y también Ana había sido transferida electrónicamente.
Entonces, ¿qué era este tanque, y por qué estaba él aquí?
Antes incluso de formular la pregunta, supo la respuesta. Estos eran los criotanques originales, los que le habían contenido a él y a Ana.
«Cada tanque cuenta con su fuente de energía de larga duración particular, capaz de preservar un criocadáver durante períodos extremadamente largos sin necesidad de intervención externa… La criomatriz con sus criotanques se encuentra ya al borde de la Nube de Oort y continúa adentrándose en el espacio interestelar. Ana y usted son sus únicos ocupantes desde hace tiempo».
A Drake nunca se le había ocurrido que pudieran dejar esos criotanques originales a la deriva, con rumbo a dondequiera que quisieran llevarlos los vientos del espacio, pero, ¿por qué no? Ariel y su compuesto no habían pensado en destruir el tanque y la matriz, puesto que desde su punto de vista las únicas versiones importantes de Ana y Drake eran las que estaban almacenadas electrónicamente.
A la deriva en el espacio interestelar… y aún más lejos. ¿Cuántos millones, miles de millones probablemente, de años había tardado la criomatriz errante en atravesar la galaxia, recorriendo toda la distancia que la separaba de la Nube de Magallanes? ¿Cuántos millones más antes de que la encontraran los paraguas exploradores?
No era de extrañar que Drake hubiera visto la discontinuidad del desarrollo tecnológico por todas partes. No había tal discontinuidad, era un desarrollo independiente. Los paraguas eran alienígenas. No había ninguna conexión entre ellos y la civilización humana. Lo más probable era que Drake fuera su primera prueba de la existencia de seres humanos.
Y tampoco era ninguna sorpresa que el intento de resurrección por parte de los paraguas y los obreros hubiera dado como resultado un cuerpo tan achacoso, enfermo e imperfecto. Sin conocimiento alguno de la fisiología humana ni del proceso de descongelación adecuado, era un milagro que los paraguas lo hubieran hecho tan bien. Drake había sido revivido, aunque solo fuera por un breve espacio de tiempo.
O puede que lo hubieran resucitado lo mejor posible. Drake había sido descargado en un continente electrónico precisamente porque el almacenamiento en los criotanques era poco fiable en largos períodos de tiempo. No tenía ni idea de cuánto tiempo habían pasado Ana y él en la criomatriz. ¿Suficiente para hacer totalmente inviable la resurrección? ¿Para que su actual desintegración fuera inevitable?
Lo genial era que daba igual. Este no era el final de toda esperanza, el final de todo. El cascarón vacío que tenía a su lado no era la única Ana, del mismo modo que él no era el único Drake. En alguna parte, Ana y él existían en su continente electrónico. En alguna parte, en algún lugar en el tiempo, podrían reunirse de nuevo. No. Se reunirían de nuevo.
Drake se olvidó del dolor y la debilidad. Se rió a carcajadas.
Craso error. El tejido descompuesto de sus pulmones sucumbió a la presión como si fuera papel mojado. La sangre le inundó la garganta, y murió.
Libro dos
Ilíada
16
En el mundo hay cosas peores que el dolor.
El dolor se puede canalizar y concentrar, moldear y malear, dirigir para mostrar con todo detalle algún elemento del mundo. Cuanto más fuerte es el dolor, mayor puede ser la concentración.
Pero el pánico, el pánico que estrangula el corazón y retuerce las entrañas, no tiene ninguna cualidad que lo redima. Se disipa en lugar de destilarse. Cuando el pánico ciego ruge y estalla, se pierde toda la concentración.
Drake despertó con ese conocimiento. El terror y el horror le aullaban desde todas direcciones. Desconocía la causa. Peor aún, no sabía cómo descubrirla. Estaba ciego a todo, sordo a todo salvo al alarido de unas mentes asustadas. Intentó poner orden al caos que lo rodeaba y estructurar las preguntas para las que quería respuestas: