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Se había excavado una medialuna en la galaxia, eliminando una fracción considerable del disco entero.

—Las colonias se desvanecen. Sin una señal, sin dejar rastro. —Tom parecía desorientado—. Si asumimos que todos los compuestos de la zona han resultado destruidos, como sugiere su silencio, miles de millones de seres conscientes estarán muriendo a cada instante mientras hablamos.

Era una tragedia que empequeñecía a todas las demás. Drake se había acostumbrado a las visitas guiadas por un sistema solar en cambio permanente, en cada una de sus resurrecciones, hasta que el exceso de estímulos desembocaba en una suerte de insensibilidad; pero la muerte era otra cosa.

Había sentido el roce de la muerte tan solo cinco veces en toda su vida: cuando fallecieron sus padres, luego los de Ana, y después también ella. Esos incidentes por sí solos parecían enormes, pero encajaban en un contexto de cien años de desastres aún mayores, de guerras, hambrunas y epidemias. Treinta millones de personas habían sucumbido en dos guerras mundiales, veinte millones a causa de la gripe en un solo año, veinte millones más de inanición debido al acto deliberado de un solo hombre.

Esas cifras eran enormes, impensables, pero seguían siendo millones, no miles de millones. No era nada comparado con el problema al que se enfrentaba ahora.

—Nuestra galaxia está siendo invadida por algo que ha venido de fuera —musitó Tom—. Nos están destruyendo, sin darnos tiempo a escapar.

Eso Drake ya lo sabía. También sabía que no quería enfrentarse a algo así.

—Vuestro problema es terrible, pero no tiene nada que ver conmigo. Es más, no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—No lo sabrás a menos que lo intentes.

—¿Qué hay que intentar? No seas ridículo.

—Si supiéramos qué intentar, lo habríamos intentado hace tiempo. Drake, no te hemos sacado de tu letargo por capricho, ni sin meditarlo previamente. Procedes de una época anterior, estás más familiarizado con la violencia. Si hay alguien que nos pueda sugerir alguna manera de protegernos, ese eres tú.

—¿Por qué yo? Había otras cincuenta mil personas en los criotanques, todas de mi época. Las resucitasteis, a todas. Me figuro que todavía habrá al menos un puñado de entidades conscientes.

—La mayoría. Pero ya no existen como inteligencias aisladas. Todas, salvo tú, forman parte de los compuestos. El resultado carece… por favor, no me malinterpretes… de tu agresividad e instinto primitivos.

—¡Me necesitáis porque soy un bárbaro!

—Exacto.

—Para que haga lo que vosotros os negáis a intentar.

—No. Lo que somos incapaces de intentar. Como dije antes, eres nuestra última esperanza, y por cierto que es una esperanza desesperada. Drake, permíteme señalar que no tienes elección. Si quieres que Ana vuelva contigo algún día tienes que ayudarnos.

—Chantaje.

—En absoluto. Piénsalo. Si te niegas a ayudarnos y la civilización humana sucumbe, sucumbirán a su vez los bancos de datos electrónicos. Entonces dejarás de existir, y se esfumará cualquier posibilidad de resucitar a Ana. No se trata, en el lenguaje de la teoría del azar, de una apuesta a todo o nada entre tú y el resto de la humanidad. Únicamente si sale victoriosa la humanidad saldrás ganando tú. A fin de obtener un resultado óptimo para la humanidad y para ti, es preciso que sufras un período de sumo esfuerzo, sin garantía alguna de que ese esfuerzo vaya a dar algún fruto. A decir verdad, ni siquiera hay nada que garantice que necesitemos de tus esfuerzos. Es concebible que, sin ti, podamos encontrar una solución a nuestro problema mañana mismo. Pero no lo creo. Lo hemos intentado todo. ¿Y bien, Drake?

Drake meneó la cabeza y contempló el mutilado disco de la galaxia.

—Está claro que no hablas igual que Tom Lambert. Tom nunca habría hablado de apuestas a todo o nada con su vida en juego.

—Fuiste tú el que eligió esta forma de interacción, no nosotros. El compuesto que se dirige a ti es puramente electrónico. Y es posible que tengamos que apostar la vida a todo o nada si queremos salvarla.

La escena cambió al otro lado de la ventana. De nuevo el chalé de la costa, frente a una bahía sacudida ahora por olas encrespadas bajo un manto de nubes de tormenta.

—Ya lo ves —dijo Tom—. Me estás dando la razón. Esa visión es tuya, no nuestra. Pero no ponemos en duda su exactitud, como posible heraldo de las cosas por venir.

Drake, malhumorado, se volvió hacia el sur, donde un velero se apresuraba a buscar cobijo. Una ráfaga de viento golpeó la pequeña embarcación y empujó sus velas rojas hacia estribor.

—Creo que deberíamos ponernos manos a la obra —dijo por fin—. Cuéntamelo y enséñamelo todo, desde el principio. Reservo para después el millar de preguntas que se me habrán ocurrido.

17

La guerra de las galaxias

«Sé más que Apolo, pues a menudo, cuando él duerme, veo que las estrellas heridas por guerras sanguinarias en el firmamento se echan a llorar»

Drake podría haber previsto el problema. Llegaron compuestos de todas las formas y tamaños, lejanos y próximos, sabios y necios, planetarios y del espacio libre, orgánicos e inorgánicos. Lo constante de su interacción difuminaba los límites de la identidad hasta el punto de no poder distinguirse qué elementos hablaban o cuáles estaban al mando. Puesto que veía ese problema en los demás, tendría que asumir que podría ocurrirle lo mismo cuando trabajara con ellos. Pero aun así debía, a cualquier precio, conservar su carácter y plan individual.

Decidió que tenía que crear un archivo privado con sus pensamientos y acciones particulares. Se le antojaba una necesidad más que un lujo o una concesión personal.

No se le pasaba por alto lo irónico de la situación. Durante toda su vida había sido pacifista, detestaba todo lo que tuviera que ver con la guerra, hasta tal punto que cuando Ana entró en la criomatriz y él necesitaba el dinero desesperadamente, se había negado a considerar la posibilidad de componer himnos militares, por mucho que le ofrecieran. Ahora, tan lejos en el futuro que se resistía incluso a pensar en ello, era el consejero de guerra de toda la galaxia.

Por dentro pensaba que los incompetentes e ignorantes gobernaban ahora a los inocentes, pero se guardó de compartir ese pensamiento con nadie.

—¿Qué habéis probado? —Drake se encontraba en una sesión de trabajo con Tom Lambert. Estaba seguro de que no podría ayudar en realidad, pero también de que los compuestos no aceptarían un no por respuesta. Más aún, por el bien de Ana él no podía ofrecer un no por respuesta. Debía fingir, ante sí mismo más que nadie, que sabía lo que se hacía.

—Drake, hemos probado muchas cosas. Hemos enviado señales de ondas-S a ese sector de la galaxia. No hemos recibido respuesta…

—Para, Tom. ¿Señales «de ondas-S»?

—Señales rápidas. Señales superlumínicas que utilizan un impulso de ondas-S para avanzar a elevados múltiplos de la velocidad de la luz.

—¿Podéis viajar más rápido que la luz? Creía que eso era imposible.

—Lo es, para los objetos sólidos. Nuestra capacidad superlumínica se limita a las señales. Y menos mal que es así, porque la verdad es que nos hace falta. ¿Cómo si no podría operar como una unidad un compuesto formado por componentes alejados entre sí? En cualquier caso, enviamos esas señales rápidas a la zona silenciosa, pero jamás recibimos respuesta. Nos preguntamos si el problema podría ser que las otras entidades eran incapaces de detectar mensajes superlumínicos. De modo que enviamos señales sublumínicas y sondas inorgánicas. Aguardamos millones de años, sabedores de que mientras tanto estaban enmudeciendo más de nuestros sistemas estelares. No regresaba nada. Enviamos naves con unidades orgánicas, y otras llenas de compuestos enteros. Nunca ha vuelto nada.