Eso era gratificante. Había otras cosas que no lo eran. Algunas cosas rayaban en lo intolerable. En un mundo situado en un remoto cúmulo globular, vio cómo una especie mucho más inteligente que la humanidad alcanzaba el triunfo artístico y la potencia tecnológica en tan solo dos siglos. Estuvo presente cuando los laconios anunciaron que, en vez de unirse a la mentalidad humana combinada, como se les había ofrecido, preferían inmolarse por razones que escapaban a la comprensión humana. Vio impotente cómo los adultos y los niños laconios se arrojaban a las llamas sacrificiales. Los bebés, abandonados a su suerte, sucumbieron a la inanición.
Podría haber intervenido… ¿y hacer qué? Resulta más sencillo matar a un ser que obligarlo a vivir. Pero sabía que guardaría ese recuerdo en su interior hasta el fin de sus días.
Al universo le daba igual. Ese era el quid de la cuestión. A los humanos les importaba, pero el universo era indiferente. Estuvo presente, a diez mil millones de años luz de los laconios, cuando dos galaxias chocaron y la radiación dura barrió mil inteligencias en potencia. Vio cómo un agujero negro, invisiblemente pequeño a los ojos humanos pero tan grande como cualquiera de las mayores montañas de la Tierra, atravesaba su último segundo de evaporación. Una partida de observación, demasiado curiosa y atrevida, pereció con él. No quedó nada después del último estallido de partículas elementales y rayos X duros. Parecía algo simbólico. A Drake le sugería el nihilista final del propio cosmos.
Las condiciones actuales ofrecían pocas pistas sobre ese violento final. El universo parecía en calma, avanzando hacia una quietud que, de producirse, sería más un hipido que una explosión. El desplazamiento hacia el azul era más pronunciado, pero todavía parecía inocuo. No era la mera observación, sino la física y las matemáticas abstractas lo que prometían la definitiva condena incandescente, cierta, implacable e inevitable.
Drake se obligó a abandonar su introspección. Había trabajo que hacer. Debía recoger, almacenar y organizar información. Debía permanecer intacto, integrado y en contacto con su miríada de componentes. La potencia de cálculo aumentaba linealmente con el número de unidades; los problemas de coordinación crecían exponencialmente.
Conforme transcurría el tiempo la comunicación se hacía más fácil. Pronto supo por qué: El universo se estaba encogiendo. El contacto entre elementos lejanos resultaba más sencillo. El incremento en los problemas de coordinación se las apañaba para cancelar esa ventaja. Se descubrió luchando, trabajando sin descanso y más duro que nunca para aferrarse a su único objetivo y conservar su perspectiva.
Recabar, colegir, comparar. Siguió esforzándose, preguntándose a veces si sus denuedos tendrían un final discernible. ¿Seguiría sirviendo de funcionario para el universo cuando todo se fundiera y fusionara en una infernal bola de fuego?
El fin todo lo corona, y ese viejo árbitro común, el Tiempo, le pondrá fin algún día.
Recabar, colegir, comparar. Drake siguió trabajando. El cielo se volvió más brillante. Las galaxias más lejanas relucían azules. Constantemente debía crear más copias de sí mismo para ocuparse de los ingentes volúmenes de información. El número de sus componentes crecía, y volvía a crecer: billones, trillones, cuatrillones. ¿Cuántos? Ya ni siquiera intentaba llevar la cuenta. Contactar con algunos elementos de sí mismo, jinetes de ondas-S en los confines de las galaxias, era toda una aventura. Eran Drake, indiscutiblemente. Pero estos componentes de su propio yo le parecían más alienígenas que el Shiva o los snarks. El esfuerzo que suponía asimilar todas sus divergentes personalidades era cada vez mayor.
Cuando el universo se aproxime a su convergencia definitiva, la densidad de su masa y energía aumentará, al igual que su temperatura. Al final se producirá una singularidad de presión y calor infinitos.
Palabras, teorías, nada más. No tenían base en la realidad. Esta era la realidad, este no parar de acumular información.
Solo que al final, después de un período de tiempo tan inmenso que resultaba fácil creer que jamás podría ocurrir, pareció vislumbrarse un final. La larga curva descendente se hizo más pronunciada. El cosmos se estaba encogiendo más deprisa; considerablemente más deprisa. El trabajo para Drake se convirtió en un frenesí, una marea de acción. Las densidades de energía se estaban disparando. La transferencia de información era más rápida, sobre distancias que se encogían. Los procedimientos se ejecutaban a mayor velocidad.
Y a mayor velocidad todavía.
La radiación de microondas ya no se apreciaba en frecuencias de microondas. Se había reducido a longitudes de ondas visibles. El espacio entre las estrellas crepitaba cargado de energía.
Deteneos, siempre inquietas esferas del cielo, para que cese el tiempo y no llegue nunca la medianoche.
Pero la medianoche estaba cerca. El tiempo seguía avanzando. El cielo se caía, se desplomaba hacia su última singularidad, y el firmamento se había convertido en un continuo fulgor actínico cuando Drake reparó en una nueva presencia, una voz distinta que hablaba inmersa en su inabarcable mar de yoes.
Emergió del ruido blanco que formaba el filo de la consciencia de Drake y se acercó a un ritmo constante a su nexo coordinador central. No sabía de dónde había salido, pero mientras se aproximaba parecía tocar y fundirse con cada uno de sus componentes. Interrumpía el ritmo de su frenético trabajo, y por tanto era peligroso. De algún modo, debía detener su acción.
Sondeó hacia él. Antes de que se estableciera el pleno contacto, se produjo un curioso intercambio de energías, como el roce fugaz de las yemas de unos dedos. Destruyó sus potencias de cálculo. Toda su labor quedó paralizada, y en ese preciso instante intuyó quién podía ser.
Una mezcla de emociones —esperanza, alegría, temor, anhelo, amor— se propagó por su yo extendido y lo embargó de una feroz premonición.
—¿Ana?
—¿Quién si no?
—Pero ¿de dónde has salido? ¿Es posible que seas real? Quiero decir, aparecer así…
—En serio, tenemos que dejar de vernos así, ¿eh? Yo creo que soy real, eso está claro. —El cosmos se llenó de una risa contenida—. Pienso, luego existo. Creo que soy yo, Drake, de verdad. Pero conoces la teoría igual que yo; cuando el universo converge en el escatón, no hay límites a lo que puede saber uno. Ahora estamos cerca del fin. De modo que no sería descabellado que yo fuera una simulación, una construcción de tu mente. Tú piensas, luego yo existo.
—No eres ninguna simulación. —Drake detestaba la sugerencia de que Ana no fuera real, aunque la hubiera formulado él—. No puedes serlo. ¿No te parece que me daría cuenta si estuviera fabricando una simulación?
—Es posible. Pero también es posible que tengas poderes que desconoces. Mmm. No parece que eso encaje con el concepto de omnisciencia, ¿verdad? Digámoslo así, con una pregunta: ¿Podría engañarse a sí mismo un ser omnisciente?
—No lo sé. —Ese delicado roce de nuevo, más próximo e íntimo—. Lo único que sé es que no importa. Cuando estás conmigo, nada más importa. Siempre ha sido así.
—De acuerdo, dejémonos de discusiones y asumamos que estoy aquí y que soy real. Antes de nada, deja que te dé las gracias. Ahora, tengo otra pregunta. ¿Cuánto tiempo nos queda?
Siempre había sido la más práctica de los dos, la más realista, dispuesta a afrontar cuestiones que Drake preferiría esconder debajo de la alfombra. Y, como de costumbre, estaba haciendo las preguntas adecuadas.