– ¿Qué pasa?
– Que ya me he hartado. En realidad no es tan importante averiguar lo que sucedió.
– ¿No?
– Yo no estoy al servicio de unos delincuentes.
– ¡Bravo! Me encargaré de hacer grabar esas nobles palabras en tu lápida.
– ¡Pero qué cabrón eres! -dijo Zito, agarrándose los cojones.
– Puesto que te declaras un periodista honrado, llama al juez y al jefe superior de policía y entrégales la grabación.
– Así lo haré.
– Te conviene hacerlo enseguida. -¿A qué viene tanta prisa? -preguntó Zito mientras marcaba el número de la jefatura superior. Montalbano no contestó. -Te espero fuera -dijo levantándose, y salió. Era una mañana verdaderamente apacible. Soplaba un viento ligero, como empujado por una delicada mano. El comisario encendió un cigarrillo; no había tenido tiempo de terminarlo cuando apareció el periodista.
– Listo.
– ¿Qué te han dicho?
– Que no emita nada de nada. Ahora mismo enviarán a un agente para recoger la cinta. -¿Entramos? -preguntó el comisario. -¿Quieres hacerme compañía? -No; quiero ver una cosa. Cuando entraron en el despacho, Montalbano le pidió a Nicolò que encendiera el televisor y sintonizara el canal de TeleVigàta.
– ¿Qué quieres oír de esos cabrones? -Espera y comprenderás por qué te apremiaba para que llamaras enseguida al jefe superior.
En la pantalla, un texto anunciaba: «Dentro de unos minutos les ofreceremos una edición extraordinaria del telediario.» !
– ¡Mierda! -dijo Nicolò-. ¡Los han llamado también a ellos! ¡Y esos grandísimos maricones van a pasar la cinta!
– ¿No te lo esperabas?
– No. ¡Y tú has hecho que pierda la noticia!
– ¿Vas a echarte atrás ahora? ¡Decídete! ¿Eres un periodista honrado o no?
– Muy honrado, ¡pero perder una noticia de este tipo es muy duro!
El texto se desvaneció, salió el logotipo del noticiario y, sin más, surgió el rostro del geólogo Mistretta. Era la repetición del llamamiento que había hecho al día siguiente del secuestro. Luego apareció un periodista.
«Hemos vuelto a mostrarles el llamamiento del padre de Susanna por una razón muy concreta. A continuación les ofreceremos un documento terrible que hemos recibido esta mañana en nuestra redacción.»
Sobre unas imágenes del chalet se oyó la misma grabación que los secuestradores habían facilitado a Retelibera, y después enfocaron la cara de culo de gallina de Pippo Ragonese.
«En primer lugar quiero decirles que en la redacción nos hemos debatido dramáticamente en la duda antes de llegar a la decisión de emitir la llamada que acaban ustedes de escuchar. La voz angustiada de Susanna Mistretta es algo que difícilmente puede soportar nuestra conciencia de hombres que viven en una sociedad civilizada. Pero ha prevalecido el derecho a la información. El público tiene el sagrado derecho de saber, y nosotros los periodistas tenemos el sagrado deber de respetar ese derecho. De lo contrario, no podríamos llamarnos periodistas al servicio público. Antes de la llamada hemos puesto el desesperado llamamiento del padre. Los secuestradores no se dan cuenta, o no quieren darse cuenta, de que su petición de rescate está destinada a caer en el vacío, debido a la comprobada precaria situación económica de la familia Mistretta. En esta trágica circunstancia, nuestra esperanza está depositada en las fuerzas del orden, y de manera especial en el dottor Minutolo, hombre de gran experiencia a quien deseamos ardientemente un rápido éxito.»
A continuación volvió a salir el primer periodista, que dijo:
«Esta edición extraordinaria será emitida cada hora.»
Y aquí paz y después gloria: acto seguido dieron paso a un programa de música rock.
Montalbano no dejaba de asombrarse de los criterios que regían en la televisión. Por ejemplo, te mostraban las imágenes de un terremoto con millares de muertos, pueblos enteros desaparecidos, niños heridos y llorando, cadáveres despedazados, e inmediatamente después anunciaban: «¡Y ahora tenemos aquí unas preciosas secuencias del carnaval de Río!» Carrozas multicolores, alegría, samba, culos.
– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó Zito con el rostro enrojecido de rabia, y le soltó una patada a una silla.
– Espera y verás cómo le arreglo yo las cuentas a ése -dijo Montalbano.
Marcó a toda prisa un número de teléfono y aguardó con el auricular pegado al oído.
– ¿Oiga? Soy Montalbano. Con el señor jefe superior, por favor. Sí, gracias, espero… ¿Señor jefe superior? Buenos días. Perdone que lo moleste, estoy en Retelibera. Sí, ya sé que el periodista Zito acaba de llamarlo. Claro, es un ciudadano que ha cumplido con su deber. Ha antepuesto a sus intereses de periodista… Por supuesto, se lo diré. Verá, quería informarle, señor jefe superior, de que mientras yo estaba aquí se ha recibido otra llamada anónima.
Nicolò lo miró perplejo y formó una alcachofa juntando la yema de los dedos, como preguntando: «Pero ¿qué dices?»
– La misma voz de antes -continuó Montalbano al teléfono- ha dicho que se prepararan para grabar un mensaje. Pero el caso es que cuando han llamado al cabo de cinco minutos, la comunicación tenía muchas interferencias y no se entendía nada, y además la grabadora no ha funcionado.
– Pero ¿qué coño te estás inventando? -musitó Nicolò.
– Sí, señor jefe superior, yo me quedaré aquí a la espera de que vuelvan a intentarlo. ¿Cómo dice? ¿Que TeleVigàta acaba de emitir la llamada? ¡No es posible! ¿Y que han repetido el llamamiento del padre? No sabía nada. ¡Pero eso, con todos mis respetos, es inaudito! Deberían haber entregado la grabación a las autoridades, como ha hecho el periodista Zito ¿Dice que el juez está estudiando las medidas a adoptar? ¡Bien! ¡Muy bien! Ah, señor jefe superior, tengo una sospecha. Pero es sólo una sospecha, que conste. Si han llamado otra vez a Retelibera, seguro que habrán llamado también a TeleVigàta. Y puede que ellos hayan tenido más suerte y hayan conseguido grabar el segundo mensaje… que sin duda negarán haber recibido, pues querrán jugar la carta cuando lo consideren oportuno… Un juego muy sucio, como bien dice usted… Nada más lejos de mi intención que atreverme a sugerirle nada a un hombre de su experiencia, pero creo que un exhaustivo registro en las oficinas de TeleVigàta podría revelar… sí… sí… Mis respetos, señor jefe superior. Nicolò lo miró con admiración. -¡Eres un auténtico maestro de la astucia! -Ya verás como entre las medidas adoptadas por el juez y el registro ordenado por el jefe superior no tendrán tiempo ni de ir a mear. ¡Y un cuerno van a emitir la edición extraordinaria!
Ambos se echaron a reír, pero inmediatamente Nicolò volvió a ponerse serio.
– Esto parece un diálogo de sordos -dijo-. El padre asegura que no tiene una lira y los secuestradores insisten en que prepare el dinero. Aunque el hombre vendiera su chalet, ¿cuánto podría sacar?
– ¿Tú eres de la misma opinión que tu eximio colega Pippo Ragonese? -¿Qué quieres decir?
– Que el secuestro es obra de unos ingenuos inmigrantes ilegales que ignoran que tienen todas las de perder.
– En absoluto.
– Quizá los secuestradores no tengan televisor y no hayan visto el llamamiento del padre.
– Puede que… -empezó Nicolò, pero se detuvo, presa de la duda.
7
– ¿Y bien? -lo animó Montalbano.
– Se me acaba de ocurrir una idea, pero me da vergüenza decírtela.
– Te aseguro que cualquier chorrada que digas no saldrá de esta habitación.
– Es una idea de película americana. Corren rumores por el pueblo de que los Mistretta se encontraban en muy buena situación económica hasta hace unos cinco o seis años, pero que tuvieron que venderlo todo. ¿No podría ser que el organizador del secuestro fuera alguien que ha regresado a Vigàta después de una larga ausencia y, por tanto, ignora el estado actual de la familia Mistretta?