Drake examinó los pies del mander. Eran grandes y palmeados. Las patas eran largas y musculosas, ideales para dar grandes saltos sin perder el equilibrio. Si nada como una rana, salta como una rana y ve como una rana…
Sacó una de sus dos lenguas. Era corta y no pegajosa ni con forma de porra. Ya lo sabía, intelectualmente, pero quería cerciorarse.
En otros aspectos el cuerpo del mander no parecía batracio en absoluto. Su piel era seca y suave al tacto, y estaba cubierta de un material semejante al aterciopelado pelaje de un topo. Sus dos bocas no estaban en la cabeza, donde se arracimaban los órganos sensoriales, sino una a cada lado del torso, bajo las aperturas nasales. Tenía el cerebro situado entre ellas, alojado en el interior de su pecho y protegido por anillos de placas óseas. No había nada que pudiera alcanzarlo sin matarlo antes.
Su encarnación no era, según Milton, la forma de vida más inteligente del planeta Lukoris. Ese puesto lo ocupaba un monstruoso depredador volador conocido como sphexbat, una criatura que rozaba la consciencia de sí mismo y cabalgaba las permanentes corrientes térmicas alrededor de los riscos y los precipicios verticales de Lukoris, sin aterrizar para comer ni aparearse. La cría del sphexbat se desarrollaba dentro de la cavidad corporal del progenitor hasta el día en que era expulsado, para volar o morir en el intento. La tasa de mutación de Lukoris era elevada. Las probabilidades de supervivencia de los sphexbats jóvenes no superaban el treinta por ciento.
A Drake le interesaban los animales principalmente porque estos estaban interesados en él; los manders eran uno de los platos favoritos del sphexbat. Un cuerpo inmortal solo lo era a efectos del envejecimiento. Todavía podían matarlo. Él, evidentemente, podía ser reencarnado, pero la muerte a manos de un sphexbat sonaba extraordinariamente desagradable. Los sphexbats no se abalanzaban en picado sobre su presa para llevársela por los aires, como las rapaces de la Tierra. Primero efectuaban una pasada a baja altura, segregando una fina neblina de vapor neurotóxico por las glándulas que tenían en la base de las alas. La cobertura que ofrecía la vegetación no era suficiente. Cualquier mander que inhalara la niebla no moriría, sino que sentiría el impulso de salir al descubierto y quedarse allí paralizado. El sphexbat que regresara al final del día para realizar su segunda batida encontraría a su presa viva y consciente pero incapaz de moverse. La víctima era abducida de la superficie y consumida a placer. Los sphexbats tenían despensas vivas en las elevadas cornisas de piedra, donde un mander —o Drake— podía aguardar despierto e inmovilizado durante varios días.
El peligro de sufrir el ataque de un sphexbat era un problema potencial en la superficie, pero no era ahí donde Drake planeaba pasar la mayor parte de su tiempo. Nadie podía vivir solo y consciente durante un millón de años, ya fuera en su propio cuerpo o en otro, sin perder la cordura. Drake estaría principalmente en el fondo del pantano con los demás manders, a diez metros de profundidad, aletargado y a salvo de cualquier ataque. Su especie estivaba con regularidad.
Lo que ocurriera en la superficie no sería ignorado. Una red de instrumentos grabarían los datos hasta que Drake volviera a la superficie. Esa información complementaría las observaciones de la nave orbital.
Drake esperaba regresar a la superficie durante el invierno de Lukoris, pero no siempre. Una vez cada cien o cada mil años saldría del pantano durante unos meses para comprobar los instrumentos y efectuar un rastreo planetario. Aquellos cambios que se produjeran demasiado despacio en tiempo real resultarían evidentes para él cuando viera el planeta como una serie de diapositivas, instantáneas tomadas a intervalos ampliamente espaciados entre sí.
Antes, empero, necesitaba un punto de referencia a partir del que medir los cambios. Debía comprender Lukoris en todos sus aspectos. Viajaría por el mundo y observaría como nunca antes había observado.
Drake suspiró y se dijo: ¿Por qué molestarse? ¿Por qué todo esto?
Pero ya conocía la respuesta. Se puso manos a la obra.
Antes de la llegada de Drake, Lukoris había sido el hogar de una floreciente colonia durante cientos de millones de años terrestres. Cuando la gran amalgama de humanos aterrados, ordenadores y compuestos, junto con todos sus enseres huyeron para apartarse del camino del Shiva, no se lo llevaron todo consigo. Drake era el heredero de un planeta entero y de la tecnología de la antigua colonia.
Esa tecnología le servía para examinar Lukoris. La red de información mundial mostraba un planeta dividido de horizontales y verticales extremas, de mares apacibles y pantanos que rodeaban cordilleras montañosas cortadas a cuchillo. El cuerpo del mander no podía sobrevivir al aire enrarecido de las cumbres más altas sin equipo, pero Drake tenía que saber qué ocurría allí arriba. ¿Quién sabía dónde y de qué manera decidiría presentarse el Shiva?
Dedicó el primer largo invierno a recorrer el planeta. En persona e indirectamente, con la ayuda de unidades sensoras en miniatura operadas por control remoto, surcó el helado río de quinientos mil kilómetros del sur, visitó los trópicos donde el agua en verano hervía hasta evaporarse y solo las bacterias aficionadas al azufre podían sobrevivir, y exploró los páramos del norte donde los sphexbats comenzaban a desarrollar sus primeras y primitivas obras de arte, dibujando con sangre animales estilizados en las paredes de roca desnuda. Los sphexbats volaban en círculos alrededor de su equipo. Eran precavidos y no atacaron de inmediato, sino que se llamaban constantemente con lo que, evidentemente, era un idioma incipiente.
Drake almacenó cada imagen, sonido y olor en la memoria aumentada de su cuerpo. No omitió nada, ni se apresuró. Tenía tiempo de sobra. Si se le pasaba algo por alto este invierno, tendría otras mil oportunidades de dar con ello.
Por fin llegó el momento de su primera estivación.
Su cuerpo comenzó el proceso de forma automática, exudando un líquido transparente que se endureció en una resistente membrana semipermeable. A través de ella podía importar pequeñas cantidades de oxígeno y agua, así como expeler los excrementos. Conforme se solidificaba el cascarón, el cuerpo de Drake empezó a enterrarse. Fuera de su control consciente excavó y escarbó en un denso cieno verde que se endurecía a medida que profundizaba en él.
El proceso era algo natural para el mander, pero no para la consciencia atrapada en él. Drake sentía que se hundía en una oscuridad absoluta, rodeado de un fluido viscoso que frustraba todos sus intentos por salvarse.
Cuando, finalmente, comprendió que no se estaba ahogando, que el cuerpo en que habitaba podía soportar las inmersiones prolongadas, siguió sin sentirse reconfortado. No era así como había imaginado su futuro: atrapado en un pantano, en un cuerpo alienígena, la única inteligencia humana en muchos años luz a la redonda sin nada más que soledad por delante. Y tendría que pasar por esto miles y miles de veces.
Su cuerpo empezaba a apagarse, ahorrando energía para pasar la larga noche. Drake combatió el letargo, intentando ser él quien dictara el curso de sus sueños. No quería estar aquí. Quería abrirse paso hasta la superficie, indicar a la nave que lo vigilaba que lo recogiera. Quería volver a casa, a la Tierra. Quería retroceder en el tiempo, a aquellos días dichosos de amor y música.
Quería a Ana…
Pero, evidentemente, ese era el motivo de que estuviera aquí. Ese era el motivo de que fuera correcto que estuviera aquí. Estaba en Lukoris para, algún día, poder reunirse con Ana de nuevo.
Algún día me reuniré con Ana de nuevo.
Mientras su cuerpo cortaba el suministro de oxígeno al cerebro, Drake se aferró a ese pensamiento. Se hizo un ovillo y abrazó el sueño con satisfacción.