Montalbano miró hacia el tocador. Morfina.
– Vamos fuera.
Regresaron al comedor.
– ¿Te has enterado de que han secuestrado a una chica?
– Sí, señor. Lo he visto en la televisión.
– ¿Estos últimos días has observado algo extraño por la zona?
– Nada.
– ¿Seguro?
La mujer titubeó.
– La otra noche… pero puede que sea una tontería.
– Dilo de todos modos.
– La otra noche oí que se acercaba un coche… Pensé que era alguien que venía a verme y me levanté de la cama.
– ¿También recibes clientes de noche?
– Sí, señor. Pero son hombres de bien, educados, que no quieren que los vean merodeando por aquí de día. Y siempre llaman por teléfono antes. Por eso me extrañó aquel coche, porque nadie había llamado. Llegó hasta la explanada, porque aquí hay espacio para maniobrar, y dio media vuelta.
Imposible que aquella pobre mujer y aquel desventurado atado a una cama tuvieran alguna relación con el secuestro. Además, la casa estaba muy a la vista y era demasiado frecuentada de día y de noche.
– Oye -dijo Montalbano-, en el cruce he encontrado una cosa que a lo mejor pertenece a la chica raptada.
La mujer se puso tan blanca como una sábana.
– Nosotros no tenemos nada que ver -dijo con firmeza.
– Lo sé. Pero vendrán a interrogarte. Cuenta lo del coche, pero no digas que recibes visitas de noche. Y que no te vean vestida así. Quítate el maquillaje y esos zapatos de tacón. En cuanto al catre, escóndelo en el dormitorio. Tú sólo vendes huevos, ¿está claro?
Oyó el rumor de un automóvil y salió. Era el agente que había pedido Gallo. Pero con él iba también Mimi Augello.
– Estaba a punto de relevarte -le dijo Montalbano.
– Ya no hace falta. Han enviado a Bonolis. Es evidente que al jefe superior no le apetece confiarte el mando ni siquiera un minuto. Nosotros podemos regresar a Vigàta.
Mientras Gallo le mostraba al agente el lugar donde estaba el casco, Mimi subió al otro coche con la ayuda de Montalbano.
– Pero ¿qué te ha pasado?
– Me caí en una zanja llena de piedras y seguro que me he roto alguna costilla. ¿Has informado del hallazgo del casco?
Montalbano se dio un manotazo en la frente.
– ¡Vaya, se me ha olvidado!
Augello conocía demasiado bien a Montalbano para saber que cuando se olvidaba de algo, era porque no le apetecía hacerlo.
– ¿Quieres que llame yo?
– Sí. Telefonea a Minutolo y cuéntale lo ocurrido.
Ya estaban de camino a Vigàta cuando Augello dijo con tono indiferente:
– ¿Sabes una cosa?
– ¿Lo haces a propósito?
– ¿Qué?
– Preguntarme si sé una cosa. Es algo que me ataca los nervios.
– Bueno, está bien. Hace un par de horas los carabineros han hallado la mochila de la chica.
– ¿Seguro que es la suya?
– ¡Desde luego! ¡Dentro estaba su carnet de identidad!
– ¿Y qué más había?
– Nada más.
– Menos mal -dijo el comisario-. Uno a uno.
– No entiendo.
– Nosotros hemos encontrado una cosa y los carabineros, otra. Estamos empatados. ¿Dónde estaba la mochila?
– En la carretera de Montereale. Detrás de la piedra que señala el kilómetro cuatro. Bastante a la vista.
– O sea, al otro lado de donde estaba el casco.
– Justamente.
Se hizo el silencio.
– ¿Ese «justamente» significa que piensas lo mismo que yo?
– Justamente.
– Tu capacidad de síntesis es extraordinaria. Voy a intentar glosar tu discurso con palabras más claras. A saber, que todas estas pesquisas, todas estas batidas, son tan sólo una pérdida de tiempo, una solemnísima bobada.
– Justamente.
– Bien. Continúo. Según nosotros dos, la misma noche de los hechos los secuestradores dieron una vuelta en coche y arrojaron aquí y allá objetos que pertenecían a Susanna para crear una serie de pistas falsas. Lo cual quiere decir…
– … que la chica no está prisionera cerca de los lugares donde se están encontrando sus efectos personales -concluyó Mimi, y añadió-: Y habría que hablar de este tema con el jefe superior; de lo contrario acabará enviándonos a Calabria a batir el Aspromonte.
Cuando llegó al despacho, Montalbano halló a Fazio con un maletín en la mano.
– ¿Te vas?
– No, señor dottore. Regreso al chalet. El dottor Minutolo quiere que atienda yo el teléfono. Aquí dentro llevo una muda.
– ¿Tenías que decirme algo?
– Sí, señor. Dottore, después de la emisión extraordinaria de TeleVigàta, el teléfono del chalet se ha colapsado… nada interesante, peticiones de entrevistas, palabras de solidaridad, gente que reza por la chica, cosas de ese tipo. Pero ha habido dos llamadas de carácter distinto. La primera era de un ex administrativo de la Peruzzo.
– ¿Y qué es la Peruzzo?
– No lo sé, dottore. Pero él se ha presentado así. Ha dicho que su nombre no importaba y me ha pedido que le dijera al señor Mistretta que el orgullo es bueno, pero que demasiado hace daño. Eso es todo.
– Bah!.¿Y la otra?
– Era una voz de anciana. Deseaba hablar con la señora Mistretta, pero al final ha comprendido que no podía ponerse al teléfono y entonces me ha dicho que le repitiera estas palabras textuales: «La vida de Susanna está en tus manos, despeja el camino y da el primer paso.»
– ¿Tienes idea de qué quería decir con eso?
– No. Dottore, he de irme. ¿Pasará usía por el chalet?
– Esta noche no creo. Oye, ¿le has comentado lo de esas llamadas al dottor Minutolo?
– No, señor.
– ¿Por qué?
– Porque he pensado que no las consideraría importantes. Mientras que a usía tal vez le parecieran de interés.
Fazio se retiró.
Buen policía. Había comprendido que aquellas dos extrañas llamadas tenían algo en común; no era gran cosa, pero era algo. En efecto, tanto el ex administrativo de la Peruzzo como la anciana invitaban a los Mistretta, marido y mujer, a cambiar de actitud. El primero aconsejaba al marido una mayor flexibilidad y la segunda sugería a la mujer que tomara la iniciativa, ni más ni menos, que «despejara el camino». Puede que la investigación, hasta entonces dirigida totalmente hacia el exterior, tuviera que cambiar el sentido de la marcha e indagar en el interior de la familia de la secuestrada. Sería importante hablar con la señora Mistretta. Pero ¿en qué condiciones se encontraba la enferma? ¿Y cómo justificar las preguntas si ella no estaba al corriente del rapto de su hija? El doctor Mistretta podría prestarle una ayuda considerable. Consultó el reloj. Eran las ocho menos veinte.
Llamó a Livia para decirle que no llegaría a tiempo para la cena y se tragó su irritada reacción sin replicar porque no tenía tiempo para discutir.
– ¿Es que no hay manera de cenar a la hora en esta casa?
Volvió a sonar el teléfono: era Gallo. Los médicos del hospital de Montelusa habían decidido mantener a Mimi en observación.
Llegó a las ocho en punto, con precisión de reloj suizo, al primer surtidor de gasolina de la carretera de Felá, pero no había ni rastro del doctor Mistretta. Al cabo de diez minutos y dos cigarrillos, el comisario empezó a preocuparse. De los médicos nunca puede fiarse uno. Cuando acudes a su consultorio para una visita, te hacen esperar una hora como mínimo; y si te citas con ellos fuera, también se presentan una hora después con la excusa de que un paciente ha llegado en el último momento.
El doctor Mistretta detuvo su todoterreno al lado del automóvil de Montalbano con un retraso de sólo media hora.
– Perdone, pero en el último momento un paciente…
– Comprendo.
– ¿Me sigue?