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Por fin emitió la orden interna de apagar todos los sistemas del interior de la cápsula.

—¿Todos los sistemas? —La inteligencia de la cápsula era limitada, pero bastaba para comprender las implicaciones de esa orden.

—Esas son mis órdenes.

—Lo siento, pero no puedo cumplirlas.

—Ya entiendo. Está bien. Pásame el control.

—Eso es posible.

Drake obtuvo el control total de las operaciones de la nave.

Desactivó todos los sistemas; fue borrado; se convirtió en nada.

22

«Sus labios son rojos, despejada su mirada, sus bucles amarillos como el oro; su piel blanca como la lepra, y mucho más se parece a la Muerte que su acompañante; helado el aire calmo vuelven sus carnes»

No iba a salir bien. Drake decidió que alguien más inteligente que él se habría dado cuenta de la verdad hacía tiempo. Pese a todos sus esfuerzos, no habían aprendido casi nada.

La información más tangible de que disponían se la había proporcionado Mel Bradley: la tasa de propagación de la zona de influencia del Shiva era de entre medio y tres kilómetros por segundo. En otras palabras, el dominio del Shiva se expandía por un año luz de espacio a entre cien mil y seiscientos mil años de la Tierra. Eso también implicaba algo. El cortafuego que había creado Mel con ayuda de las cesuras tenía cuarenta años luz de espesor. Habían pasado cuatro millones de años antes de que se perdiera un mundo de su zona «segura»; veinticinco millones de años después, hasta el último mundo del inmenso arco del cortafuego había desaparecido.

La otra cosa, señalada por Cass Leemu, era más peculiar: al parecer el Shiva se propagaba más deprisa por aquellas regiones donde los humanos tenían colonias. Por lógica tendría que ser al revés; la resistencia de las colonias debería frenar a los Shiva. En cambio, les daba alas. La política de huida, abandonar un mundo antes de la llegada prevista del Shiva, había demostrado ser la mejor defensa para otras colonias.

Y eso era todo; la suma total de cuanto habían averiguado tras cincuenta millones de años de esfuerzos y millones de sistemas estelares perdidos. La buena noticia, si se podía llamar así, era que habrían de pasar unos cuantos miles de millones de años más antes de que la galaxia entera formara parte de la Zona Silenciosa.

Drake se preguntó qué sugerir a continuación a los compuestos. ¿Que la humanidad, en todas sus formas, debía huir a otra galaxia?

Una huida universal no parecía algo factible, aunque resultara psicológicamente aceptable.

Volcó toda su atención en una sola pregunta: ¿Había algo, cualquier cosa, que no hubieran intentando ya? Solo se le ocurría una cosa. Habían enviado colonias especialmente entrenadas a mundos que en los próximos siglos o milenios serían candidatos a sucumbir frente al Shiva. Se había hecho con entidades orgánicas e inorgánicas aisladas, y con compuestos, y el resultado siempre era el mismo: las colonias informaban de que todo era correcto, todo iba bien, ningún problema. Hasta el día en que enmudecían.

Pero he aquí algo curioso: los mundos distantes no resultaban afectados. La influencia del Shiva era un efecto local. Si hubiera alguna manera de acercarse lo suficiente para observar un mundo en el momento de perderse, pero manteniéndose al mismo tiempo lo bastante alejado como para que el observador no fuera engullido por el silencio, quizá la humanidad pudiera descubrir algo nuevo.

Eso conducía a otro pensamiento: ¿Era posible que no acudieran lo suficientemente pronto a los mundos en peligro? Quizá se dieran cambios a largo plazo, sutiles advertencias de la llegada del Shiva, que los observadores de Drake no percibían porque no llevaban el tiempo suficiente viviendo en el planeta.

¿Qué tipo de indicadores eran plausibles? No sabría decirlo. Eras glaciales, variaciones en la duración de las estaciones, movimiento de los casquetes polares, inversión de la polaridad de los campos magnéticos, terremotos, modificaciones fisiológicas de los individuos a nivel celular, cambios homeostáticos… podía ser cualquier cosa. Pese a todos sus estudios, no era, ni lo sería nunca, un científico.

Pero se le ocurría una forma de poner a prueba su idea. Encarnarse en alguien, en una forma de vida prolongada. Hacer miles de copias de sí mismo, orgánicas e inorgánicas. Enviar una copia a cada mundo, mucho antes de que se anticipara la llegada del Shiva. Encargar a cada una que esperara, observara y se preparara. Pedirles que tuvieran paciencia. Ordenarles que informaran de cualquier anomalía, por pequeña que fuera.

Drake llegó a otra conclusión. Estaba pensando en «él», y no era difícil darse cuenta del porqué. ¿Cómo podía pedir a nadie que soportara una espera interminable, sobre todo cuando esta, seguramente, culminaría con su extinción definitiva?

No era ningún «él» indefinido. Era Drake.

No podía ser nadie más que Drake. Tenía que ser él. Se prepararía y enviaría copias de sí mismo. Al mismo tiempo, estaría en el cuartel general y controlaría todos los mensajes que llegaran. Y algún día, antes de que enmudeciera la galaxia entera, puede que los Drakes de allí y el Drake de aquí descubrieran algo útil.

Debía hacerse algo más. Debía ocultarse una información crucial a todas las copias de Drake que descendieran a cada planeta.

Consultaría con Cass la manera de conseguirlo.

Drake extendió los pies en la superficie pantanosa y levantó la cabeza para echar un último vistazo a la nave espacial. Era complicado, no solo porque el tamaño aparente de la nave era cada vez menor, sino porque a medida que ascendía disminuía la tasa de movimiento en el cielo. Drake estaba encarnado en una forma nativa llamada mander. Sus ojos eran como los de una rana, adecuados para ver objetos que se movieran rápidamente, menos eficaces a la hora de divisar algo inmóvil.

Un último vistazo y la nave desapareció. La vista humana podría seguirla, pero Drake no. Daba igual. Sabía dónde estaba y dónde se iba a quedar, muy por encima de la atmósfera en una órbita polar de observación.

Miró en rededor. Este planeta, Lukoris, era su nuevo hogar. Haría bien en acostumbrarse a él, porque iba a pasar aquí mucho tiempo. Medio millón de años no parecía gran cosa… si se decía deprisa. Era probable que transcurrieran entre trescientos y quinientos mil años antes de que llegara el Shiva. Medio millón de años de espera, antes de que este mundo entrara a formar parte de la creciente Zona Silenciosa.

Lo primero sería comprender y sentirse a gusto en su propio cuerpo. Hacía menos de diez minutos que lo habían animado, mientras la nave se preparaba para partir. Drake examinó la fisiología del mander con no poca curiosidad. Se suponía que iba a vivir de esa guisa, despierto o dormido, durante mil vidas humanas. Según los compuestos, este cuerpo nunca envejecería ni se desgastaría. Aunque permaneciera consciente continuamente, lo cual no era el plan, el mander se conservaría tan fuerte y ágil como hoy dentro de un millón de años.

¿Cómo era posible tal cosa? Aunque quizá la pregunta adecuada fuera: ¿Por qué no? ¿Por qué envejecían los organismos, para empezar?

La respuesta se había descubierto hacía mucho, mucho tiempo, seguida rápidamente de los protocolos de longevidad. La muerte por envejecimiento era un anacronismo casi olvidado. Pero nada de eso explicaba, de forma que Drake pudiera entender, por qué envejecían los seres, ni cómo la ciencia actual podía prolongar la edad indefinidamente.

Era como tantas otras cosas científicas: importante, útil y un completo misterio.

Drake reanudó la inspección de su cuerpo. Esta era, según el especialista en alienígenas Milton, la forma más aproximada a la humana de todo el planeta. Costaba creerlo.