La cadencia de las estaciones en Lukoris era más lenta que en la Tierra. Debido a la escasa inclinación del eje de rotación, el verano y el invierno quedaban dictados únicamente por el movimiento del planeta a lo largo de su excéntrica órbita elíptica de veinte años.
El cuerpo modificado de Drake había sido programado para dormir durante cincuenta de esos largos ciclos. Al despertar, por fin, a comienzos de un invierno, salió arrastrándose de las profundidades y esperó a que se resquebrajara su cascarón. Cuando se hubo desmenuzado lo suficiente como para permitirle libertad de movimientos, intentó comenzar su inspección. Su cuerpo de mander se lo impidió. Le insistía para que comiera y bebiera, vorazmente, terminando con un ayuno de ochocientos años. No pudo fijar su atención en Lukoris hasta haberse saciado.
Pensó de inmediato que se apreciaban algunos cambios. Los instrumentos le aseguraban que era una ilusión. Las variaciones que creía observar eran puramente psicológicas. Se estaba adaptando al cuerpo del mander y, en el proceso, los pantanos verde vidrio y los precipicios llameantes de Lukoris cobraban belleza a sus ojos.
Confirmó así lo acertado de haber venido aquí mucho antes de que se esperara la influencia del Shiva. La adaptación era un efecto pasajero, algo que remitiría tras las primeras estivaciones.
Reanudó su metódica vigilancia y medición de las poblaciones de flora y fauna, de las variaciones de la temperatura diurna, de la geología de la superficie y el subsuelo, de los niveles de radiación solar y de otras diez mil variables. Todas las mediciones se transmitían a la nave orbital. Desde allí se enviaban vía enlace de datos de ondas-S al cuartel general, a media galaxia de distancia.
¿Qué era lo importante? Drake no lo sabía. Puede que todo, puede que nada.
Se produjo un incidente impremeditado y desagradable cuando se mostró demasiado interesado en una planta filamentosa que tejía grandes tapices sobre la superficie del pantano para atraer grandes animales. Al romperse los filamentos, al parecer intencionadamente y sin previo aviso, el animal se hundía en el cieno para morir y liberar sus nutrientes. Drake no pesaba lo suficiente como para estar en peligro; pero distaba de tener cobertura alguna cerca cuando el sphexbat se abalanzó en picado sobre él durante su primera batida del día.
Lo vio y cambió de dirección. Una nube de vapor blanco cayó sobre Drake cuando surcó el aire sobre su cabeza. La única escapatoria posible consistía en enterrarse. Drake se tiró de cabeza al légamo con las bocas y los ojos fuertemente cerrados, preguntándose si no sería ésta simplemente otra forma de morir. Todavía andaba mediado el invierno, era demasiado pronto para que estivaran los manders.
Sintió frío contra la piel el cieno del pantano. Transcurridos unos minutos, Drake se dio cuenta de que no estaba ahogándose. Su cuerpo podía absorber oxígeno suficiente a través de la epidermis, siempre y cuando no se moviera demasiado.
Esperó siete horas, casi medio día de Lukoris. La nube neurotóxica debería haber sido absorbida ya por el pantano, si antes no se había disociado químicamente en presencia de la luz del sol.
Cuando salió a la superficie rompiendo el barro pegajoso, el sphexbat se encontraba en medio de su batida de recolección y a tan solo un par de kilómetros de distancia. Se abalanzó sobre Drake sin hacer ruido, impulsado por sus alas de veinte metros, con la bolsa de captura ya abierta para la recogida. Estaba a menos de treinta metros de distancia cuando vio que Drake estaba de pie y en movimiento, en vez de inerte sobre la alfombra del pantano. Sus fauces gemelas emitieron una llamada bitonal de rabia y sorpresa. El sphexbat remontó el vuelo y se alejó.
Diez segundos después, a mayor altura, regresó para volar justo por encima de su cabeza. Un par de ojos negros situados encima de la bolsa traspasaban a Drake.
¿Qué diría a sus congéneres cuando volviera a los acantilados? ¿Que había aparecido una especie de variante de mander, dotado de una nueva técnica de autodefensa?
Quizá, en el distante futuro de Lukoris, las historias narradas en torno al fuego de una tribu de sphexbats refirieran la ocasión en que había surgido una extraña criatura en la superficie, invulnerable a la neurotoxina paralizadora de la que dependía toda la caza.
Drake se dijo que estaba fantaseando. Lukoris no tenía un futuro lejano que fuera consistente con el pasado y el presente. La llegada del Shiva marcaría un punto de inflexión en la línea temporal, un momento en el que futuro y pasado quedarían discontinuamente conectados.
Reanudó su meticulosa inspección de Lukoris en todos sus aspectos.
Una y otra vez.
Los inviernos se sucedieron, uno tras otro tras otro, hasta que Drake dejó de verlos en su mente como hechos únicos y empezó a considerarlos un largo continuo de cambio insignificante. Si los veranos le parecían más memorables, era tan solo porque estaba despierto más raramente. Formaban desagradables puntos de información, en los que casi todo Lukoris experimentaba unas condiciones de calor y sequedad que el cuerpo del mander apenas si podía resistir. Drake tenía la impresión de que debía complementar los instrumentos de grabación de la superficie y en órbita con exploraciones de campo tanto en verano como en invierno, pero no resultaba sencillo. Los cambios efectuados en el cuerpo del mander permitían que estuviera despierto, sí, pero a cierto nivel no se le escapaba la realidad. Conforme subían las temperaturas, hasta la última célula de su cuerpo ansiaba estar a diez metros bajo tierra, cobijado en la fría y serena oscuridad.
Una y otra vez.
Año tras año, invierno tras invierno, verano tras verano. La posible llegada del Shiva adquiría tintes de leyenda antigua. En su mente, la confrontación definitiva era el Armagedón, el Ragnarok, el Dies Irae, el Fimbulwinter, la Última Trompeta. No se produciría nunca. No llegaría jamás.
Hasta que, de repente, se produjo.
Drake salió una mañana de su umbrosa guarida, como hiciera antes quinientas o mil veces. Las lluvias habían cesado y el aire era agradablemente fresco. Antes incluso de perder su caparazón defensivo, supo que ocurría algo extraño.
No se trataba de un simple cambio pequeño y aislado; los cambios estaban por todas partes.
Miró al cielo. El firmamento de finales de verano de Lukoris mostraba por lo general un tinte amarillo sucio. Hoy era de un prístino azul, rayado con un delicado dibujo en espiga de nubes rosas y blancas. El aire era límpido, y a lo lejos se divisaban las colinas. No las vertiginosas alturas que señoreaban escarpadas sobre la llanura circundante, sino suaves pendientes moteadas de una vegetación verde claro y pequeños sotos de árboles de rugosa corteza.
En Lukoris nunca había habido árboles. Tan solo plantas de lento crecimiento que cubrían los inacabables pantanos y formaban tupidas alfombras sobre las extensiones de agua oscura.
Los pantanos.
¿Dónde estaba entonces la fría sensación del cieno?
Drake miró hacia abajo. Debería ver una cobertura de algas y charcos legamosos, no las espigadas briznas de hierba y los macizos de azules flores silvestres que se extendían a sus pies. Y esos pies deberían ser anchos, grises y palmeados, no rosados y dotados de cinco dedos.
Inhaló hondo. Olió a lavanda, a tomillo y a rosas.
Levantó la cabeza y vio que alguien caminaba hacia él por el verde tapiz de hierba. Su cabello brillaba como el oro a la luz del sol y se movía con la antigua gracia familiar de los perfectamente sanos. No habló, pero sus labios rojos sonrieron a modo de saludo. Cuando lo abrazó Drake supo dónde estaba.
Su larga búsqueda había terminado. Estaba en el Paraíso, y la única persona que alguna vez había querido o necesitado estaba allí para compartirlo con él.
El cuerpo del mander había sido modificado de maneras deliberadamente ocultas para Drake. A lo largo de todos aquellos días y noches en Lukoris, se había enviado sin que él lo supiera un informe continuo de su condición y sus actos, procedente del módulo de memoria aumentada de su cerebro de mander, con destino a la nave orbital y de ahí al lejano cuartel general.