¿Dónde estoy? ¿Cuándo estoy? ¿Cuánto ha durado mi hibernación? ¿Cuán lejos en el futuro he viajado esta vez? ¿Qué avances se han hecho para restaurar a Ana?
Era inútil. Podía formar las preguntas, pero cien mil millones de respuestas atronaban en sus oídos a la vez. Lo decían todo y nada, vectores individuales que se combinaban para arrojar un resultado nulo.
Probó con preguntas distintas: ¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Qué es lo que os asusta?
Cien mil millones de voces contestaron al unísono. La fuerza de la señal era insoportable. Drake hizo un tremendo esfuerzo. Hizo caso omiso del torrente de impresiones procedente de esos incontables millones de mentes accesibles, y miró hacia dentro para crear su propio entorno.
Una habitación soleada, con ventanas y acogedora. Afuera, la familiar perspectiva de una Bahía de Nápoles acariciada por el viento.
Y en la butaca de enfrente, para responder a sus preguntas…
Drake dio un respingo. Había pensado instintivamente en Ana y allí estaba ella, sentada, esperando. Era la peor elección posible. En presencia de Ana, aun con una Ana que él mismo había creado, sería incapaz de buscar ninguna respuesta. Como los devoradores de loto, se perdería soñando en el tiempo.
¿Quién?
El sillón se llenó de gente. Par Leon, Ariel, Melissa Bierly, Trismon Sorel, Milton, Cass Leemu…
Nadie se quedaba. Aparecían, e igual de deprisa se iban.
¿Quién?
Tom Lambert. Sí, sí, sí. ¡No te vayas!
El perfil del médico era tenue y tembloroso. Ahora su figura se afianzó y estabilizó. Meneó la cabeza con reprobación.
—Qué tontería, qué tontería más grande. No me refiero a ti, Drake. Hablo de nosotros. No es culpa tuya, sino nuestra… del compuesto. Tendríamos que haberlo sabido.
—¿El qué? —Drake vio que era Tom a los treinta, más esbelto que la versión calva y barriguda de su último encuentro.
—Que no deberíamos haberte expuesto de inmediato a nuestra situación.
El hombre que ocupaba la butaca era tan real, tan tangible, que resultaba imposible pensar en él como en un remolino espectral y evanescente de electrones.
—Al cielo pongo por testigo, hemos hablado largo y tendido de la conmoción temporal. Tenemos amplia experiencia con ella. Cualquiera diría que deberíamos haber aprendido a creer en ella.
—No siento ninguna conmoción temporal.
—La sentirás. ¿Insistes en esta forma de interacción, por cierto? Limitará gravemente la tasa de transferencia de información.
—Me las apañaré. No podría soportar la otra forma.
—En ese caso, supongo que habrá que conformarse. Eso es la conmoción temporal, aunque no te guste el término. Te acostumbrarás a la nueva realidad pasado algún tiempo. Te sugiero que nos tomemos esto con calma. Podríamos darte algunas clases de aclimatación para que aprendas a estructurar y seleccionar la información.
—Estoy listo para seleccionar la información ahora, Tom, sin necesidad de aclimatarme. Necesito saber tres cosas. ¿Podéis devolverme a Ana? ¿Qué época es? Y ¿dónde estoy? No me digas que me costará entender o aceptar la verdad. He oído esa frase cada vez que me han resucitado, y siempre he salido adelante.
—Veré lo que puedo hacer. —Tom se retrepó, con su pipa y una cerilla encendida en la mano. Seguía en sus días de adicción al tabaco, poco antes de que los serios problemas respiratorios y la contradicción que suponía el hecho de que un médico practicara lo contrario de lo que predicaba le obligaran a dejar de fumar—. Verás, Drake, algunas de esas preguntas son condenadamente difíciles de responder.
—Pensaba que eran elementales.
—Bueno, vuelves a preguntar por la época. Sé a lo que te refieres: ¿Cuántos años han pasado desde que te descargamos en los bancos de datos? Pero debes darte cuenta de que, con la gente volando por toda la galaxia, u operando en forma electrónica, o sentada en fuertes campos gravitacionales, el reloj de cada uno va a su ritmo. Ahora empleamos una técnica completamente distinta para describir el tiempo. Si te explicara cómo funciona, no significaría nada para ti. Te daré una respuesta, te lo prometo. Encontraré la manera de mostrártelo. Pero, por ahora, te diré que con independencia de la forma en que midas el tiempo, ha transcurrido mucho en comparación con tus anteriores letargos.
Ha transcurrido mucho… ¿En comparación con catorce millones de años? Drake supuso que la respuesta de Tom no iba a gustarle cuando la expresara en términos anticuados.
—¿Y Ana?
—Lo siento. Desde la última vez no ha habido ningún cambio importante. Hemos confirmado la naturaleza cerrada del universo, de modo que cabe la posibilidad de una resurrección definitiva cerca del Punto Omega, en un futuro muy, muy lejano. Hoy por hoy, no podemos hacer nada por ella.
—¿Entonces por qué estoy despierto, y no latente en el continente electrónico? ¿Se te ha olvidado lo que te dije?
—En absoluto. Hemos respetado tus deseos durante mucho tiempo… demasiado, tal vez. Pero nosotros también tenemos problemas. Nuestras necesidades han alcanzado finalmente un grado de perentoriedad que no podemos ignorar. Más concretamente, si no resolvemos nuestro problema, tus necesidades y ruegos pasarán a ser algo académico. Tenemos que salvarnos nosotros si queremos salvarte a ti.
Las palabras de Tom Lambert estaban aumentando la perplejidad de Drake. Podía imaginarse que el compuesto tuviera problemas; pero también debía de tener a su disposición inimaginables herramientas y recursos. A Drake le costaba imaginar de qué modo podía cambiar nada su resurrección e intervención. Si en el pasado ya era un fósil viviente, ahora no era ni siquiera eso.
—No entiendo qué tiene que ver vuestro problema conmigo, Tom. Ni qué tengo que ver yo con él. Pero creo que lo mejor será que me lo expliques.
—Eso pienso hacer. Y créeme, es un problema, un problema endiablado, nada que ver contigo o con Ana. Hemos superado los límites de la desesperación. Para serte sincero, eres nuestra última esperanza, y es una apuesta arriesgada. Una apuesta condenadamente arriesgada. Necesitamos nuevas ideas. O mejor dicho, viejas ideas.
Los labios de Tom temblaban, al igual que los dedos que sujetaban su pipa. En los límites de su mente Drake oyó de nuevo el grito y el lamento de incontables almas aterradas. Las acalló bruscamente, levantando una puerta en su consciencia que solo admitía el paso de los componentes más tranquilos.
—Gracias. Mucho mejor así. —Tom retiró la pipa de sus labios y la dejó en la amplia repisa de la ventana. Buscó la bolsa de tabaco en su bolsillo. Drake vio, sin sorprenderse, que era una negra de cuero; regalo de Ana—. Quizá sea mejor que te lo muestre directamente —continuó Tom mientras llenaba y prensaba la cazoleta—. Que lo veas con tus propios ojos, ¿eh? Ya sabes lo que solía decir el profesor Bonvissuto: «No lo digas. Hazlo».
—Como prefieras. Pronto sabré decirte si puedo ocuparme de ello.
—Bien. Empezaré por el sistema solar. Es relevante, aunque al principio te parezca que no. Agarra el sombrero, Drake. Y, hey, presto. —Tom dio una palmada. Se apagaron las luces del interior. Cambió la escena del otro lado de la ventana. Desapareció la Bahía de Nápoles. De repente el exterior se quedó a oscuras, sin atisbo alguno de mar o cielo. La habitación flotaba al borde de un vacío monótono e interminable, iluminado tan solo por las rutilantes estrellas.
Ante los ojos de Drake, la escena empezó a moverse ligeramente hacia la derecha, como si el cuarto entero estuviera girando en el espacio. Apareció un globo enorme, abotargado y de un rojo anaranjado, con su resplandeciente superficie salpicada de motas oscuras.