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– La muerte es lo mío.

Palabras pronunciadas antes, pero no como mi propio panegírico. Asentí para mis adentros y supe exactamente lo que iba a hacer. Había escrito al menos mil artículos sobre homicidios a lo largo de mi carrera. Iba a escribir uno más. Un artículo que quedaría como mi epitafio periodístico, que haría que me recordaran después de mi marcha.

El fin de semana pasó en una neblina de alcohol, rabia y humillación mientras me enfrentaba con un nuevo futuro que no era tal. Después de despejarme un poco el sábado por la mañana, empecé a releer el borrador de mi novela. Enseguida me di cuenta de lo que mi exmujer había visto mucho tiempo antes; lo que yo debería haber visto: no había novela y me estaba engañando al pensar lo contrario.

La conclusión era que tendría que empezar de cero si pretendía seguir ese camino, y la idea se me antojó agotadora. Tomé un taxi para ir a recoger mi coche al Short Stop, y terminé quedándome y cerrando el local el domingo por la mañana, después de ver a los Dodgers perder otra vez y de contar, borracho, historias a completos desconocidos sobre lo jodido que estaba el Times y todo el sector periodístico.

No logré despejarme del todo hasta el lunes. Llegué tres cuartos de hora tarde al trabajo, después de recoger por fin el coche en el Short Stop, y todavía olía el alcohol que salía por mis poros.

Angela Cook ya estaba sentada detrás de mi escritorio, en una silla que había cogido de un cubículo vacío, uno de los muchos que había desde el inicio de la política de reconversión y despidos.

– Siento llegar tarde, Angela -dije-. Ha sido un fin de semana largo, empezando por la fiesta del viernes; deberías haber venido.

Ella sonrió con recato, como si supiera que no había existido ninguna fiesta, sino solo el velatorio de un hombre solo.

– Te he traído café, pero supongo que ya estará frío -dijo.

– Gracias.

Cogí la taza que ella me había señalado y, en efecto, estaba frío. Sin embargo, lo bueno de la cafetería del Times era que podías volver a llenarte la taza gratis, al menos eso todavía no había cambiado.

– Mira -dije-, deja que eche un vistazo por la sección; si no está pasando nada podemos ir a rellenar las tazas y hablar de cómo vas a hacer esto.

La dejé allí y salí del reino de los cubículos hacia la sección de Metropolitano. Por el camino me paré en la centralita, que se alzaba como el puesto de un socorrista en medio de la redacción, bien elevada para que los operadores pudieran mirar a través de la inmensa sala y ver quién estaba allí y quién podía recibir llamadas. Me quedé a un lado del puesto para que una de las operadoras pudiera verme.

Era Lorene, que estaba de servicio el viernes anterior. Levantó un dedo para pedirme que esperara. Transfirió rápidamente dos llamadas y se bajó un lado del auricular para destaparse la oreja izquierda.

– No tengo nada para ti, Jack -dijo.

– Lo sé. Quería preguntarte por el viernes. Me pasaste una llamada de una tal Wanda Sessums a última hora. ¿Hay algún registro de su número? Olvidé pedírselo.

Lorene volvió a colocarse el casco y atendió otra llamada. Luego, sin destaparse la oreja, me dijo que no tenía el número. No lo había anotado en ese momento y el sistema solo conservaba una lista de las últimas cinco llamadas recibidas. Habían pasado más de dos días desde que Wanda Sessums me había telefoneado y la centralita recibía casi mil llamadas al día.

Lorene me preguntó si había llamado al 411 para conseguir el número; en ocasiones se olvidaba el punto de partida básico. Le di las gracias y me dirigí a la mesa. Ya había llamado a Información desde casa y sabía que no constaba ningún número a nombre de Wanda Sessums.

La redactora jefe de Local era una mujer llamada Dorothy Fowler. Se trataba de uno de los puestos más cambiantes del periódico, una posición que, por los condicionantes tanto políticos como prácticos, parecía una puerta giratoria. Fowler había sido una buena periodista política y solo llevaba ocho meses al frente del equipo de Local. Le deseaba lo mejor, pero sabía que era casi imposible que tuviera éxito, considerando los recortes y los cubículos vacíos en la sala de redacción.

Fowler tenía una de las oficinas acristaladas, pero prefería estar entre los periodistas. Normalmente ocupaba una mesa a la cabeza de la formación de escritorios donde se sentaban todos los SL, los subdirectores de Local. Se la conocía como la Balsa porque todas las mesas estaban juntas, como si formar una especie de flotilla les proporcionara fuerza numérica contra los tiburones.

Todos los periodistas de Local estaban asignados a un SL como primer nivel de dirección y control. El mío era Alan Prendergast, quien supervisaba a todos los periodistas policiales y de juzgados. Como tal, tenía turno de tarde y solía llegar alrededor de mediodía, puesto que las noticias que proporcionaban los periodistas que trabajaban en sucesos policiales y judiciales normalmente no se producían a primera hora.

Eso significaba que mi primer control del día era con Dorothy Fowler o con el subredactor jefe de Local, Michael Warren. Siempre trataba de que fuera con Fowler, porque tenía más poder y porque Warren y yo nunca nos habíamos llevado bien. Ello obedecía seguramente al hecho de que yo había conocido a Warren mucho antes de llegar al Times, cuando trabajaba en el Rocky Mountain News de Denver y competí con él por un gran artículo. Warren actuó de manera poco ética y por eso no confiaba en él como redactor.

Dorothy tenía los ojos pegados a la pantalla y tuve que llamarla en voz alta para captar su atención. No habíamos hablado desde que me habían dado la rosa, así que levantó inmediatamente la mirada con una mueca de compasión más propia de que acabara de enterarse de que me habían diagnosticado un cáncer de páncreas.

– Vamos al despacho, Jack -dijo.

Fowler se levantó, salió de la Balsa y se dirigió a la oficina que apenas usaba. Se sentó detrás del escritorio, pero yo me quedé de pie porque iba a ser algo rápido.

– Solo quería decirte que vamos a echarte mucho de menos, Jack.

Asentí para darle las gracias.

– Estoy seguro de que Angela se pondrá al día enseguida.

– Es muy buena y tiene hambre, pero le falta práctica. Al menos por el momento, y ese es el problema, claro. Se supone que el periódico es el guardián de la comunidad y lo estamos entregando a los cachorros. Si pensamos en el buen periodismo que hemos visto en nuestras vidas… la corrupción desenmascarada, el beneficio público… ¿De dónde saldrá eso ahora si hacen trizas todos los periódicos del país? ¿Del Gobierno? Ni hablar. ¿La tele, los blogs? Menos aún. Un amigo mío al que le dieron puerta en Florida dice que la corrupción será la nueva industria floreciente sin el control de los periódicos. -Hizo una pausa para ponderar la tristeza de la situación-. Mira, no me interpretes mal, solo estoy deprimida. Angela es fantástica, hará un buen trabajo y dentro de tres o cuatro años partirá la pana igual que tú ahora. Pero la cuestión es cuáles son las historias que se perderán hasta entonces. Y cuántas de ellas tú no habrías pasado por alto.

Me limité a encogerme de hombros. Eran preguntas que le importaban a ella, pero a mí ya no. Al cabo de doce días estaría en casa.

– Bueno -dijo después de un prolongado silencio-. Lo siento, siempre he disfrutado trabajando contigo.

– En fin, todavía tengo algo de tiempo. Tal vez encuentre algo bueno de verdad para terminar a lo grande.

Fowler sonrió de buena gana.

– ¡Eso sería genial!

– ¿Ha pasado algo hoy que tú sepas?

– Nada importante -dijo Dorothy-. He visto que el jefe de policía se va a reunir otra vez con líderes negros para hablar de los crímenes raciales. Pero ya estamos hartos de eso.