—Por supuesto. —Bonvissuto se encogió de hombros—. Está claro que no vas a empezar por ahí. O mejor dicho, si quieres empezar por ahí, no puedo ayudarte. Pero hay muchos caminos que apuntan en esa dirección. —Se levantó, se dirigió a su antiguo escritorio de madera de roble, y cogió un bloc de notas corriente de color negro con el lomo en espiral—. No paro de oír hablar de mercados musicales. Lo anoto todo. Están abiertos para ti, siempre que no te empeñes en componer nada innovador. La gente se siente cómoda con lo que ya conoce. Dicen que saben lo que les gusta, pero en realidad les gusta lo que saben. Fíjate en esto.
Abrió el cuaderno y recorrió la lista de entradas con su largo y delgado dedo índice.
—Incluyo conciertos y recitales en esta lista, pero a ti te recomendaría encarecidamente la composición. ¿Estás dispuesto a escribir una obertura conmemorativa para el centésimo aniversario del primer vuelo de un aparato más pesado que el aire? Ofrecen cuatro mil dólares, por once minutos. El tiempo requerido es preciso, ni más ni menos. La obra se tocará después del himno nacional, después de una selección de La guerra de las galaxias y antes del Barras y estrellas para siempre. No te recomendaría un tempo marcial. O qué tal esto, que me ha llegado por canales privados: un encargo para escribir en negro un concierto de violín para un miembro del Gabinete con delirios de grandeza musical.
—¿Qué tendría que hacer?
—Escribirías la música, después de pasarte media hora escuchando a Lamar Malory tararear los temas, sin precisión y desentonando. Tu nombre, evidentemente, no aparecerá en la obra final. El suyo sí. La tarifa propuesta, por tu música y tu silencio, es de cuatrocientos dólares por minuto compuesto. No es mucho, pero la música no tiene por qué ser demasiado buena. De hecho, levantaría sospechas si lo fuera.
Drake se mordió la lengua para no preguntarle a Bonvissuto por qué no aceptaba él los encargos.
—¿Cuáles son los plazos de entrega?
—¿Cuándo podrías tenerlo listo?
—Antes que cualquier otro que puedan encontrar. Me quedo con los dos. Con todos los que pueda conseguir, de hecho. Escribiré día y noche si hace falta.
—Veré lo que puedo hacer. No puedo garantizarte ninguno de los otros encargos, pero me aseguraré de que te pongan en la lista de espera. Después de eso, dependerá de ti. Te lo advierto, tendrás que vértelas con personas que llevan tanta música dentro como un perro que ladra a la luna. —Bonvissuto se encogió de hombros—. Lo siento, pero ese es el precio. No importa. Cuando hayas conseguido el dinero que te hace falta, podrás volver a tu vida normal.
Una vida normal no era lo que Drake tenía en mente; no hasta dentro de mucho. Pero no podía desvelar sus planes. Le dio las gracias a Bonvissuto y se fue.
Fue el comienzo de un largo período de trabajo incesante. Drake aceptó encargos, compuso piezas conmemorativas, dio conciertos y grabó discos. A medida que crecía su reputación de bueno, rápido y fiable, produjo resmas de música para películas y espectáculos buenos, malos e indiferentes. Si alguien comparó sus últimos trabajos con los anteriores, y pensó que estaba pervirtiendo su arte, tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario. Su actitud era simple: si era lucrativo, era aceptable.
Una vez al mes visitaba las instalaciones donde estaba la criomatriz de Ana. No podía verla, pero sí sentarse frente a la habitación donde estaba almacenada. La proximidad de su presencia le inspiraba una extraña tranquilidad. Después de un par de horas con ella, estaba listo para enfrentarse de nuevo a su trabajo.
A veces ese trabajo era desagradable, le costaba grandes esfuerzos. Puesto que aceptaba plazos de entrega muy ajustados, a menudo se veía obligado a componer hasta bien entrada la noche, rayando en el agotamiento. Pero, a veces, encontraba algún reto comercial que sacaba lo mejor de él. La mejor melodía de su vida se le ocurrió como tema musical para un exitoso programa de televisión. Y después de cuatro años tuvo un golpe de suerte todavía mayor.
Había escrito un conjunto de piezas breves un par de años después de que se conocieran Ana y él, una especie de chiste musical diseñado especialmente para complacerla. Eran formas barrocas, con armonías periódicas, pero él les había añadido unos cuantos toques de armónica moderna, un regusto picante insertado allí donde más sorprendente y sugerente pudiera resultar.
Habían cosechado bastante éxito, si bien solo para un público limitado. Ahora, con el encargo de producir la banda sonora para una serie de dramas televisivos sobre la vida en la Francia del siglo XVIII, y enfrentado a otra fecha de entrega imposible, Drake recurrió a desguazar, adaptar y simplificar su trabajo anterior. Los dramas resultaron ser el golpe de la década. Se dijo de su música que tenía el mérito de ser en gran parte la razón de su éxito. De pronto sus minuetos, sus bourrées, sus gavotas, zarabandas y rigodones estaban en todas partes. Y conforme emanaban de los altavoces, los derechos de autor le llegaban de todos los países del mundo.
Drake siguió trabajando con más ahínco que nunca. Estableció una fundación y un patronato. Eso garantizaba el cuidado continuo del criocadáver de Ana durante siglos, daba igual lo que le ocurriera a él.
Libre de la necesidad de dinero, cambió el rumbo de su obra. En lugar de componer interminablemente, se entregó con empeño a empaparse de cuanto pudiera averiguar sobre la vida privada y personal de sus contemporáneos musicales. Los entrevistó, entretuvo, agasajó y analizó, y escribió largo y tendido acerca de ellos. Pero nunca con todo detalle. Se cuidó de dejar en cada trabajo una coletilla, un sugerente: «Quedan muchas más cosas por decir y podrían decirse; pero por ahora prefiero omitirlas deliberadamente».
¿Qué era lo que más desearía saber la gente del futuro acerca de sus antepasados? Drake tenía su propia respuesta. No les fascinarían las obras formales, las biografías oficiales, los conocimientos de libro de texto. De eso tendrían para dar y tomar. Lo que querrían sería los detalles personales, los chismorreos, las habladurías. Querrían el equivalente de los diarios de Boswell y Samuel Pepys. Y si existiera la posibilidad de acceder no solo al legado escrito, sino al biógrafo en persona, hablar con él y hacerle más preguntas…
No era un trabajo que pudiera realizarse con prisas. Pero, al final, después de nueve largos años, Drake se sintió todo lo preparado que podría llegar a estar jamás. Existía siempre la tentación de añadir una entrevista más, de escribir otro artículo.
La resistió, y por un momento consideró una cuestión diferente. ¿Cómo iba a ganarse la vida en el futuro? Podrían transcurrir solo treinta años, pero bien pudieran ser ochenta, o doscientos, o mil. ¿Podría Beethoven, transportado de repente del año 1810 al 2010, ganarse la vida como músico?
Para ser más realistas, ¿cómo se las compondrían Spohr, o Hummel, o cualquier otro contemporáneo de Beethoven menos famoso? Drake estaba dispuesto a apostar que ellos, y él, podrían apañárselas en cuanto le cogieran el tranquillo a la época. Seguramente les fuera mejor que a ese genio mucho mayor, el titán de Bonn. Los otros eran más adaptables, más flexibles, más astutos políticamente hablando.
¿Y si se equivocaba, y no había manera de que pudiera ganarse la vida con su música? Entonces haría el equivalente del siglo XXIII a lavar platos para salir adelante. Esa era la menor de sus preocupaciones.
Un buen día lo dejó todo, puso sus asuntos en orden, y volvió a casa. Se dirigió a la casa de Tom Lambert sin avisar. Habían mantenido el contacto, y sabía que Tom se había casado y estaba ocupado criando una familia en el mismo hogar donde había vivido toda su vida. Pero no dejó de ser una sorpresa pasear por la tranquila calle jalonada de árboles, asomarse al mismo seto de alheña y ver a Tom en el patio jugando al béisbol con un desconocido, un niño de ocho años que lucía una flamante nueva versión del copete pelirrojo con canas de Tom.