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Me puse los cascos y contesté la llamada.

– Hola, Jack -dijo.

– Hola, Larry -respondí.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– ¿Qué quería el Embutidor?

Usó el apodo que le habían puesto al subdirector Richard Kramer años atrás, cuando era un secretario de redacción más preocupado por la cantidad que por la calidad de las noticias que solicitaba a sus periodistas. Desde entonces le habían inventado varios apodos más.

– Ya sabes lo que quería. Me ha dado el preaviso; me echan.

– Me cago en la hostia, te han dado la rosa.

– Exacto. Pero recuerda que ahora lo llamamos «separación involuntaria».

– ¿Te has de marchar ahora mismo? Te ayudaré.

– No, tengo dos semanas. El 22 de mayo seré historia.

– ¿Dos semanas? ¿Por qué dos semanas?

La mayoría de las víctimas de la reestructuración tenían que marcharse de inmediato. La decisión se había tomado después de que uno de los primeros receptores del preaviso de despido se quedara durante el período remunerado. Todos y cada uno de sus últimos días, la gente lo veía en la oficina con una pelota de tenis: botándola, lanzándola, apretándola. No se dieron cuenta de que cada día era una pelota diferente, que lanzaba después al inodoro de caballeros. Alrededor de una semana después de que se marchara, las cañerías refluyeron con consecuencias devastadoras.

– Me han ofrecido unos días más si accedía a preparar a mi sustituta.

Larry se quedó un momento en silencio mientras consideraba la humillación que suponía tener que enseñar a tu propio sucesor. Sin embargo, para mí, dos semanas de salario eran dos semanas de salario que perdería si no aceptaba la oferta. Y además, me daría el tiempo suficiente para despedirme apropiadamente de aquellos que lo merecían tanto en la sala de redacción como en la calle. Consideré que la alternativa de llenar una caja con mis pertenencias personales y que me acompañara a la puerta un guardia de seguridad era aún más humillante. Estaba seguro de que me controlarían para asegurarse de que no llevaba pelotas de tenis al trabajo, pero no tenían de qué preocuparse. Ese no era mi estilo.

– ¿Y ya está? ¿No te ha dicho nada más? ¿Dos semanas y te vas?

– Me ha dado la mano y me ha soltado que era un tipo atractivo, que debería probar en la tele.

– Oh, tío. Vamos a emborracharnos esta noche.

– Yo sí, desde luego.

– Joder, no es justo.

– El mundo no es justo, Larry.

– ¿Quién es tu sustituta? ¿Al menos es alguien que sabrá que está a salvo?

– Angela Cook.

– Me lo imaginaba. A los polis les va a encantar.

Larry era amigo mío, pero no me apetecía hablar de todo eso con él en ese momento: necesitaba sopesar mis opciones. Me enderecé en la silla y miré por encima de las mamparas de metro veinte del cubículo. Todavía no veía a nadie observándome. Miré hacia la fila de paredes de cristal de las oficinas de los jefes de sección. La de Kramer hacía esquina y él estaba de pie detrás del cristal mirando a la sala de redacción. Cuando establecimos contacto visual, Kramer desvió enseguida la mirada.

– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó Larry.

– No lo he pensado, pero voy a hacerlo ahora mismo. ¿Adónde quieres ir, al Big Wang’s o al Short Stop?

– Al Short Stop. Anoche estuve en el Wang’s.

– Nos vemos allí, pues.

Estaba a punto de colgar cuando Larry me espetó una última pregunta.

– Una cosa más. ¿Ha dicho qué número eras?

Por supuesto, quería saber cuáles eran sus propias posibilidades de sobrevivir a esa última sangría de personal.

– Cuando he entrado, ha empezado a hablar de que casi lo había conseguido y de lo difícil que resultaba tomar las decisiones finales. Ha dicho que yo era el noventa y nueve.

Dos meses antes, el periódico había anunciado que cien empleados serían eliminados de la plantilla editorial a fin de reducir costes y hacer felices a nuestros dioses empresariales. Dejé que Larry pensara un momento quién podría ser el número cien, mientras yo volvía a mirar a la oficina de Kramer. Todavía estaba tras el cristal.

– Y te aconsejo que no asomes la cabeza, Larry. El verdugo está ahora mismo de pie junto al cristal buscando al número cien.

Pulsé el botón de colgar, pero continué con los cascos puestos. Con suerte eso desalentaría al personal de la redacción de acercarse a mí. No me cabía duda de que Larry Bernard empezaría a contar a otros periodistas que me habían separado involuntariamente y estos vendrían a compadecerme. Tenía que concentrarme en terminar un breve sobre la detención realizada por la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles de un sospechoso en un caso de asesinato por encargo. Luego podría desaparecer de la redacción y dirigirme al bar para brindar por el final de mi carrera en el periodismo diario. Porque en eso se resumía todo: no había ningún periódico en el mercado para un reportero de sucesos policiales de más de cuarenta años. Y menos cuando tenían una lista interminable de mano de obra barata: periodistas pipiolos como Angela Cook, recién salidos cada año de la Universidad del Sur de California, de Medill y de Columbia, todos ellos con un buen bagaje de conocimientos tecnológicos y dispuestos a trabajar por casi nada. Igual que ocurría con el periódico en papel y tinta, mi tiempo había acabado. Ahora se trataba de Internet; de actualizaciones horarias en las ediciones en línea y en los blogs; de conexiones de televisión y actualizaciones en Twitter; de escribir los artículos con el móvil en lugar de usar el teléfono para llamar a edición. El periódico matinal podría llamarse el Diario de ayer. Todo lo que contenía estaba colgado en la red la noche anterior.

El timbre del teléfono sonó en los cascos y supuse que sería mi exmujer, quien ya se habría enterado de la noticia en la redacción de Washington, pero la identificación de llamada decía VELVET COFFIN, el Ataúd de Terciopelo. Tuve que admitir que estaba asombrado: sabía que Larry no podía haber hecho correr la voz tan deprisa. En contra del sentido común, atendí la llamada. Como era de esperar, quien llamaba era Don Goodwin, autodesignado perro guardián y cronista del funcionamiento interno del L. A. Times.

– Acabo de enterarme -dijo.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

– ¿Cómo? Yo lo sé desde hace menos de cinco minutos.

– Vamos, Jack, sabes que no puedo revelarlo, pero tengo la redacción pinchada. Acabas de salir de la oficina de Kramer y estás en la lista de los treinta.

La lista de los treinta era una referencia a las bajas que se habían producido a lo largo de los años con el proceso de reducción. Treinta era el código del periódico que significaba «fin del artículo». El propio Goodwin figuraba en la lista; había trabajado en el Times e iba lanzado como redactor hasta que un cambio de propietario provocó un golpe de timón en la filosofía financiera. Cuando se opuso a hacer más con menos, le cortaron las alas y terminó aceptando una de las primeras indemnizaciones que se ofrecieron. Eso fue cuando todavía daban indemnizaciones sustanciales a aquellos que abandonaban la empresa de manera voluntaria, antes de que la compañía propietaria del Times se acogiera a la regulación de empleo por causas económicas.

Goodwin cogió el dinero y creó un sitio web y un blog que se ocupaban de todo lo que se movía dentro del Times. Lo llamaba el Ataúd de Terciopelo, a modo de adusto recordatorio de lo que había sido el periódico: un lugar tan agradable para trabajar que podías meterte dentro y quedarte allí hasta la muerte. Con los constantes cambios en la propiedad y la gestión, y las persistentes reducciones de personal y presupuesto, el periódico se estaba pareciendo más a un cajón de pino. Y Goodwin estaba allí para hacer una crónica de cada paso y traspié de la caída.