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Parecía imposible, pero su rostro amarillento consiguió volverse todavía más amarillo. Montalbano temió que fuera a darle un ataque.

– ¿Qué ocurre?

– ¡Ahora no me creerán! -gimió Mistretta.

– ¿Quiénes no lo creerán?

– Los secuestradores. Porque le he dicho al periodista…

– ¿Qué? ¿Ha hablado con los periodistas?

– Sólo con uno. El dottor Minutólo me ha dado permiso.

– ¡Pero por qué ha hecho eso, santo Dios!

Mistretta lo miró, desconcertado.

– ¿No debía haberlo hecho? Quería enviar un mensaje a los secuestradores… decirles que están cometiendo un terrible error, que yo no tengo dinero para pagar el rescate. Pero si en el bolsillo de Susanna encontraron… ¿Se da cuenta?… Una chiquilla no anda por ahí con todo este dinero… ¡No van a creerme! ¡Pobre hija mía!

Los sollozos le impidieron seguir, pero para el comisario ya había hablado más que suficiente.

– Buenas tardes -dijo.

Y abandonó el salón, presa de la rabia. Pero ¿en qué cono estaba pensando Minutolo para autorizar esa declaración? ¡La que armarían ahora los periódicos y las televisiones! Y a lo mejor los secuestradores se cabreaban, y la que pagaría el pato sería la pobre Susanna. Siempre y cuando se tratara de un rescate. Desde el jardín llamó a un agente que estaba leyendo junto a la ventana:

– Dile a tu compañero que me abra la verja.

Subió al automóvil, lo puso en marcha, esperó un poco y salió disparado como Schumacher en una carrera de Fórmula 1, entre las maldiciones de los periodistas y fotógrafos, que tuvieron que apartarse para no ser arrollados.

– Pero ¿está loco? ¿Es que quiere matarnos? En vez de volver por el mismo camino que había tomado a la ida, giró a la izquierda para enfilar el sendero donde habían encontrado el ciclomotor. Un vehículo normal no podía circular por allí, había que ir muy despacio y efectuar continuas maniobras para no meter las ruedas en las enormes zanjas y hondonadas, que parecían dunas de un desierto. Pero lo peor estaba aún por llegar. A medio kilómetro del pueblo, un profundo agujero cortaba el camino. Obviamente era una de aquellas «obras en curso» que siguen en curso cuando todo el universo ya ha dejado de tener curso legal. Para cruzarlo, Susanna tenía que haber bajado del ciclomotor y llevarlo a mano. O dar un rodeo por la senda que habían creado, a fuerza de ir arriba y abajo, todos los que se habían visto obligados a pasar por allí. Pero ¿por qué había tomado Susanna aquella ruta? Se le ocurrió una idea.

Tuvo que hacer tan numerosas y complicadas maniobras para girar el coche que el hombro herido comenzó a dolerle de nuevo. El camino de vuelta hasta la carretera principal se le antojó infinito. Al llegar al cruce se detuvo. Empezaba a oscurecer y realizar lo que acababa de ocurrírsele le llevaría como mínimo una hora, lo cual significaba que regresaría tarde a Marine-lla y tendría la consiguiente pelea con Livia. Y, francamente, no estaba para peleas. Por otra parte, se trataba de una simple comprobación que cualquiera de sus hombres podía llevar a cabo. Volvió a ponerse en marcha y se dirigió al despacho.

– Envíame enseguida al dottor Augello -le dijo a Catarella.

– Dottori, personalmente en persona no está.

– ¿Quién está entonces?

– ¿Se lo digo en orden alfabético?

– Dímelo como te parezca.

– Pues están Gallo, Galluzzo, Germana, Giallombardo, Grasso, Imbrò…

Eligió a Gallo.

– Dígame, dottore.

– Oye, Gallo, tienes que regresar al sendero al que me has acompañado esta mañana.

– ¿Qué he de hacer?

– Por allí hay una docena de casitas de campo. Ve a todas ellas y pregunta si alguien conoce a Susanna Mistretta, y si ayer por la tarde vieron pasar a una chica en un ciclomotor.

– Muy bien, dottore, mañana por la mañana… -No, Gallo, quizá no me he explicado bien. Ve ahora mismo y después me llamas a casa.

Llegó a Marinella un tanto preocupado por el interrogatorio de tercer grado al que lo sometería Livia. En efecto, ella se lanzó al ataque de inmediato tras haberlo besado de una manera que a Montalbano le pareció distraída.

– ¿Por qué has ido a trabajar?

– Porque el jefe superior me ha pedido que me reincorpore al servicio. -Y añadió precavido-: Sólo de manera provisional.

– ¿Te has cansado?

– En absoluto.

– ¿Has tenido que conducir?

– Me he desplazado en todo momento con el vehículo oficial.

Fin del interrogatorio. ¡Nada de tercer grado! Pura agua de rosas.

5

– ¿Has visto el telediario? -preguntó tras haber superado el peligro.

Livia le contestó que ni siquiera había encendido el televisor. Por tanto habría que esperar al noticiario de las diez y media de Televigàta, porque seguramente Minutolo habría elegido al periodista de la cadena progubernamental, fuera el que fuese el gobierno del momento. Dejando aparte que la pasta estaba un poco cruda y la salsa ligeramente ácida, que la carne parecía cartón y sabía a cartón, la cena preparada por Livia no podía considerarse una instigación al homicidio. Mientras estuvieron sentados a la mesa, Livia le habló del jardín de Kolymbetra, tratando de transmitirle una parte de la emoción que había experimentado.

De repente se levantó, malhumorada, y salió a la galería.

Montalbano advirtió con cierto retraso que ella había dejado de hablar. Creyendo que había oído algún ruido fuera, preguntó:

– ¿Qué pasa? ¿Has oído algo?

Livia regresó echando chispas por los ojos. -¡No, no he oído nada! Lo único que he oído ha sido tu silencio. Yo te hablo y tú no me escuchas, o finges escucharme y me respondes con murmullos incomprensibles.

¡Oh, Dios mío, disputas no! ¡Había que evitarlas al precio que fuera! Quizá haciendo un poco de comedia… sólo un poco, porque había un fondo de verdad: se sentía profundamente cansado.

– No, no, Livia. -Apoyó los codos en la mesa y colocó la cabeza entre las manos. La pantomima surtió efecto, y ella cambió de tono.

– Pero razona un poco, Salvo, yo te hablo y tú… -Lo sé, lo sé. Perdóname, perdóname, pero soy así. A veces no me doy cuenta de que…

Habló con la voz ahogada y tapándose los ojos con las manos. De pronto se levantó y corrió a encerrarse en el cuarto de baño. Se lavó la cara y salió.

Livia, arrepentida, lo esperaba al otro lado de la puerta. Había hecho teatro del bueno; la espectadora estaba emocionada. Se abrazaron conmovidos y se pidieron mutuamente perdón.

– Discúlpame, es que hoy he tenido un día… -Discúlpame tú a mí, Salvo. Se pasaron dos horas charlando en la galería. Después fueron a la sala y el comisario sintonizó el canal de Televigàta. Naturalmente, el secuestro de Susanna Mistretta era la noticia principal. El presentador habló de la chica, cuya imagen apareció en la pantalla. Montalbano reparó entonces en que no había sentido curiosidad por ver qué aspecto tenía la muchacha. Era una joven preciosa, alta, rubia y de ojos azules. No era de extrañar que le echaran piropos por la calle, como le había contado Francesco. Sin embargo, su expresión segura y decidida hacía que aparentara más años de los que tenía. A continuación ofrecieron unas imágenes del chalet. El locutor no tuvo el menor reparo en asegurar que se trataba de un secuestro, a pesar de que la familia aún no había recibido ninguna petición de rescate. El reportaje concluyó con las declaraciones en exclusiva del padre de la secuestrada.

Ya desde las primeras palabras que pronunció el geólogo, Montalbano se quedó asombrado. Hay personas que, delante de una cámara de televisión, se pierden, balbucean, bizquean, sudan, dicen chorradas -él mismo pertenecía a esa categoría-; otras, en cambio, se muestran muy naturales, y hablan y gesticulan como de costumbre. Y finalmente existe una tercera clase de elegidos que, ante las cámaras, adquieren lucidez y claridad. Pues bien, el geólogo pertenecía a esta última. Pocas palabras, nítidas y precisas. Mistretta dijo que quienes habían raptado a su hija habían cometido un error, pues él no estaba en condiciones de reunir ninguna cantidad que le exigieran por la liberación de su hija. Que los secuestradores se informaran mejor. Por eso lo único que podían hacer era dejar en libertad a Susanna de inmediato. Si, por el contrario, querían otra cosa, que lo dijeran, y él haría lo imposible por satisfacerlos. Eso era todo. La voz sonaba firme y los ojos estaban secos. Se lo veía inquieto, pero no asustado. Con aquella declaración, el geólogo se ganó el aprecio y la consideración de quienes lo escucharon.