Supongamos que se tardara un siglo en descubrir la cura, tal vez incluso dos siglos. ¿Qué conocimientos de la sociedad actual interesarían a la gente en el año 2200? ¿Qué tendría que saber un hombre o ser una mujer, para que los habitantes de esa Tierra futura consideraran que merecía la pena revivirlos? Drake estaba convencido de que aun cuando se descubriera una forma infalible de resucitar a los revivibles, la mayoría de los cuerpos almacenados en las criomatrices se quedarían exactamente donde estaban. Los contratos con Segunda Oportunidad garantizaban únicamente el mantenimiento en condiciones criogénicas. No ofrecían, ni podían ofrecer, garantía alguna de que un individuo en concreto fuera a ser descongelado.
¿Para qué descongelar a nadie en realidad? ¿Por qué añadir otra persona a un mundo atestado, a menos que tuviera algo especial que ofrecer?
Drake se imaginó emplazado en el siglo XIX. ¿Qué podría haber guardado en su cerebro, en esa época, que se considerara valioso hoy en día, doscientos años después? Ni política, ni arte. El conocimiento de ambos preceptos era bastante adecuado. Sin duda, nada de ciencia ni de tecnología; en los dos últimos siglos se había producido un avance fenomenal en ambas disciplinas.
¿Qué querría saber la gente del futuro acerca del pasado?
Decidió que tenía tiempo de sobra para reflexionar sobre su propia pregunta; tiempo, lo que le había sido negado a Ana. Sería una temeridad apresurarse, cuando podía planificar y calcular a placer. Se dio un plazo de diez años. Así le quedarían todavía cuarenta de los cincuenta años que había previsto y anhelado. Aunque estaba bastante dispuesto a prolongar el plazo hasta los quince años si era preciso.
Si necesitaba más tiempo, no sería porque se permitiera el lujo de que lo distrajeran otras actividades. Su única distracción consistía en estimar las probabilidades de que todo saliera tal como esperaba. Las probabilidades eran siempre deprimentemente escasas.
Mientras intentaba decidir qué aprender, seguía sin resolver ese complicado primer problema: conseguir dinero.
Se decidió a visitar a su antiguo maestro. Su relación con Bonvissuto había evolucionado a través de tres etapas distintas. Al principio se había sentido absolutamente maravillado ante el talento musical y los conocimientos enciclopédicos del profesor. Bonvissuto parecía saberse, y ser capaz de tocar de memoria con su adorado Steinway, sus propias transcripciones para piano de cualquier obra de cualquier compositor. Después de tres años de estudios, la actitud de Drake experimentó un cambio. Todavía respetaba y admiraba la sapiencia de su mentor, pero en cuestiones apartadas de la música llegó a pensar que Bonvissuto resultaba un tanto cómico. No podía pasar por alto los zapatos de tacón alto, los claveles rojos en el ojal, los mechones teñidos de castaño que le caían sobre los hombros, el caprichoso acento italiano, y la infatigable actividad romántica.
Fue Ana, el último año de Drake como alumno de Bonvissuto, la que le reveló otra faceta de su maestro.
—¿No te das cuenta de lo mucho que te envidia? —dijo una tarde en que estaban sentados para repasar un fragmento anotado de Carmina Burana.
—¿Quién?
—El Bonvi. ¿Quién si no?
—¿A mí? —Drake bajó la partitura—. ¿Por qué demonios tendría que envidiarme? Sabe diez veces más sobre música de lo que sabré yo en mi vida.
—Sí. Pero así y todo te envidia… por el mismo motivo que te envidio yo. Él enseña música. Yo la toco. Pero tú la creas. Ni él ni yo podemos hacer eso. ¿No te has fijado en la expresión de sus ojos cada vez que le llevas una melodía preciosa y original? Se alegra, pero también se entristece. Debe de corroerlo por dentro, tener tanto talento y aun así carecer de una chispa fundamental.
Los comentarios de Ana inspiraron en Drake una última opinión sobre su maestro. El profesor podía ser sarcástico y tener mal genio. Sin duda era vanidoso, y un mujeriego empedernido. Pero adoraba la música, con una pasión y una fuerza y una devoción que no reservaba para ninguna otra cosa en la vida.
Y fue Ana de nuevo la que mejor lo expresó. Cuando una discusión sobre las canciones inglesas de Haydn fue interrumpida por una llamada telefónica de la última conquista de Bonvissuto, Ana le dijo a Drake, en voz baja y con genuino afecto por su maestro:
—Escucha eso. Le dice a Rita, y a Charlene y a Mary y a Leah y a Judy, que las ama, y creo que es cierto. Pero cambiaría el lote completo por una nueva sinfonía de Haydn.
¿O una nueva obra original de Drake Merlin? Drake no estaba seguro, ni entonces ni nunca. Pero, dos meses después de que Ana fuera introducida en la criomatriz, se presentó sin avisar una mañana en el despacho de Bonvissuto. El profesor le dedicó una mirada sobresaltada antes de agachar la vista.
—Lo sé, lo sé —dijo—. Lo siento mucho.
Hacía tres años que no se veían, pero Bonvissuto había seguido la carrera de todos sus antiguos alumnos. Sentía un profundo orgullo por ellos. Naturalmente, sabía lo de Ana.
—No he venido para hablar de ella —dijo Drake— a menos que usted quiera, me refiero. He venido para pedirle consejo.
—Si está en mi mano, lo que sea. Por ti y por la pequeña Ana, será un placer… —Bonvissuto se interrumpió, tragó saliva, y apartó la mirada. El volátil personaje italiano no era totalmente falso.
—Me hace falta dinero. —Drake habló desapasionadamente a la espalda del hombre. Necesitaba consejo, no apoyo emocional—. Mucho dinero. Me preguntaba si tendría usted alguna sugerencia.
—¡Tú! El menos comercial de todos mis alumnos. ¡Oh! —Bonvissuto se dio la vuelta y Drake vio en sus ojos un súbito entendimiento—. Lo sé. Yo pasé por lo mismo, hace dos años. Los malditos hospitales…, los análisis, y todos los medicamentos, y esos precios desorbitados…, cinco dólares por una aspirina, doscientos dólares al día por una habitación, cincuenta dólares por un médico que no te visita más que dos minutos y que ni siquiera te mira a la cara…, lo desangran a uno.
Drake asintió. Era una presunción equivocada, pero dejarlo correr le ahorraría muchas explicaciones.
—Tengo que conseguir todo el dinero que pueda. Cuanto antes. No sé cómo.
—Pero yo sí. —Bonvissuto se acercó a su piano—. Siempre y cuando estés dispuesto a bajar el listón. ¿Lo estás?
—No lo sé. ¿A qué se refiere?
—No te preocupes. No voy a sugerirte que montes una banda de rock. Compones bien, y rápido. Pero tu música es demasiado compleja para alcanzar la popularidad. Esto es lo que escribe Drake Merlin. —Bonvissuto ejecutó una secuencia de acordes dispares sin un eje tonal definido, y por encima de ellos con la mano derecha una errabunda melodía angular.
—¡Eso es de mi Suite para Caronte!
—En efecto. Me he tomado la libertad de redactar una trascripción para piano. —Bonvissuto no parecía en absoluto arrepentido—. Es preciosa…, para ti, y para mí, y puede que para unos cuantos miles de personas. Pero si lo que quieres es llegar a gustar a millones, tendrás que ser más simple, más accesible. Algo así. —Bonvissuto tocó un garboso tema de bajo, acompañado de un vertiginoso presttissimo descendente con la mano derecha.
Drake frunció el ceño.
—Eso es de Danny Elfman. Para la banda sonora de una película.
—Sí que lo es. ¿Intentas decirme que estás por encima de cosas así?
—En absoluto. Es de primera. Pero no puedo presentarme en un estudio cinematográfico y pedirles que me den la música de una película. Me echarían a patadas.