—Ojalá pudiera.
—Entonces, ¿por qué me das unas instrucciones que omiten la discusión de tus futuras acciones?
—Porque no creo que mis acciones aquí vayan a tener ningún peso sobre lo que debes hacer tú. —Drake podía ver el brillo de las antorchas dentro del edificio—. Me parece que los morlocks están listos para intentarlo de nuevo.
—No comprendo el término «morlocks».
—Da igual. No esperaba que lo comprendieras. —Las antorchas resplandecían con más fuerza en el interior del edificio. Drake retrocedió unos pasos. Podía oler su propia sangre, una fragancia fuerte y característica que solo había percibido una vez antes en toda su vida. Se frotó el lastimado brazo izquierdo, luego el corte de su costado derecho. Era curioso lo poco que sentía el dolor. ¿Cómo pensaban atacar, en grupo o de uno en uno? ¿Tendría más posibilidades al descubierto, o de espaldas a una de las paredes?
—Sugiero que tengas paciencia. No es preciso que vuelvas a la órbita en un futuro inmediato. Las sustancias alimenticias locales no son adecuadas para ti, pero puedo transmitir información relativa a su procesamiento que te permitirá consumirlas. La esperanza de vida de tu cuerpo es de varios siglos. En ese tiempo podría cambiar la situación en la superficie.
—Cambiará, ya lo creo. —Drake se giró, preguntándose si podría encontrar cobijo en la carretera o en los campos. Vio luces, lejanas pero acercándose paulatinamente. Lo mejor sería que corriera al edificio más próximo y se hiciera fuerte allí.
—En cualquier caso. —La nave habló mientras él corría entre las enredaderas empapadas de agua—. No puedo abandonarte. Debo permanecer aquí mientras sobrevivas. Quizá pasen siglos.
—Quizá. Sería bonito creer en esa posibilidad. —Drake jadeaba con la espalda pegada a la pared del edificio. Enarboló su barrote de metal, lo único a lo que podía aferrarse. Las antorchas se acercaban, agolpándose para formar un apretado anillo en el que no veía ningún hueco—. Quédate hasta que muera y luego vete.
Estaban más cerca. Sus cuerpos alargados resplandecían con un tono naranja claro a la neblinosa luz de las antorchas que sujetaban unas extremidades arácnidas. Podía ver sus afiladas tenazas. Eran lo bastante grandes como para abarcar su cabeza entera. Levantó la barra metálica, sopesándola en sus manos.
—Deséame suerte. —Inspiró hondo por la boca—. Ya falta poco.
Interludio: El holandés
Las naves de observación habían sido diseñadas por Cass Leemu y Mel Bradley con sumo cuidado e ingenuidad. Debían ser capaces de sobrevivir sin servicios externos ni mantenimiento hasta un millón de años en órbita, sin dejar de realizar continuadas observaciones y análisis. Debían ser autosuficientes por completo, capaces de extraer la energía que necesitaran de casi cualquier fuente. Debían contener información almacenada suficiente para responder a cualquier pregunta que pudiera hacerles una copia de Drake Merlin, encarnado en la superficie de un planeta y aguardando la llegada del Shiva.
Los compuestos representados por Cass y Mel habían volcado atención e ingenio en su trabajo, pero sin adornos. No habían incluido ningún rasgo que pudiera resultar superfluo en un escenario determinado.
De modo que no se había trazado ningún plan que previera la supervivencia de una nave a su tránsito por una cesura. Ninguna nave había sido diseñada para funcionar en galaxias alejadas del control y la influencia de la humanidad. No se había incluido aptitud alguna que permitiera la producción a bordo de máquinas auto-replicantes. El diseño garantizaba que una nave cualquiera pudiera funcionar durante millones de años, pero no durante miles de millones sin especificar.
Cass y Mel, cediendo ante la insistencia de Drake, solo habían rebasado los límites de las necesidades razonables y previsibles en un aspecto. Los primeros humanos, tiempo ha, habían salido de las cuevas de la Tierra del Pleistoceno con cerebros lo suficientemente grandes como para escribir sonetos, inventar y jugar al ajedrez, componer fugas y resolver ecuaciones diferenciales parciales. No les hacían falta estas aptitudes en un mundo donde la caza, la recolección de alimento, la procreación y el cuidado de los retoños parecían las únicas constantes invariables. Pero disponer de un cerebro mayor que la necesidad había demostrado ser una ventaja. Quizá volviera a ser necesario. Drake quería que cada una de las naves fuera no solo consciente de sí, sino además lo bastante inteligente como para considerar las posibles consecuencias de sus instrucciones y sus propios actos.
Esta nave había recibido unas instrucciones inusuales y específicas: Buscar una civilización que conociera el viaje espacial. A continuación, sacar a Drake de su letargo para interactuar con lo que fuera que se había encontrado, si es que había algo. En caso de no localizarse ninguna inteligencia capaz de viajar en el espacio dentro de esta galaxia, construir un detector de señales superlumínicas. Drake tendría que ser despertado de su letargo y encarnado para ayudar con esta tarea, puesto que la nave carecía de los robots especializados que requerían una construcción a escala espacial.
Las instrucciones implicaban varios imperativos añadidos. Para empezar, la nave debía sobrevivir. Debía hacer lo que fuera necesario para garantizar su actividad continuada. Debía, además, tener paciencia.
La nave vagaba sola por el mar de estrellas. Era imposible que aterrizara en un cuerpo mayor que un asteroide pequeño. Su propio peso destruiría su frágil estructura. Una copia de Drake Merlin, mucho más robusta, se podría descargar en un cuerpo orgánico mientras la nave orbitaba alrededor de un planeta y aterrizaba en él, pero era imposible construir un detector de ondas-S de gran tamaño en una superficie planetaria.
A la nave no le resultaría complicado permanecer en condiciones activas. Los materiales precisos para su auto-renovación abundaban alrededor de muchas estrellas y en las nubes de polvo diseminadas por los brazos en espiral.
En cualquier caso, ese no sería el problema.
La nave encontró una pista abierta en la galaxia y la siguió, lejos de los perturbadores efectos de soles, singularidades y nubes de polvo. Realizó su metódico análisis: ochenta y ocho mil millones de estrellas en esta galaxia; tan solo doscientos objetivos como fuentes de inteligencia en potencia; un cincuenta y ocho por ciento de los mismos ya eliminados mediante la inspección directa. Examinar el resto sería una tarea sencilla, aunque prolongada. La nave podía ocuparse de ella, sin duda.
Ahora bien, supongamos que la búsqueda fuera infructuosa, que no se encontrara vida inteligente capaz de viajar al espacio, que fuera preciso dar el siguiente paso. En ese caso, la escala temporal de la acción se expandía enormemente. Los años pasaban de contarse por millones a miles de millones. Construir un detector de ondas-S —uno lo suficientemente grande como para asomarse a los confines del espacio— era una tarea monstruosa. Drake Merlin, en el momento de dar sus últimas instrucciones desde la nublada superficie del planeta, no sabía lo que estaba pidiendo.
Pero la nave sí.
También sabía que no tenía elección. Al contrario que los humanos, el cerebro de una nave no podía elegir la auto-eliminación.
Mientras la nave calculaba la trayectoria a la siguiente estrella objetivo, cartografió la secuencia precisa de sus futuras acciones en caso de que la búsqueda actual no se saldara con el hallazgo del tipo de vida inteligente adecuado.
Encontrar la clase exacta de nube de polvo, lo suficientemente próxima a una supernova reciente como para ser rica en los elementos pesados necesarios. Encarnar a Drake Merlin, no una sola vez, sino en cientos o miles o millones de copias —Sin pensar jamás en su posible destino—. Utilizar los merlines, individualmente y trabajando al unísono, como mano de obra. A falta de robots inteligentes, los merlines deberían explotar la nube de polvo, construir las instalaciones de producción espacial, dar forma a las antenas y extenderlas por el espacio en la configuración exacta que exigía la detección de señales procedentes de fuentes de ondas-S.